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sábado, 3 de septiembre de 2011

XXIII Domingo del T.O. (Mt 18,15-20) - Ciclo A: LEY Y AMOR



Pocas cosas hay en el Nuevo Testamento tan claras como ésta: no hay más ley que el amor (si es que al amor se le puede llamar ley). Y pocas cosas hay más claras en la vida de la Igle­sia que ésta: la abundancia de leyes es signo de escasez en el amor.

LEY Y ORDEN

La convivencia colectiva sería verdaderamente difícil si de la noche a la mañana dejase de ser obligatorio el cumplimiento de las leyes. Pero, siendo esto cierto, ¡cuántas aberraciones se han justificado siempre y se siguen justificando legalmente! La guerra, la carrera de armamentos, la acumulación de la ri­queza en manos de unos pocos individuos o en poder de pocos pueblos...; las cruzadas, la santa Inquisición...; el hambre, la esclavitud, la pena de muerte... Y si alguna vez han estor­bado las leyes para conseguir determinados objetivos de inte­rés para los poderosos..., ¿ será suficiente para saber qué su­cede en estos casos recordar el comportamiento del gobierno norteamericano violando las leyes internacionales y las propias leyes de su país en su agresión a Nicaragua y observar cómo la mayoría de los países llamados democráticos justifican esa actitud o simplemente se callan?

Las leyes son necesarias en esta sociedad, pero ¿es ésta la única organización social posible?


SE ACABO LA LEY

En tiempo de Jesús las cosas eran muy parecidas, pero además todas las leyes se justificaban diciendo que provenían de Dios. Así se hacía a Dios culpable de todas las injusticias que los poderosos legalizaban. Pablo de Tarso, que había pa­sado gran parte de su vida obsesionado por el cumplimiento de las leyes -había sido un fanático fariseo-, cuando conoció el mensaje de Jesús se dio cuenta de lo importante que era para la felicidad del hombre la liberación de la Ley que Jesús ofrecía a sus seguidores; y entre lo mejor de sus enseñanzas se encuentra todo lo que se refiere a la libertad cristiana. La Ley, dice Pablo, nos hace esclavos, nos mantiene en un estado de infantilidad que debe quedar superado por la fe en Jesús, el Mesías: «Antes de que llegara la fe estábamos custodiados por la Ley, encerrados esperando a que la fe se revelase. Así la Ley fue nuestra niñera, hasta que llegase el Mesías y fuésemos re­habilitados por la fe. En cambio, una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos a la niñera... » (Gál 3,23-25). Jesús, dice Pablo, nos ha liberado de la Ley. ¡Y se está refiriendo a la Ley de Dios!

Jesús, insiste Pablo en la misma carta, dio su vida para hacer posible la libertad de los hombres, y si para estar a bien con Dios es necesario someterse de nuevo a la Ley, «entonces en balde murió el Mesías» (Gál 2,21). Todo esto lo sintetiza Pablo en la frase que encabeza este párrafo. Para Pablo, según esta frase, el cristiano es el que ha sido llamado por Dios a la libertad y ha aceptado esa llamada, aquel cuya vocación con­siste en ser libre.


EL ORDEN DEL AMOR

Entonces, si somos libres, ¿todo nos está permitido?

Los que han sido liberados del dominio de la Ley son aquellos que han aceptado la fe en Jesús, se comportan según los impulsos del Espíritu (Gál 5,18) y, por tanto, han hecho suyo el proyecto de convertir este mundo en un mundo de hermanos. Por eso la cuestión no es silo que podemos hacer está o no está permitido; lo que importa saber es qué es aque­llo que de verdad conviene a la vocación que hemos aceptado, qué es lo que puede hacer posible que se realice el ideal en el que nosotros hemos puesto nuestra fe: se trata de construir una fraternidad universal, conseguir la felicidad propia traba­jando por la felicidad de los demás. Y eso sólo se consigue mediante la práctica del amor. Y es que los que por la fe en Jesús han sido liberados de la esclavitud de la Ley han sido liberados también de la esclavitud del egoísmo (Gál 5,13-18).

Es cierto que este modo de actuar es poco eficaz en polí­tica; y ni Jesús ni Pablo pretenden aplicar este modo de vida a la organización del Estado como un proyecto político más. Este es un proyecto para la organización interna de la comu­nidad cristiana, la cual deberá influir en la transformación de la sociedad, en cuanto tal comunidad cristiana, actuando como levadura en la masa, mostrando con los hechos de su propia existencia que es posible un modo de vivir alternativo al que nos ofrece el orden este, demostrando con los hechos que el hombre no es un lobo para el hombre y que es posible vivir sin leyes cuando manda el amor.

Si que nos servirá este proyecto de vida como elemento de juicio sobre las leyes humanas, tanto las de la sociedad civil como las de la Iglesia: las leyes civiles serán más o menos aceptables para un cristiano en tanto en cuanto ayuden a la sociedad a caminar en la dirección de una mayor libertad, jus­ticia e igualdad; en la medida en que se aproximen al ideal de un mundo de hermanos. La existencia de leyes eclesiásticas siempre será un reconocimiento de la inmadurez de nuestra fe; y sería inaceptable la existencia de leyes eclesiásticas que pudieran ser contrarias a la libertad o al amor.

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