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domingo, 17 de julio de 2011

XVI Domingo del T.O. (Mt 13,24-43) - Ciclo A: Increíble: NI INTOLERANCIA, NI TRIUNFALISMO, NI INDIFERENCIA



Ni intolerancia ni triunfalismo; indiferencia ante los pro­blemas del mundo, tampoco. El trabajo oculto de la levadura que va haciendo fermentar a toda la masa: el compromiso fir­me y sereno de colaborar en el nacimiento de una nueva hu­manidad.

LA PARABOLA DE LA CIZAÑA

La comunidad cristiana no va a estar fuera del mundo; los problemas, las contradicciones, las servidumbres de la sociedad humana le afectarán, porque será parte de ella. Por eso no se podrá evitar que las malas hierbas, sembradas por quienes si­guen oponiéndose a un mundo de hermanos, aparezcan en la parcela en la que se intenta dar el fruto propio de quienes han optado por el reino de Dios.

La mala hierba acompañará durante mucho tiempo al buen trigo; y si se intenta arrancar por las bravas a aquélla, se pon­drá en peligro también éste. Primero porque, durante todo el período de su crecimiento, el trigo y la cizaña pueden confun­dirse: sólo se puede decir que la hierba es definitivamente mala si, cuando llega la hora de la madurez, se agosta sin dar fruto. Y en segundo lugar, porque no nos corresponde a nos­otros decidir qué se debe hacer con la hierba mala.

Con esta parábola Jesús previene a sus discípulos para que eviten un excesivo celo, para que no tengan demasiada prisa en condenar a «los malos», para que no pretendan convertirse en jueces de sus semejantes. Lamentablemente, no todos los que se llamen cristianos serán seremos- coherentes y fieles a nuestros compromisos. Será necesaria una labor de discerni­miento; a veces no habrá más remedio que denunciar o poner fin a determinados comportamientos claramente contrarios al evangelio. Pero sin mandar a nadie a la hoguera, sin negar a nadie su oportunidad. Porque, además, la hierba de la que aquí se trata, el ser humano, puede cambiar, dejar de ser hier­ba mala y convertirse en buena.


EL GRANO DE MOSTAZA

Tampoco está justificado el triunfalismo. El ideal de la comunidad cristiana es ser una gran familia, cuanto más grande mejor; pero nunca un imperio.

Jesús contradice con esta parábola las esperanzas triunfa­listas de sus paisanos, de sus propios discípulos; ellos espera­ban que se cumpliera tal cual la profecía de Ezequiel (17, 22-24), que anuncia que Israel, a quien compara con un cedro frondoso plantado en un monte encumbrado y señero, volverá a ser una nación fuerte y poderosa, que dominará sobre todas las demás.

No. El reino de Dios, tal y como Jesús lo presenta, ni será una prolongación de Israel (nace de una semilla nueva, no de un esqueje del viejo árbol) ni sufre delirios de grandeza; le bastará con ser un árbol grande, más ancho que alto (sólo más alto que las hortalizas), para poder acoger a cuantos, proce­dentes de cualquier lugar, busquen la hospitalidad de su som­bra. Esa es la grandeza que quiere Jesús para el grupo de sus seguidores: una inagotable capacidad de acogida para poder ser el lugar de encuentro de todos los hombres que busquen compañía, comprensión, amor, solidaridad...


LA LEVADURA

Todo lo anterior no significa que la comunidad cristiana, la Iglesia, renuncie a intervenir en la marcha de la historia humana. Esa es la misión de la Iglesia: intervenir en la marcha de la historia, empujando para que esa historia marche en la dirección que señala el proyecto de Dios. Pero no de cualquier forma.

Lo que Jesús crea no es un movimiento político (quede esto claro: ni una democracia cristiana, ni un socialismo cris­tiano, ni mucho menos un fascismo cristiano). Pero, repitá­moslo, eso no significa que los problemas, las necesidades, los sufrimientos, las angustias y las justas esperanzas de los hom­bres y de los pueblos deban quedar fuera del interés y de la actividad de los cristianos.

El problema es el método. Por un lado, el evangelio no se puede imponer por la fuerza; y, por otro lado, el mensaje de Jesús no se puede reducir a una opción política más. La comu­nidad cristiana debe influir en la transformación de la sociedad humana con su vida: viviendo en medio de la sociedad humana y mostrando que es posible una manera alternativa de vivir, de tal modo que quienes, en contacto con la comunidad o con alguno de sus miembros, vayan conociendo este estilo de vida se convenzan de que esa manera de vivir es lo que realmente interesa a los hombres; y, poco a poco, pero constantemente, vaya aumentando el número de quienes adoptan el modelo de vida y de convivencia que propone Jesús.

Cuestión aparte es el compromiso político de cada uno de los cristianos, o las mediaciones sociopolíticas que puede nece­sitar el creyente para hacer eficaz su compromiso cristiano con la justicia. En esta cuestión no entramos -no la prejuzgamos, por tanto- en este comentario.

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