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sábado, 3 de septiembre de 2011

Comentario al Evangelio del Domingo 04 de Septiembre del 2011


José Maria Vegas, cmf
Jesús en medio de su comunidad enseña y corrige

El episodio de Cesárea de Filipo nos ha dejado la imagen de un Pedro que, casi simultáneamente, confiesa y niega, es bienaventurado y rechazado. Y esto nos dice que nosotros, los creyentes, somos bienaventurados porque hemos sido tocados por el Señor con el don de la fe, pero que no por eso somos puros y perfectos, sino que seguimos siendo pecadores. Jesús camina por delante de nosotros, enseñándonos el camino de perfección, que es el camino que lleva a Jerusalén, a la Pasión y a la muerte en la cruz. Jesús ha depositado en nosotros, imperfectos y pecadores, una responsabilidad enorme, puesto que nos ha confiado las llaves del Reino, es decir, la realización de su propia causa. Y, por eso mismo, es tan importante y tan urgente que Jesús, Señor y Maestro, siga enseñándonos, y que nosotros sigamos a la escucha de su magisterio, si es que queremos cumplir con fidelidad la misión que nos ha confiado.
Una parte de esta enseñanza consiste en corregirnos, señalarnos nuestras incoherencias, nuestras deficiencias, nuestros pecados. Así que estar a la escucha de la enseñanza de Jesús incluye necesariamente estar abiertos a su corrección. Y, al habernos confiado su misión, nos enseña y corrige por medio de su comunidad, que es su Cuerpo y en la que nos insertamos como miembros vivos. Somos una comunidad de fe: es precisamente nuestra fe en Jesús como Mesías lo que nos congrega y vincula, y esa es nuestra dicha, nuestra bienaventuranza; pero somos una comunidad en camino, una comunidad de hombres y mujeres que todavía no han llegado a la perfección, que necesitan seguir aprendiendo y creciendo en el seguimiento de Jesús. Y todo esto significa que somos corresponsables unos de otros. Aunque cada uno es responsable de sí mismo, no es cierto que cada uno responde en exclusiva de sí mismo, porque la responsabilidad que Jesús nos ha confiado, esas llaves entregadas a Pedro, esa misión que todos debemos llevar adelante, tiene mucho que ver con la preocupación por los demás. Jesús nos lo enseña hoy, con realismo, de manera directa y explícita: la corrección fraterna es parte esencial de la vida de la comunidad de los discípulos, de la comunidad eclesial.
Desde luego es un encargo difícil: precisamente por nuestra condición de pecadores estamos necesitados de corrección; pero es esa misma condición la que nos dificulta la tarea: primero, porque el pecado se manifiesta en la tendencia a desentenderse de los demás; en segundo lugar, porque, sabiéndonos pecadores, ¿qué autoridad tenemos nosotros para amonestar o llamar la atención a nadie? Y, sin embargo, Jesús insiste en este importante deber. Lo hace en línea con la tradición profética, que nos recuerda, por boca de Ezequiel, que, si bien, es el propio pecador el responsable de su perdición, el que se da cuenta de ello y no hace nada para evitarlo, poniéndolo en guardia, se hace corresponsable de esa perdición.
Una manera de superar esta dificultad puede consistir en que nos pongamos en primer lugar, no en el lugar del que ha de corregir, sino en el del corregido. Sabiéndome limitado, imperfecto y pecador, tengo que estar abierto a que me ayuden a superarme mediante la corrección fraterna. Este es también un arte difícil: implica no sólo la humildad de reconocer mis limitaciones, sino también, lo que se nos hace más cuesta arriba, reconocerlas ante los demás, incluso permitir que ellos me las descubran. Con frecuencia nos volvemos herméticos a las observaciones de los otros, nos defendemos de ellas sea con malos humores y agresividad, sea con indiferencia y soberbia; como si fuéramos ya perfectos y no estuviéramos necesitados de esa ayuda que estimula nuestro crecimiento cristiano.
Cuando nos ejercitamos en esta apertura y capacidad de escucha a esa enseñanza difícil de la corrección fraterna que otros nos dirigen, aprendemos también a construir la comunidad haciéndonos responsables de los demás, ayudándolos con humildad a superar sus propias debilidades. Jesús nos indica una sabia pedagogía, que parte de la discreta conversación personal (pues hay que evitar en lo posible poner a nadie en evidencia); continúa, si es preciso, apelando a la confirmación de unos pocos testigos (lo que nos puede ayudar también a mirar más objetivamente al problema); y, sólo en el caso extremo, acudiendo a la mediación de toda la comunidad. En todo el proceso, queda siempre a salvo el respeto a la autonomía de cada uno. Si el interpelado no hace caso a nadie, él mismo se pone fuera de la comunidad. Y es que, aunque todos seamos responsables unos de otros, sigue siendo verdad que, al final, cada uno es responsable último de sí mismo.
La misión de la corrección fraterna es cosa de todos, pues la comunidad de la que habla Jesús tiene muy distintos niveles: la familia o iglesia doméstica, la comunidad parroquial o el grupo cristiano en el que participo, la comunidad religiosa, la diócesis… Los que tienen especial responsabilidad en estas distintas formas de comunidad están, ciertamente, más obligados. Pero la tarea compete a todos, pues también se puede y se debe ejercer proféticamente la corrección fraterna a aquellos que están investidos de autoridad. En todo caso, el evangelio de hoy nos invita a meditar sobre esta función que también compete a la Iglesia como tal, y que hoy no goza del favor de amplios sectores de eso que se llama “opinión pública”, y que afecta también a muchos miembros de la Iglesia. Es parte de la función magisterial velar por la fidelidad al depósito de la fe y por la coherencia de vida (fides et mores). No cualquier “opinión”, ni cualquier forma de comportamiento son compatibles con la fe y con las exigencias de vida que se derivan de ella. En ocasiones la Iglesia, por medio de sus pastores, tiene que llamar la atención, avisar de posibles desviaciones y ejercer de manera oficial formas concretas de corrección fraterna. Que esta función no resulte popular y suscite con frecuencia reacciones airadas por parte de ciertos medios de comunicación social, no quita el que sea parte de la misión que Jesús ha confiado a su Iglesia, de modo que tan evangélico y profético es amar al enemigo y atender a Jesús en sus pequeños hermanos, como obedecer a aquellos a los que Él ha apuesto al frente de su rebaño.
La mejor forma de poner en práctica esta importante dimensión evangélica de la corrección fraterna, en realidad la única, es contemplarla como una modulación de lo único que nos debemos y que resume toda la ley: el amor. El amor es el único camino de perfeccionamiento por el que nos llama Jesús. Y el amor, que es la disposición a dar la vida por los hermanos, incluye también la disposición sincera a sufrir por ellos, sea porque nos corrigen, sea porque tenemos que corregirlos de un modo u otro.
Las palabras postreras de Jesús en el Evangelio de hoy nos dan otra clave para ejercer adecuadamente este difícil ministerio. Puesto que la corrección fraterna presupone siempre una situación conflictiva, para poder ejercerla de manera evangélica, es decir, conforme al mandamiento del amor, deberíamos realizarla siempre asegurando previamente el acuerdo en lo fundamental, reunidos en el nombre del Señor, y en un ambiente de oración. Estas cosas no deberían darse por supuestas: porque son ellas las que hacen presente al mismo Jesús en medio de nosotros; y cuando tenemos la certeza en la fe de que es Él el que nos enseña y corrige, entonces resulta mucho más fácil acoger la corrección y seguir caminando en pos de la perfección del amor, en el seguimiento de Cristo.

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