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viernes, 13 de enero de 2012

Comentario al Evangelio del Domingo 15 de Enero del 2012


Por José María Vegas, cmf
Publicado en Ciudad Redonda

Vieron dónde vivía

«Me preguntan sin cesar: “¿Dónde está tu Dios?”» Estas palabras del salmo 42 expresan muy bien un rasgo propio de nuestra cultura contemporánea. Parece que se ha perdido de vista a Dios, y las personas que todavía seguimos afirmando nuestra fe en Él nos encontramos continuamente cuestionadas: «¿Dónde está vuestro Dios?» Y no siempre sabemos bien qué contestar, en qué dirección indicar. Como en tiempos de Samuel, pudiera parecer que también en nuestro tiempo se ha hecho rara la Palabra del Señor (1 Sam 3, 1). Y los argumentos más o menos teóricos a favor de la existencia de Dios apenas mueven a nadie. Por mucha validez que esos argumentos puedan tener (que la tienen, y más de la que a veces se quiere reconocer), es verdad que por sí solos no sirven para fundar una experiencia religiosa. Y menos aún una experiencia religiosa cristiana. Porque esta es la cuestión decisiva sobre la que la Palabra de Dios llama hoy nuestra atención: convencernos de que Dios habita entre nosotros, de que se ha hecho cercano con la cercanía de la carne, y está pasando junto a nosotros. Ante la pregunta desafiante «¿Dónde está tu Dios?», Juan nos ofrece hoy una respuesta chocante y atrevida, pero que es la única definitivamente válida, la que los cristianos tenemos que dar: «Éste es el Cordero de Dios» mientras señalamos a Jesús que pasa. Dios no está sólo en el Cielo, sino que está también entre nosotros, caminando por nuestras calles y plazas. Y nosotros, que nos decimos creyentes, tenemos que aprender a reconocerlo mientras pasa.
Hoy Juan cumple su misión llevándola hasta el final, cuando remite a sus propios discípulos a Aquel que es mayor que él, y ante el que él tiene que ceder y hacerse pequeño. Las postreras palabras proféticas de Juan señalan a Jesús no sólo como el Mesías, sino como el “Cordero de Dios”, con lo que da ya a entender el sentido sacrificial y no triunfante de este mesianismo. Este detalle nos hace entender por qué es tan difícil escuchar las palabras de los profetas auténticos, que nunca nos regalan los oídos; pero también por qué es tan importante prestarles atención: sin ellos no nos sería posible (o, al menos, nos resultaría muy difícil) discernir la presencia del Señor, descubrir su Palabra. Estas mediaciones son imprescindibles y no siempre dependen de la calidad moral o de la santidad del mediador: El poco ejemplar Elí hace de mediador para Samuel, igual que el mayor de entre los nacidos de mujer, el irreprochable profeta Juan, hace de mediador para Andrés y el otro discípulo (que solemos identificar con el discípulo amado, aunque el texto nada diga al respecto). En el inicio del ministerio de Jesús, al comienzo de este tiempo litúrgico ordinario, Eli y Juan nos invitan a meditar sobre el papel mediador de los que nos han ayudado a creer, también sobre el necesario papel mediador de la Iglesia, que no podemos juzgar (aceptar o rechazar) sólo por la calidad moral de sus representantes, si bien esa calidad es ciertamente de gran ayuda.
Ahora bien, la mediación de profetas y sacerdotes no debe sustituir la experiencia propia. Andrés y el otro discípulo, tras escuchar a Juan, se van en pos del Maestro y le preguntan dónde vive; quieren establecer con él un contacto personal, entablar una relación de tú a tú. En el camino de la fe no podemos contentarnos con vivir de las rentas o de las migajas de la experiencia ajena. Esto es muy frecuente por desgracia: vivir parasitariamente de la fe y del compromiso de otros, que damos por supuestos, incluso por buenos, a los que acudimos de cuando en cuando, en momentos puntuales, cuando nos conviene y nos hace falta (ya se sabe, bautizos, bodas y funerales), pero sin buscar la experiencia propia, el encuentro personal, la relación directa con Aquél que ha venido a nuestro espacio y nuestro tiempo, que vive entre nosotros y es accesible a todos los que lo quieran encontrar. Como quisieron Andrés y el otro discípulo, que se fueron siguiendo a Jesús.
El Evangelio de hoy nos da a entender lo importante que es el ver y el mirar: Juan “se fijó” en Jesús, éste les dice a los discípulos “venid y veréis”, ellos fueron y “vieron”, Jesús se “quedó mirando” a Pedro. El ver, mirar, fijarse habla precisamente de una experiencia propia, directa, que cada uno tiene que hacer; el contacto es tan importante como los contenidos de la conversación, o más, pues la palabra requiere el “estar-con”, que es la esencia de la vida cristiana.
Y este mismo texto nos sugiere que es necesario y urgente tomar una decisión. La hora del encuentro, la hora décima, las cuatro de la tarde, nos habla de un día que todavía da de sí, pero que empieza a declinar: tenemos tiempo para seguir, interrogar, ir, ver y estar con el Maestro, pero no podemos dejar escapar la oportunidad, no podemos dejarlo “para más tarde”, pues después será ya “demasiado tarde”, se hará de noche. Jesús pasa, está en camino, no se detiene (más que si lo seguimos y le pedimos quedarnos con él). Mirando el texto evangélico a la luz de la primera lectura podemos entender que Jesús pasa llamando (es él quien llama), y que la pregunta de los discípulos (“¿dónde vives?”) tiene el mismo sentido que la respuesta de Samuel: “habla Señor, que tu siervo escucha”.
Esta apertura es fundamental en la relación con Dios: cuando vamos a donde vive Jesús, Él mismo empieza a vivir en nosotros: su Palabra se aloja en nosotros, nos hace templos de su presencia cercana, santuarios del Espíritu Santo. Pablo nos enseña hoy que esa cohabitación nuestra con Jesús y de Jesús y su Espíritu en nosotros no es compatible con cualquier forma de vida, con cualquier comportamiento. Es contradictorio vivir con Jesús, allí donde Él vive, como él, el Cordero de Dios que entrega su vida por amor, y, al mismo tiempo, vivir de manera egoísta, para sí, como “nos da la gana”, tal vez manipulando a los demás según nuestros antojos (que ese es el sentido de la fornicación). Si hemos visto dónde vive Jesús y nos hemos quedado con él, hemos de vivir como Jesús, para los demás, dando la vida; y ahí encontramos el sentido profundo, oblativo, auténtico y más hermoso también de la sexualidad vivida desde la fe en Cristo.
Por fin, cuando vamos a dónde está y vive Jesús y permanecemos con Él, y dejamos que habite en nosotros, nos convertimos nosotros mismos en profetas, mediadores y apóstoles que anuncian lo que han visto y oído, y llevan a los demás (a sus hermanos) a Jesús, para que también ellos puedan hacer la experiencia personal del encuentro con el Maestro, para que puedan ser objeto de la mirada de Jesús, de modo que él mismo les revele, como hoy a Pedro, su auténtica identidad y su vocación.

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