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jueves, 29 de septiembre de 2011

XXVII Domingo del T.O. (Mt 21,33-43) - Ciclo A: Cuando venga el dueño de la viña



En una época todavía no muy lejana la célebre secuencia de Tomás de Celano, «Dies irae, dies illa» encogía el ánimo de los asistentes al oficio de difuntos: «Día de cólera aquel día... en que el mundo quedará reducido a cenizas ...¡Qué terror se apoderará de nosotros cuando se presente el Juez!» Durante mucho tiempo este lenguaje y estas imágenes tenebrosas han alimentado una «pastoral del miedo», que difícilmente ayudaba a despertar la confianza en Dios. Hoy, por el contrario, apenas se predica ya sobre el Juicio final, tal vez porque no se sabe exactamente cómo hacerlo.

Lo primero que hay que decir es que sólo se puede hablar del juicio de Dios a partir de su amor, nunca fuera de este amor. Por eso, el juicio de Dios no tiene nada que ver con el juicio de los hombres. Obedece a otra lógica porque el juicio de Dios no es sino la manifestación de su amor, su victoria definitiva sobre el mal.

Por eso hay que entender bien lo que dice la Biblia sobre la «cólera de Dios». Esta cólera divina no tiene como objetivo destruir al ser humano. Al contrario, sólo se despierta para destruir el mal que hace daño al hombre. Dios es amor, y no cólera. La cólera no es sino la reacción del amor de Dios que sólo busca y quiere el bien y la dicha definitiva del ser humano.

Un Dios que abandonara para siempre la historia humana en manos del mal y la injusticia, que no reaccionara ante la mentira y la ambigüedad que lo envuelven todo, que no restableciera la paz y la verdad, no sería un Dios Amor. El juicio es necesario para comprender el amor de Dios. Un juicio no contra del ser humano, sino contra aquello que va contra él.

Por eso, el juicio de Dios es una Buena Noticia para quienes quieren de verdad el bien y la felicidad total del ser humano. Un juicio que no se parece en nada a los tribunales humanos porque nace no de la acusación sino de su amor salvador. Un juicio que nos liberará para siempre de nuestra impotencia contra el mal y de nuestra complicidad con él.

En esto consiste el núcleo de la fe cristiana: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La última palabra de Dios sobre la historia no puede ser sino una palabra de gracia. El juicio pondrá al descubierto la verdad de nuestras vidas y la profundidad real del mal, pero también la inmensidad del amor infinito de Dios. Para ello, ante el Juicio final la reacción más cristiana no es el miedo irracional e insano, sino el reconocimiento de nuestro pecado y la confianza en el perdón de Dios. A ello nos invita la parábola de los viñadores homicidas.

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