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miércoles, 28 de septiembre de 2011

La oración de Santa Teresa: Morada de Dios, Morada de los hombres

Publicado por El Blog de X. Pikaza

He presentado hace tres días algunos de los rasgos del programa de oración de Santa Teresa de Jesús, en perspectiva "feminista", superando aquella crítica famosa de los que decían: Que las mujeres hilen, no hace falta que oren.
En contra de eso, Teresa de Jesús ha querido que varones y mujeres "hilen" (pues hace falta vivir en un plano material), pero sobre todo que "oren", pues es importante vivir en un plano de conocimiento superior, es decir, de contemplación del misterio, de comunicación "mística" con Dios y con los hermanos (los restantes seres humanos).

Santa Teresa quiere que vivamos "conociendo y amando", sabiendo lo que somos, y siendo lo que sabemos, desde Cristo (en Dios). Y así ha escrito en su libro Las Moradas, uno de los libros más fascinantes de la historia universal: Un camino de búsqueda de sí, que es búsqueda de Dios y de los otros; un camino de encuentro y plenitud, para vivir en Dios, viendo en uno mismo, en amor a los hermanos.

Desde ese fondo he querido presentar aquí un sencillo comentario y esquema de Las Moradas, según un libro que he dedicado a La Oración Cristiana (Verbo Divino, Estella 2000), editado hace tiempo y nuevamente publicado (en la primera imagen va portada del libro, con los "pucheros" de la oración de Santa Teresa, como debía ser).

Quiero dedicar este post a los amigos del CITES (Centro Internacional Teresiano Sanjuanista) de Ávila, donde he estado hace unos días y donde se imparten las mejores experiencias y doctrinas espirituales de esta tierra. Entre quien quiera en su página: http://www.citesavila.org/web/es/dpto.asp?idsec=2 ; matricúlese quien pueda en sus cursos, no lo lamentará (la segunda imagen recoge la maqueta "mística" del Cites, una estrella de David, Estrella del Jesús de Teresa, una Morada de Siete Círculos, centrada en la gran "sala de encuentro" con Cristo).

Éste es un post algo largo y teórico, por eso lo dejaré colgado dos días, y aún más, si veo que hay gente que lo lee y medita

Introducción

Sólo conocemos lo que amamos; por eso contemplamos a Dios si le queremos (si le amamos) en el Cristo. La contemplación cristiana, tal como aparece en el camino de Teresa de Jesús, tiene un lugar central y dos caminos de apertura.

El lugar central lo ocupan el orante y Jesucristo:
ellos realizan la historia de su amor como un encuentro que avanza
paso a paso y que consigue ser definitivo. Por esto han nacido los
hombres, por esto se encarna y padece el Señor Jesucristo:
a fin de que puedan unirse, en gozo de
amor, para siempre.

Un camino de apertura nos lleva
hacia Dios: unidos a Jesús, podemos encontrar al
Padre y adorarle, en gesto de confianza agradecida.

El segundo camino nos lleva a los hombres: unidos a
Jesús, debemos buscar a sus hermanos más pequeños
(pobres y oprimidos) sobre el mundo, en gesto
de solidaridad y entrega redentora.

Partiendo de este fondo, he querido trazar un esquema
del libro más hondo de Teresa: el Castillo
interior o Las Moradas.

Este es un libro de camino y
encuentro: muestra el camino que el alma ha de
hacer para hallarse con Cristo, en su casa o castillo
más hondo, esto es, en la morada final del amor
donde viene a sellarse el encuentro. El libro ha trazado,
por tanto, una búsqueda doble en que actúan
Cristo y el alma, de modo que pueden hallarse y
gozar de su unión para siempre.

Por mayor facilidad, he querido reducir a cinco
las siete moradas (estadios) del camino de Teresa de
Jesús. De esa forma, unifico la segunda y tercera morada,
y después la quinta y sexta, de tal forma que obtengo un esquema
de tipo sencillo, armonioso, que puede servirnos
de base en las notas que siguen.

El primer momento (o Morada Primera = 1M) sirve de encuadre del tema:
el alma y Dios están aún separadas y lejanas.

El segundo momento (2M y 3M) marca la acción del
hombre que quiere amar a Dios en Cristo, ofreciéndole
su vida.

El tercer momento (4M) traza la gran
crisis: el alma por sí misma ya no puede descubrir y
amar a Cristo.

Por eso es necesario un cuarto momento
(5M y 6M), que marca y señala la acción
transformante del Cristo, que cambia en amor a los
hombres.

Sólo así se logra el quinto momento (7M),
que viene a sellar el encuentro, es decir matrimonio,
de Dios con el hombre.

ESQUEMA

a) Estado de caída. El hombre se encuentra perdido sobre el mundo, en actitud de olvido de Dios y lucha interhumana.

b) Acción. El orante se esfuerza por amar a Dios, en gesto activo, superando así egoísmo y violencia de este mundo.

c) Crisis. Al extremo de su acción, el hombre se descubre incapaz de seguir y realizarse: no logra amar a Dios en plenitud, no puede amar perfectamente a sus hermanos.

b’) Pasión. Dios viene como gran amigo, en Cristo, transformando con su propia acción al hombre que le acoge en actitud pasiva, receptiva. De esta forma, el hombre aprende a ser amado por Dios y por los otros hombres.

a') Matrimonio. Al fin de su camino, el hombre descubre su existencia como amor de comunión que le vincula a Dios (desposorio espiritual) y a los hermanos, en un gesto de transformación pascual.

Este esquema puede interpretarse en ritmo de
avance lineal: desde el mundo en que estamos perdidos
(1M), a través de un camino de esfuerzo y entrega
(2M y 3M), llegamos al límite humano (4M); a
partir de ese momento, actúa Dios de tal manera
que su influjo (5M y 6M) nos transforma, y así entramos
a la fiesta de bodas (7M).

Pero este mismo esquema puede interpretarse en ritmo de inclusión: no
hay avance del hombre hacia Dios, en un tipo de
línea directa que lleva del mundo a la altura divina;
hay encuentro en que influyen y vienen a unirse la
fuerza del hombre (2M y 3M) y la fuerza de Dios (5M
y 6M); al principio se hallaban distantes (1M); al fin
se han unido (7M), pasando el momento de crisis
(4M) y lucha más fuerte.

Por un lado está el movimiento del hombre, que
busca a su Dios (a Jesús) con todas las fuerzas. Por
eso supera su vieja actitud de abandono (1M) y se
entrega en las manos de Dios (2M y 3M). Por sí mismo
no puede llegar hasta el fin (4M); así acaba su
camino y ya no tiene otra salida que vivir en esperanza,
dejando que Dios mismo le transforme (5M y
6M) para el día de las bodas.

Por otro lado está el movimiento de Dios, que
sólo viene a mostrarse activamente en los momentos
finales (5M y 6M), pero que se hallaba presente
en el principio, como llamada a conversión, como
deseo de vida y plenitud para los hombres. Este es
un Dios de libertad y en libertad deja que el hombre
le busque y se realice sobre el mundo. Pero, al mismo
tiempo, es Dios de amor que va expresando su
presencia de manera cada vez más fuerte, hasta lograr
que el hombre venga a transformarse entre sus
manos (7M).

Los dos movimientos confluyen en un ámbito de
encuentro, marcado por el centro del esquema (4M).
Aquí se juntan los caminos: el proceso del hombre
que, rompiendo el cerco de egoísmo de este mundo,
viene a confiarse en manos de Dios por Jesucristo; y
el proceso de Dios que, en Jesucristo, va mostrando
su cariño y su presencia más intensa entre los hombres.
Por eso, este camino doble viene a interpretarse
como expresión de matrimonio.

Teresa quiere superar el cerco de egoísmo-lucha de este mundo (1M)
para conseguir su plenitud en el amor de Cristo esposo
(7M); por eso se aventura, va rompiendo todo
lo que oprime su existencia hasta encontrarse
libre para darse así a su esposo (4M). Por su parte, el
Dios de Jesucristo se ha encarnado en nuestra historia
porque quiere amar al hombre de manera intensa,
libre, creadora; por eso le aguarda en el camino
(4M) y le transforma con el beso de su gracia. Pero
dejemos ya el esquema general y precisemos los
momentos y rasgos de este encuentro.

1. Perdidos en el mundo

La primera morada (1M) sirve de punto de contraste
y referencia para todo el conjunto del camino.
No es aún grado de amor, ni espacio positivo de
oración. Más que morada de la casa de Dios (cf. Jn
14, 2), es «premorada»: el ámbito del mundo en el
que viven los cristianos nominales, dominados por
las luchas de la vida y los principios de egoísmo de
la historia.

Los que están en ese estado son cristianos. Ciertamente,
valoran la existencia de Dios; de alguna
forma aceptan y respetan su grandeza; intentan no
pecar, pero no buscan ni cultivan de manera consecuente
su misterio. También aceptan a los hombres,
sus hermanos, y rechazan de algún modo una violencia
generalizada; pero no se ocupan de ellos ni
les aman de manera intensa.

En este primer plano resulta más saliente la carencia
de amor hacia los otros. La falta de oración,
de encuentro con Jesús, se traduce en una forma de
existencia conflictiva donde se destacan los siguientes
elementos:

a) influye sobre todo el peso de la
hacienda, esto es, el afán desmesurado de los bienes
que convierten al hombre en un esclavo de las fuerzas
de la tierra;

b) de esa base económica proviene
la conflictividad social que se refleja en el afán de los
negocios y el deseo de vencer y superar a los demás
en los diversos campos de la vida;

c) todo culmina en un intento de autoseguridad: deseo de fundar la
vida sobre bases propias de riqueza, honor, prestigio.

El hombre vive así perdido sobre el mundo y
por eso necesita el estímulo constante de placeres
que le ayuden a vencer el miedo; tiene miedo de la
vida y por tanto apela a diversiones que le ofrecen
un olvido; está inseguro y necesita apoyarse en los
honores de la tierra.

Tales son, ordenados un poco esquemáticamente,
los términos clave que expresan la vida del hombre
perdido en el mundo, conforme a Teresa:

-- está embebido en contentos, desavenencias, honras y
pretensiones (IM 2, 12);
-- está manipulado por las
honras, haciendas y negocios (IM 2, 14);
-- le traen y le llevan los negocios, las baraterías y contentos de
la tierra (cf. 2M 1, 2).
-- La lógica del mundo le domina,
le desvía, no le deja situarse ante su auténtica
verdad y su grandeza.

Sin entrar al fondo del problema, quiero señalar
ya que Teresa es muy aguda al indicar los pecados
de matiz social que impiden encontrarse al hombre
y Cristo. Sin embargo, ella, que luego ha de poner
todo el acento de la contemplación en el despliegue
del amor a Cristo, en clave de unión matrimonial,
apenas se ha fijado en los pecados de carácter ,erótico-
sexual. Alude en general a «pasatiempos y contentos
» (cf. 2M 1, 2) que podrían estar relacionados
con el tema, pero luego no sigue en esa línea. Tenemos
la impresión de que Teresa, especialista en el
amor contemplativo, no se ha visto obligada a resaltar
los riesgos de un amor que sólo queda en
erotismo.

El riesgo que ella ha visto es más profundo: es la
falta radical de amor que, en relación con Dios, se
expresa como abandono de la vida de oración; el
hombre queda cerrado así en las fuerzas e intereses
de este mundo. En relación al prójimo, esa falta de
amor se configura como existencia conflictiva: vida
de batalla por la hacienda y los negocios (dinero y
poder). Para superar ese nivel de conflicto y cautiverio
(el hombre esclavo de sí mismo), ha formulado
Teresa su proceso de oración como despliegue
sistemático de amor en su vertiente de apertura a
Dios y hacia los hombres (cf. IM 2, 17).

El camino del amor implicará por tanto una
ruptura. Hay un primer nivel de negación: para encontrar
a Cristo es necesario superar el plano de
deseos e inquietudes de la tierra. El hombre ha de
volverse fuerte y libre, capaz de dar a Cristo y a los
hombres, sus hermanos, la energía de su amor más
hondo. Y con esto pasamos al momento siguiente
del encuentro.

2. Amor activo. Entrega del hombre

Corresponde a la morada segunda y tercera de
Teresa (2M y 3M). El hombre quiere buscar a Dios y
darle la riqueza de su amor, en Cristo, su mesías salvador
sobre la tierra. Al mismo tiempo, por el
mismo movimiento, ama y se entrega a los hermanos,
en proceso fuerte de purificación y vencimiento.
Este camino tiene dos momentos principales:

-- uno de entrega inicial, donde se ofrece a Dios sólo un
esfuerzo limitado de amor (2M),
--y otro de entrega total, donde el amante ofrece el todo (3M).

Pero en ambos casos es el hombre el que realiza su camino y
se prepara para amar, conforme a su propia vocación
humana.

Hay, como decimos, un momento de entrega inicial.
El alma busca a Dios con un deseo fuerte de
encontrarle. Por eso debe superar las servidumbres
viejas, el afán desordenado de negocios, haciendas y
contentos. Así va desplegando una potencia superior
de entrega y purificación que, sin embargo, resulta
insuficiente (2M).

Es insuficiente porque el hombre no se entrega
hasta el final. Siente la batalla de los viejos deseos
de este mundo y muchas veces cede y se doblega en
el intento. De esa forma, su camino se presenta como
lucha interna. El enemigo no se encuentra fuera.
Está ya dentro: son los principios de este mundo
que le acosan y le hostigan, que le vencen y le debilitan
muchas veces. La vida acaba siendo división,
ruptura interna.

Esa división sólo se puede superar si el hombre
asume ya la entrega total (3M), con una «determinada
determinación» de buscar a Dios y amarle siempre
y por encima de todas las cosas.

--El orante se decide en radicalidad: quiere superar todos los
otros amores de la tierra, haciendo el compromiso
de ofrecer a Dios toda su vida, por el Cristo.
--El orante se decide también en cuanto al tiempo: realiza
una entrega de amor y quiere mantenerla firme
hasta el final de su existencia.

El hombre se entrega totalmente, pero lo hace
todavía de una forma humana. Ciertamente, valora
la grandeza de Dios y quiere darle todo lo que tiene,
pero se comporta como un hombre de este mundo,
con sus capacidades y sus fuerzas. Es como una novia
que, intentando hacerse amable para el novio, le
va dando todo lo que tiene: joyas, dotes, virtudes y
valores. Le da todo, pero todavía no se pone de manera
receptiva entre sus manos. Quiere amar, pero
aún no sabe lo más grande: no se deja amar dejando
que el otro le transforme con su amor y su mirada.

Agudamente, Teresa de Jesús ha ido marcando
las imperfecciones de este amor activo.

El alma quiere a Dios; pero en el fondo «le quiere a su manera
»; intenta sujetarle a sus razones, formas y medidas.
El orante tiene discreción (3M 2, 7), no quiere
que el amor de Dios le haga cambiar de modo de
pensar y comportarse.

El orante tiene su razón en sí
(3M 2,1): sirve a Dios, pero lo hace a partir de los
dictados de su propio juicio, voluntad y pensamiento.

Jocosamente afirmará Teresa que este tipo de
personas tienen mucho seso (3M 2, 8): se sienten seguras
de su amor y quieren que Dios se someta a sus
conceptos y caprichos. Por eso van cargadas de miserias
(3M 2, 9), pues entienden el amor como ejercicio
activo, entrega personal, y no han llegado a
comprender el gran misterio de la gracia que consiste
en dejar que Dios nos ame y nos transforme a
su manera.

Este momento del amor activo (2M y 3M) es necesario,
pero sigue siendo insuficiente. No basta
que el amigo quiera prepararse y luego ofrezca sus
dones a la amiga; es necesario que escuche la llamada
de la amiga, dejando que ella le ame y cambie su
existencia. También el hombre ha de entregarse a
Dios en Cristo, ofreciéndole sus bienes y trabajos;
pero, al fin, ha de ofrecerle algo más grande, su
propia voluntad y su persona, dejando que Dios
mismo le transforme por su gracia.

En este plano del amor intenso, pero simplemente
activo, puede esconderse el más fuerte egoísmo,
como indica 1 Cor 13, 1-3. Quizá elevo las más
bellas oraciones, quizá entrego mi cuerpo hasta las
llamas, dando todos mis bienes por los otros... Pero
en todo estoy buscándome a mí mismo. Es mi propio
amor lo que pretendo, es mi oración la que despliego,
en un camino de egoísmo espiritual que es
peligroso, destructivo.

Estamos en el centro del misterio cristiano, allí
donde Pablo nos habla de la ley y de la gracia.

--Ley es todo lo que yo realizo con mi esfuerzo, como objeto
de mi propia opción y resultado de mis obras. De
esa forma puedo convertir el amor mismo en ley,
buscándome a mí mismo en el momento de la entrega:
asegurando así mi propia perfección (seguridad)
en una especie de ofrenda que en el fondo es
masoquista.

--Por eso, el verdadero amor sólo se puede
cultivar en ámbito de gracia: allí donde supero el
propio esfuerzo y vengo a situarme en manos del
amor de Dios (y de los hombres). En otras palabras:
tengo que dejarme querer, aprender a ser amado. Y
con esto hemos entrado ya en la crisis.

3. Crisis de amor. Ruptura de niveles

Este es el momento de la cuarta morada (4M),
que nos lleva hasta el lugar de cruce de caminos,
allí donde la acción del hombre que se entrega se
vincula ya a la acción de Dios que viene y nos transforma.

Hasta aquí era primordial la acción del
hombre (eso que Juan de la Cruz ha titulado noche
activa); ahora destaca el momento de pasión, en el
que Dios mismo me cambia con su gracia (esta es ya
noche pasiva).

Hasta aquí actuaba más «el natural», es decir, la
propia naturaleza humana en búsqueda de Dios.
Ahora predomina el aspecto de la gracia: el Dios de
Jesucristo sale a nuestro encuentro y nos renueva
(purifica, transforma) con la misma luz-calor de su
mirada. Hasta ahora parecía que el hombre iba sacando
el agua del misterio con su esfuerzo del profundo
pozo de la vida; ahora es el agua de Dios la
que se expande y brota por sí misma, inundando,
recreando nuestra vida (cf. 4M 2, 3-10).

Hasta ahora pretendíamos tener nuestro contento:
la misma acción virtuosa, el mismo gesto de la
entrega, suscitaba un tipo de satisfacción interior.
Así nos complacían nuestra propia bondad, nuestras
virtudes. Pues bien, de ahora en adelante sólo
nos importa el gusto de Dios: aquel sabor más alto
que Dios mismo nos ofrece en su presencia (cf. 4M 1,
4-14).

Esto significa que se ha dado un cambio de
nivel, como si hubiera cambiado el mismo centro y
eje de la vida: girábamos antes en torno a nuestra vida
personal, de un modo egoísta. Ahora, en cambio, descubrimos
al otros, nos dejamos descubrir por él, de manera que
empezamos a vivir «enamorados», poseídos por el amor,
pero de un modo personal, en liberad acompañada.
Así ponemos en manos del amor (del amigo) nuestra
propia existencia y nos disponemos a caminar
con él, dejando ya que ese camino alumbre la verdad
de mi existencia.

Este es un camino de muerte. Estar enamorado
significa colocarse en manos de otro y ofrecerle la
existencia. Soy como gusano de seda que edifica
con esfuerzo su casita (cf. 2M y 3M), y así muere
dentro de ella, para renacer ya convertido en mariposa.
Así debo morir en el camino: he de borrar mi
propio amor que era egoísta; he de romper las ataduras
que me amarran a las cosas de la tierra, en
actitud de fuerte penitencia (5M 4, 3-7). Sólo de esa
forma puedo colocarme en manos de Dios, para renacer
de una manera que yo mismo ni siquiera sospechaba
(cf. 5M 4, 6-7).

Se vinculan así enamoramiento
y muerte: muero porque estoy enamorado,
porque pongo mi existencia en manos de aquel que
me ha entregado en el camino su existencia.
A través de este ejercicio de pasividad, el alma
«queda como boba» para el mundo, permitiendo
que Dios mismo imprima en ella su sabiduría (5M
1, 4). El alma queda encandilada ante la luz de
Dios, de forma que todas sus potencias (memoria,
fantasía, entendimiento) vienen a «engolfarse» y
desfallecen, pues el mismo Dios actúa a través de
ellas (cf. 5M 1,4-5).

El amor es un encuentro transformante: Dios se
adueña de mi ser, de tal manera que ahora estoy en
él y vivo ya para los otros (cf. 5M 3, 7).

El mismo encuentro con Jesús me ha liberado del antiguo
egoísmo de la vida y ahora puedo vivir en transparencia,
abierto a los hermanos. Así descubro que
Dios se ha apoderado de mi vida, convirtiéndola en
servicio de amor hacia los hombres (cf. 5M 3,9-11).
De esa forma, aquello que podía parecer pasividad
quietista (vivo en Dios, me olvido de los otros) se
convierte en principio de una intensa actividad de
amor gratuito, dirigido hacia los otros: empiezo a
amarles ya con el amor con que Dios ama.

A lo largo de la sexta morada (6M), Teresa va
indicando algunos rasgos de este amor, interpretado
ya en nivel de desposorio: el hombre y Dios se
encuentran vinculados por el Cristo; se han dado
una palabra de amor y se preparan para el matrimonio,
en una especie de ejercicio radical de aprendizaje.
En este plano, el amor es todavía intermitente:
Dios «embiste» sólo a veces, en camino que está
lleno de sorpresas. Por eso, el hombre pierde entonces
su sentido en una especie de salida de sí o arrobamiento:
la presencia de Dios que llama al alma la
despierta, la suspende, de manera que a veces ya no
puede dominarse; por eso pierde pie y parece volar
como perdida, «embobada» en lo divino (cf. 6M 2-
5).

Como he indicado ya, este es un camino de amor
y de muerte. En el proceso de su encuentro con Dios,
el hombre se comporta como un enamorado: muchas
veces ya no duerme, se olvida de comer, pierde
el sentido. Por eso va como alterado, enajenado, soñando
entre las cosas: mira sin ver, actúa como autómata,
ignorando a veces lo que hace. Sólo una
cosa ocupa su interés: la llamada de Dios y su presencia.
Por eso olvida las restantes cosas y vive solamente
atento a la mirada, la voz y la caricia del
amado.

Quien no sepa ver las cosas, pensará que esa persona
está perdida: ha enloquecido y no comprende
lo que hace. Pues bien, en contra de eso, Teresa de
Jesús nos va mostrando la grandeza y perfección
que el hombre alcanza en ese estado: «pierde el seso»,
olvida su razón y no le importan las antiguas
discreciones (cf. 3M); sale fuera de sí mismo y deja
que el amor de Dios en Cristo venga a recrearle, en
camino de pasividad y de enamoramiento.

Esta pasividad es posible porque el hombre ha
descubierto a Dios en Cristo. Teresa ha tenido que
asentarse bien en ese fundamento: los que dejan a
Dios-hombre y buscan el amor en el vacío de un
Dios supraterreno (pura trascendencia, logos puro)
se equivocan y se pierden (cf. 6M 7-9). El amor está
encarnado, y en la carne de Jesús venimos a encontrarle.
De esa forma, este camino de contemplación
ha de entenderse como proceso de unión y comunión
con Dios por Cristo.

5. Matrimonio de amor. Contemplación perfecta

Esta es la séptima morada (7M), que Teresa de
Jesús ha presentado como meta del camino, en matrimonio
espiritual (7M 1, 2-6) o pacto en que Jesús
se ha vinculado para siempre con los hombres. Pues
bien, al llegar a este final, cuando la unión de Dios y
el hombre se ha sellado con firmeza para siempre,
descubrimos que ese mismo Dios presenta rasgos
diferentes o, mejor, complementarios.

Por un lado, Dios se muestra como esposo, como
amigo que ha entregado su vida por los hombres.
Por eso, la oración contemplativa es una especie de
diálogo entre iguales: Dios asume por Cristo nuestra
carne (vida humana), para hablarnos así de carne
a carne, de humanidad a humanidad, de amigo a
amigo.

Dios resulta de tal modo trascendente que
puede silenciar su trascendencia; renuncia ya al dominio,
a la ventaja que le da ser creador y viene a
hacerse sencillamente amigo. En este campo de
amistad, donde Jesús y el hombre pueden dialogar
ya cara a cara, ha situado Teresa el gran misterio
del amor contemplativo. Ambos a dos se miran y
contemplan, ocupado cada uno de las cosas que al
otro le interesan (cf. 7M 2, ls).

La vida es ya amistad, intercambio de amor, de voluntades:
Teresa está ocupada ya en las cosas de Dios; Cristo se ocupa
de las cosas de Teresa. En este matrimonio ya no
existe jerarquía entre los sexos (cf. Gal 3, 28). Dios
ha renunciado a su «poder» divino, para hacerse
algo que es mucho más valioso: amigo de los hombres.

Los hombres renuncian a su propia voluntad
impositiva y egoísta (cf. 2M y 3M), para dejarse así
cambiar y transformar en el amor de lo divino. La
verdad del mundo y de la historia viene a presentarse,
de esa forma, como iniciación al matrimonio:
aprendemos a vivir en gratuidad de amor, para que
el mismo amor de Dios venga a vivir ya con nosotros,
en nosotros.

Al llegar aquí, Teresa de Jesús ha destacado otro
símbolo de amor. Dios se desvela como madre que
nos da su propia vida; de sus pechos abundantes
recibimos leche, el gran amor de la existencia (7M
2, 7). Esta imagen resulta absolutamente significativa.
La tradición bíblica, asumida luego por la iglesia,
ha destacado el carácter paternal (paterno) del
misterio: Dios se manifiesta como Padre trascendente
que nos crea y nos dirige (por su ley) en la
existencia. Pero la misma tradición bíblicocristiana
ha interpretado luego a Dios con símbolos
maternos: como seno del que brota y nace toda vida;
como amor en que nosotros existimos, encontrando
así refugio a todos nuestros males.

Lógicamente, Teresa de Jesús ha resaltado el carácter femenino,
materno, de ese Dios a quien presenta como
«fuente» radical de vida (pecho en que venimos
a mamar y alimentarnos).

De esta forma se vinculan, en clave simbólica
profunda, las dos líneas del misterio y de la contemplación
cristiana.

Por una parte, debemos destacar
al Dios-esposo: es Dios amigo, distinto de nosotros;
por eso nos unimos con él en matrimonio, conservando
cada uno su propia independencia, el valor
de su persona. Si uno absorbiera al otro, cesaría el
amor, acabaría el matrimonio. De esta forma se
destaca eso que podríamos llamar la mística de la
diferencia.

Pero, al mismo tiempo, hallamos al
Dios-madre: es como mar del que proviene nuestra
vida, y nuestra vida como gota pequeña que otra
vez ha de volver al mar inmenso. En esta línea se
destaca eso que podríamos llamar la «mística de la
identificación», que introduce al hombre en Dios,
para ofrecerle allí el descanso, la verdad definitiva.

Hay un tercer símbolo que engloba, en cierto
modo, los dos anteriores: Dios aparece como Trinidad,
familia, en la que el hombre viene a introducirse,
habitando así en el mismo misterio intradivino
(cf. 7M 1, 7; 2, 9). Jesús, que aparecía como esposo/amigo,
ofrece al hombre su propia familia intradivina,
de manera que el orante se introduce dentro
de ella como nuevo miembro de «la casa». El mismo
Dios que aparecía como «madre sustentante» se
presenta así como «lugar de comunión», espacio
donde el mismo encuentro intradivino se expansiona
hacia los hombres, como indica el texto base de
Jn 17, 20-21, que Teresa tiene al fondo de todo este
discurso.

Sólo en esta perspectiva se comprende lo que
implica contemplar para Teresa. No es perderse en
Dios perdiendo así la propia identidad humana.
Tampoco es superar la historia de este mundo para
introducirse, sin imágenes ni formas ni figuras, en
el puro silencio intradivino. En ese aspecto, debemos
superar toda visión de un misticismo trascendente
(sin historia humana, sin figuras personales)
para concentrarnos plenamente en el amor de Jesucristo.

Son contemplativos los cristianos que despliegan
de manera consecuente la exigencia y gracia del
amor a Jesucristo, para traducirla así en urgencia
de amor hacia los hombres. Ellos se saben inmersos
en el mar de gracia de Dios que les sostiene y alimenta
como madre, pudiendo así nacer a la existencia
verdadera, en actitud de amor abierta hacia los
hombres. Con hondura que resulta todavía nueva y
sorprendente, Teresa de Jesús ha interpretado ese
camino de amor contemplativo en clave de amor
interhumano (7M 4). Así confluyen y se juntan los
oficios de María (amor a Dios) y Marta (servicio a
los hermanos).

Procediendo de su fuente maternal (Dios como
madre de pechos abundantes), el amor contemplativo
se traduce en forma de unión matrimonial y
solidaridad fraterna. Estos son los modelos que Teresa
ha conocido y que presenta al final de su camino:
el modelo de amor de los esposos, que ahora son
una expresión y sacramento del amor en que se encuentran
vinculados los hombres entre sí y el mismo
Dios con todos ellos, por medio de Jesús, que es
el amigo universal, escatológico; el modelo del
amor fraterno, simbolizado ya en el gran misterio
trinitario de la familia de Dios que se ha expandido
hacia los hombres.

El contemplativo es, según esto, un hombre de
familia que traduce la hondura de su amor a Dios en
clave de amor a los hermanos: hombre que sabe
amar y ser amado, traduciendo la aventura de su
encuentro religioso en aventura siempre nueva y
siempre creadora de amor hacia los hombres.

Este amor interhumano viene a interpretarse en clave de
servicios (como sabe Mt 25, 31-46 y 7M 4, 5-9); pero
se trata de un servicio que no puede cerrarse en las
necesidades materiales (agua, pan, vivienda), sino
que ha de asumir al hombre entero, con todos sus
problemas afectivos, sociales, culturales.

En este aspecto, y destacando el carácter circular (inclusivo)
del discurso de Teresa de Jesús, debiéramos volver
de nuevo a la primera morada (1M). Los hombres
se encontraban allí en campo de lucha, enfrentados,
divididos por la hacienda, honra y contentos
de este mundo. Pues bien, desde el final de ese camino,
pudiéramos decir: será contemplativo quien
consiga invertir aquel estado, viviendo ya en amor,
en servicio a los demás y gozo compartido entre todos
los hermanos.

APLICACIÓN

• Destacar la unión entre lo activo y lo pasivo. La vida
es camino que nosotros realizamos; por eso, la misma
búsqueda de Dios implica una «determinada determinación
» de ponerse a su servicio. Pero, al mismo tiempo, la
vida es un camino que Dios va realizando en nosotros;
por eso es necesario que aprendamos a «dejarnos querer»
(por Dios y por los hombres). Este ejercicio de pasividad
(dejarse amar) es elemento principal de todo el proceso
contemplativo.

• Destacar la unión entre amor a Dios y amor al prójimo.
Como presupone el desarrollo precedente, los «grados
de amor a Dios» se vienen a expresar ya como «grados
de amor hacia los hombres». Eso significa que debemos
fijarnos bien en eso que pudiéramos llamar mística
de amor interhumano: la purificación del corazón y de la
mente en el amor hacia los otros.

• Destacar la unión entre vida contemplativa y vida activa.
Se han solido distinguir las vocaciones a la vida activa
(servicio en el mundo) y la contemplativa (vinculada a
la clausura). Nuestro tema implica que las dos están unidas,
al menos de manera originaria. Ver cómo se implican
esos dos momentos en nuestra vida personal y en la
vida de nuestras comunidades catequéticas, sociales, parroquiales,
de base, etc.

LECTURAS

Sobre interioridad, oración de Jesús y meditación hay
ya bibliografía en temas 4, 12 y 14. Aquí destacamos el
modelo teresiano de contemplación. Bibliografía extensa
sobre el tema en T. Polo, Bibliografía teresiana: Comunidades
34-35 (1981); y IV centenario de la muerte de Sta.
Teresa de Jesús. Bibliografía teresiana (1981-1983): Comunidades
42 (1983).

T. Alvarez y J. Castellano, Teresa de Jesús, enséñanos a
orar. Monte Carmelo, Burgos 1981.

J. Arintero, Unidad y grados de la vida espiritual según Las
Moradas de Santa Teresa. San Esteban, Salamanca
1923.

N. Caballero, El camino de la libertad, V. La contemplación.
Edicep, Valencia 1979.

S. Castro, Cristología teresiana. Ed. Espiritualidad, Madrid
1978. Id., Los cristianos según santa Teresa. Ed. Espiritualidad,
Madrid 1981.

M. Herraiz, Sólo Dios basta. Claves de la espiritualidad
teresiana. Ed. Espiritualidad, Madrid 1981.
Id., La oración, historia de amistad. Ed. Espiritualidad,
Madrid 1982.

W. Johnston, El ciervo vulnerado. El misticismo cristiano
hoy. Paulinas, Madrid 1986.

L. Maldonado, Experiencia religiosa y lenguaje en Santa
Teresa. PPC, Madrid 1982.

Th. Merton, Ascenso a la verdad. Sudamericana, Buenos
Aires 1954.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha encantado el modo de presentar las Moradas... Creo que cuando vuelva a leerlas me servirá como una guía de lectura para entenderlas mejor y como más actualizadas... A la bibliografía añadiría el cuadernillo de Cristianismo y Justicia de González Faus: "contemplativos en la relación" A mi entender, aterriza magistralmente la contemplación en la relación y el servicio a los hermanos.