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miércoles, 7 de septiembre de 2011

El amor es también deseo


Por X. Pikaza

Deseo 1. Principios[1]

El deseo está al principio del camino del hombre. Nace el niño deseando: su vida es un haz de apetencias infinitas, que sólo el amor de los padres sacia y dirige, en un camino que va dirigiendo hacia la libertad, por la educación. Sigue deseando el hombre ya maduro, impulsado por una naturaleza que, como decían los escolásticos cristianos, busca por necesidad dos cosas: comida y descanso para vivir (en un plano individual), apareamiento sexual y cuidado de la prole (en un plano de especie). La apetencia de comida, indispensable en el plano individual, resulta de algún modo más fuerte y apremiante, como necesidad física que se debe satisfacer con “el pan nuestro de cada día”. La apetencia de sexo sigue un ritmo distinto, pero marca, condiciona y enriquece también toda la existencia de los hombres y mujeres. Pues bien, sobre ese principio de comida pan y sexo, el hombre se define como deseo ilimitado: ésta es su novedad frente al conjunto de vivientes anteriores.

Los animales están movidos por una exigencia que llamamos instinto: satisfecha se apetencia, se acalla el movimiento, se reinstaura el equilibrio. En el hombre acaece lo contrario: saciado un deseo se abre otro y así hasta el infinito. Por eso, la palabra que suele marcar el principio del amor enamorado (te deseo) nos sitúa en el comienzo de un proceso de apertura que nunca llega a clausurarse. ¿Cómo se interpreta? ¿Qué sentido tiene? La vida del hombre está marcada por una escisión. a) Somos naturaleza y como tal formamos parte del proceso de la vida. Quieran o no, los hombres reflejan y concretizan el gran deseo del conjunto de los seres, de los seres, esa fuerza que se expresa como la luz, enciende las estrellas, se derrama en los abismos y se expande en las raíces del proceso y siembra de la tierra. De esa forma se expresa el poder de la vida, que de alguna manera presentimos como un inmenso mar de fuerzas que se extienden, se condensan y se vuelven a expandir hacia lo nuevo. b) Pero, al mismo tiempo, somos persona (así, en plural, pues una persona no por aislado no es persona). En un momento dado, descubrimos que somos dueños de la vida: no de un modo absoluto, pues no podemos realizar con ella lo que quisiéramos pero sí de una manera intensa. De esa forma, los hombres toman conciencia de sí mismos (una conciencia que otros han sembrado, haciéndoles capaz de ser personas) y así saben lo que tienen, lo que pueden, y se saben responsables, como individuos personales al lado de otros individuos personales. De esa forma, el proceso de la vida indefinida, que parece carente de sentido, se convierte para los hombres en camino que ellos mismos han de trazar.

Estrictamente hablando, la naturaleza no desea: se expande, fluye y refluye en un impresionante equilibrio de poderes, tal como se expresa en los diversos seres animales, que se mantienen en el plano del instituto, en armonía de acción y reacciones; ella no conoce individuos, no tiene interioridad, todo en ella parece situarse en un nivel externo. Pues bien, cuando surge el ser humano nace algo distinto, de otro tipo: la naturaleza deja de hallarse regulada por si misma y empieza a existir (se hace consciente de sí misma) en unos seres personales que pueden relacionarse (recibir y dar la vida). En los estratos inferiores, el proceso vital está saciado (está colmado) en lo que es o en lo que tiene, de tal forma que la vida se mantiene en un equilibrio de totalidad. Cuando llega al ser humano, esa misma naturaleza, reflejada de manera especial en la apetencia instintiva se vuelve inviable. Como pura naturaleza, el hombre es un viviente sin posibilidades de supervivencia. No puede mantenerse, no está preparado para responder a los estímulos y necesidades del entorno: o asume un camino de libertad, como persona, en comunicación creadora, en libertad de amor, o se destruye como tal, volviendo otra vez al equilibrio precedente.

Mirado desde la naturaleza, el hombre es un extraño, un intruso: o despierta y se despliega en un nivel de libertad o se destruye a sí mismo. Eso significa que los hombres no pueden vivir sólo de deseos naturales, si es que no despliegan su ser libertad, como personas conscientes de sí mismas. El hombre no es ni puro deseo, ni desnuda libertad, sino unión de ambos aspectos o momentos. Lo que le define es la unión de ambos momen­tos: la naturaleza que, al abrirse a la persona, pierde su estabilidad cósmico-instintiva (pues nada logra saciarla); y la persona que sólo puede realizarse como libertad de amor sobre la base de los impulsos naturales. Si los impulsos estuvieran definidos, clausurándose en su propio círculo, el hombre no podría realizarse en forma de persona; acabaría siendo esclavo de sus apetencias, dentro de un campo de pulsiones fijadas de antemano. Sólo el hecho de que esos impulsos y deseos naturales no se encuentren fijados de antemano permite que el hombre se vuelva persona y pueda realizarse como tal, en un equilibrio más alto que se define en forma de libertad. Por eso, lo que en un momento determinado podía parecer imperfección (la apertura indefinida del deseo) se convierte en fundamento de aquello que nosotros somos y buscamos: libertad para el amor, personas.

Deseo 2. Niveles, valores y riesgos

La reflexión anterior (→ deseo 1) sería suficiente para entender el tema, pero podemos precisarlo más, de manera teórica, poniendo de relieve tres planos o niveles. (1) En línea psicológica, definida especial­mente por Freud, los deseos deben entenderse como expresión del surgimiento humano, partiendo de la infancia. (2) Desde la tradición bíblica, se ha relacionado el deseo con el pecado. (3) Siguiendo en la línea anterior, la teología tradicional ha vinculado los deseos con la concupiscencia.



1. Plano psicológico. Conforme a la visión de S. Freud, la vida del hombre se construye a partir de una primera situación en que el deseo lo domina y llena todo. Freud pensaba que el niño es una especie de deseo indefinidamente abierto, una libido siempre insatisfe­cha, receptiva y pedigüeña. Para hacerse hombre maduro, el niño necesita superar esa actitud, reconocer la dignidad y derechos de los otros, ajustarse a los principios que le marca el mundo, esto es, su entorno. Estos son los elementos básicos del deseo en el conjunto del proceso psicológico.



1. Punto de partida: un deseo universal. El niño nace dependiendo de los otros, como alguien que necesita pan, cariño, asistencia, lenguaje… Lo quiere todo y, en algún sentido, parece suponer que puede conseguirlo de la madre, entendida como fuente universal que sacia todos sus deseos.

2. Proyecto. El niño tiene que integrar su deseo en el proyecto que le marcan otros, representados por el padre que le marca una ley y le dice lo que ha de ser. Sólo madura verdaderamente como humano aquel que, reconociendo su deseo, lo introduce, según ley, en un contexto de solidaridad o convivencia.

3. Narcisismo, amor cerrado. Aquel que no integra su deseo en un camino de ley acaba siendo narcisista: no logra abrirse a los demás, nunca sale de sí mismo, piensa que las cosas y los hombres han de estar a su servicio. Pues bien, el narcisista, aquel que sólo se ama a sí mismo se destruye o, mejor dicho, nunca llega a ser humano; su deseo cerrado acaba haciéndole un demente.

4. Altruismo, amor abierto. En el polo opuesto se encuentra, según Freíd, el altruista, el que pretende olvidarse de sí mismo y entregarse de manera plena por los otros. Esa actitud, psicológicamente mirada, acaba siendo irrealizable: quien se olvida del todo de sí mismo nunca llega a ser humano.

Si el hombre no desea no es humano. Si queda simplemente en el deseo se destruye. Estrictamente hablando, sólo llega a ser persona el hombre que, emergiendo del mar de los deseos y ordenándolos por medio de su libre voluntad, se hace capaz de abrirse hacia los otros, realizando con ellos una vida cargada de sentido.

5. Plano bíblico. La perspectiva anterior estudia al hom­bre de una forma neutral, sin arriesgarse a dar valoraciones. La Biblia, en cambio, quiere valorar el contenido y proceso de la historia del hombre, a partir de la palabra de Dios y su presencia. En ese contexto se puede hablar de dualismo. (a) El hombre es gracia: sólo existe en la medida en que se deja fundar y enriquecer por lo divino. (b) El hombre es historia: se va haciendo a sí mismo, a lo largo de un camino conflictivo que puede separarle (y de hecho le ha separado) de su propia verdad. En este contexto se puede hablar del pecado original, que la Biblia habría descrito en Gen 2-3, como desajuste entre aquello que el hombre debía ser y lo que es, un desajuste que manifiesta sobre todo allí donde los deseos van en contra de la voluntad de Dios. De esa forma, el deseo, cerrado en sí mismo, se vuelve principio de pecado, como supone san Pabla al comentar la historia humana: «Yo no habría conocido el pecado sino por medio de la ley; porque no estaría consciente del deseo, si la ley no me dijera: No desearás» (cf. Rom 7, 7).

El deseo, en sí mismo, no es bueno ni es malo, pues no se conoce. Sólo cuando se introduce una ley, que lo limita puede hablarse de pecado. Esa ley es necesaria, para que así surja el ser humano, como responsable de sí mismo. Pero, con la ley, que limita y encauza el deseo, puede surgir y surge también el pecado. Eso significa que la vida del hombre es necesariamente conflictiva: sin ley no habría ser humano (no podría darse libertad); pero sólo con la ley el hombre puede encerrarse en la contradicción de sus deseos. Pues bien, Pablo añade que sólo podemos superar ese riesgo con la gracia, es decir, con un amor que se introduce en el mismo espacio de los deseos, poniéndolos al servicio del amor. En este contexto, la Biblia sigue diciendo que todo lo que existe en el mundo en cuanto tal es un deseo: deseo de la carne, que pretende el placer ilimitado, a costa de los otros; deseo de los ojos, que es el hambre de tenerlo todo, para sentirnos de esa forma seguros; soberbia de la vida, que es el deseo más alto, que se quiere afirmar como infinito, hacerse dueña de sí misma y de los otros (1 Jn 2, 16). Estos deseos, cerrados en sí mismos o dominados por pura ley, convierten la vida en batalla de todos contra todos. Si sólo existieran deseos no habría ser humano.

San Pablo ha planteado el tema a partir de su visión del evangelio. Antes de Cristo (es decir, fuera de la ley) el hombre «no sabía»: estaba perdido pero no podía reconocerlo; vivía esclavo de sí mismo, pero no lo admitía. Quería fundar su vida por ley (judaísmo); quería asegurarla por un tipo de sabiduría (helenismo), pero en uno y otro caso se deslizaba hacia la sima de sus propios deseos impotentes y violentos. Sólo hay salvación allí donde los hombres superan ese plano de ley (que es lucha de deseos, de todos contra todos), abriéndose al plano más alto de la gracia, es decir, al regalo del amor que se ofrece en Cristo (por el amor de los otros), de manera gratuita, sin imposiciones o dictaduras. Sólo en este contexto se puede hablar de pecado y gracia originales. El pecado original es aquel proce­so en que los hombres convierten el deseo en absoluto, negándose a vivir en comunión de amor con los demás. La gracia original es, en cambio, la experiencia de un amor que abre los deseos al encuentro y comunión con los demás.



3. Plano teológico. San Agustín ha planteado el tema a partir del deseo (concupiscencia) que sitúa al hombre en el campo de lucha entre la carne y el espíritu. Carne sería el hombre malo, dominado por sus deseos, ansioso de placer, atado en las cadenas de su sexo, esclavo del pecado y de la muerte. En contra de eso, espíritu es el hombre como ser que puede superar por la gracia de Dios sus deseos. En ese contexto se destaca la ruptura interna del hombre, la dureza de la vida, la tragedia del pecado enla existencia. Esa visión tiene grandes valores pero, al fin, resulta peligrosa, porque tiende a interpretar todos los deseos como malos y a centrarlo en el sexo, entendido como potencia negativa. Ciertamente, existe un tipo de dualismo, pero no es un dualismo que separa la materia (los deseos malos) y el espíritu (que sería pura contemplación), pues los deseos son originariamente bueno (naturales), aunque pueden pervertirse por obra de un espíritu egoísta. En ese contexto se inscriben los niveles de lucha o desajuste de la vida:

1. Dualidad. Hay un desajuste de la naturaleza que no logra saciarse jamás y un desajuste de la persona que no alcanza por sí misma aquello que pretende. Como unión de naturaleza y persona, el hombre es un ser desajustado por esencia.

2. Historia. Provenimos de un pasado duro de violencias y de luchas por la supremacía; somos hijos de los triunfadores poderosos que han logrado dominar sobre los demás y mantenerse sobre el mundo, en una historia que parece dominada por la ley de los más fuertes.

3. Biografía. Hay un tercer nivel de desajuste que es el propio de cada hombre o mujer, con su historia personal, tejida de búsqueda y fracasos. Son muchos los hombres y mujeres que han querido superar su lucha interna, arrancar el aguijón de muerte, las contradicciones que descubres en sú vida, como Pablo, cuando pidió a Dios que le librara de su escisión interna, para escuchar la voz que le decía: «te basta mi gracia» (2 Cor 12, 9). Esa gracia de Dios, que es el equilibrio amoroso de la vida, no se logra reprimiendo o negando la contradicción de los deseos, sino en medio de ellos.



[1] Cf. P. Chauchard, Fuerza y sensatez del deseo, Herder, Barcelona 1974; J. Federspiel, La geografía del deseo, Alianza, Madrid 1991; E. Fuchs, Deseo y ternura, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995; H, G. Furth, El conocimiento como deseo: un ensayo sobre Freud y Piaget, Alianza, Madrid 1992; X. Le Pichon, Las raíces del hombre. De la muerte al amor, Sal Terrae, Santander 2000; X. Pikaza, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006; X. Quinzá, La cultura del deseo y la seducción de Dios, Sal Terrae, Santander 1994; P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid 1969.447-698; S. Rollán, Éxtasis y purificación del deseo. Análisis psicológico-existencial de la Noche en la obra de San Juan de la Cruz, Diputación, Ávila 1991; P. Schoonenberg, El poder del pecado, Buenos Aires 1968, 665-116; A. Tarantino, Psicoanálisis y Filosofía. Acerca de una ética del deseo, Biblioteca Nueva, Madrid 2004; A. Vergote, Dette et désir: deux axes chrétiens et la dérive pathologique, Seuil, Paris 1978 (=Culpa y deseo. Dos ejes cristianos y la desviación patológica, FCE, Mexico 1995); K. Wojtyla, Amor y responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 1969.

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