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sábado, 3 de septiembre de 2011

XXIII Domingo del T.O. (Mt 18,15-20) - Ciclo A: ATAR Y DESATAR



No es extraño dar la mano a alguien y que, de propina, se tome también el pie. Lo que se dice "hacer de su capa un sayo", ser un simple ciudadano de a pie que lleva capa y autoconvertirse en un militar con sayo, con la consiguiente fuerza y mando, es una realidad que, por desgracia, experimentamos frecuentemente. Hay en el corazón humano un secreto deseo de poderío al acecho de la primera oportunidad para ejercer. Para dominar al otro, cada uno se reviste de una cierta autoridad; cuanto mayor y más incontestable sea ésta, mayor será la capacidad de dominación que desarrolle.
De entre todas las dominaciones, hay una -¿la más peligrosa y temible?- que se ejerce en nombre de Dios, actuando directamente sobre la conciencia de los individuos. Esta puede llegar a anular a las personas, haciendo de ellas muñecos de goma, fácilmente manejables y movibles, vilanos llevados por el viento del poder religioso, adultos condenados a ser perennemente niños.
En nombre de Dios y bajo el signo de la Cruz, Constantino venció a Majencio junto al Puente Milvio. La cruz, símbolo de la mayor debilidad, se convierte con él en estandarte militar, alarido guerrero de muerte.
Los cruzados, impulsados por la jerarquía religiosa y al grito de "Dios lo quiere", llegaron hasta Oriente, con la cruz en mano como arma, para conservar -muchas veces matando- los lugares que pisó Jesús nazareno el pacificador.
La Inquisición nacería más tarde para mantener bajo control con amenaza de hoguera, en nombre de Dios, a todos los librepensadores disidentes y discordantes del tiempo, algunos de ellos tal vez profetas subversivos de una abusiva dominación religiosa.
En nombre de Dios, Pío IX condenó el modernismo de un mundo que se abría a la libertad y al progreso y, con él, al filósofo alemán Frohschanuner por "conceder a la misma razón tal libertad de opinar de todo y atreverse a todo, que quedan suprimidos los derechos, el deber y la autoridad de la Iglesia misma" (Denzinger 1667-68).
La Iglesia, con su poder divino, por encima de la razón y de la libertad de opinión. En nombre de Dios, se ha amilanado al pueblo cristiano durante siglos, intimidándolo con las penas de un infierno inextinguible. No usemos el nombre de Dios en vano.
Y todo ello se hacia basándose en el "poder de atar y desatar" que Jesús concedió a sus discípulos: "Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo".
Sacada de contexto, esta frase de Jesús ha dado pie a innumerables abusos históricos por parte de la jerarquía eclesiástica. Un poder que reside en la comunidad, se ha ejercido sólo por los jerarcas. Un poder limitado al caso en que haya que excluir ( = atar) o admitir (desatar) de la comunidad a uno de sus miembros que la ha ofendido, se ha interpretado como poder de atar y desatar en cualquier campo o materia, incluso no religiosa. Poder de atar y desatar la conciencia y en conciencia. Poder tan absoluto no concedió Jesús a nadie, ni siquiera él mismo lo ejerció.
Lo suyo era más bien desatar, liberar, dar vida. Desaté al paralítico del lecho y del pecado, a los locos de sus demonios, a los enfermos de sus dolencias, al pueblo del yugo de la ley. Incluso libró de su sentencia a la adúltera, condenada a muerte legal: "Vete y no peques más". De atar, Jesús entendió poco. A todos invitaba: "si quieres.." dejando siempre libre a cada uno para seguir el dictamen de su conciencia. No hay nada más grande en el orden humano que la libertad de actuar en conciencia. Ante ella, todo poder debe doblegarse.

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