Por La Columna Dominical
de Maria Dolores Mendez Mora
de Maria Dolores Mendez Mora
Permítanme comenzar dándoles a conocer, aunque sólo sea someramente, el testimonio del sacerdote colombiano Leonel Narváez, fundador en su país de las “Escuelas de perdón y reconciliación”. Destaco algunos puntos de la conversación que sostuvo con Joseba Ossa y Koldo Aldai, del equipo Atrio, en Melbourne el 10 de marzo de 2010 (www.atrio.org).
A quienes son víctimas de un desatino, se les ofrecen dos posibilidades: Quedarse en el abismo o dar un salto enorme de calidad en su vida, elevándose a las dimensiones de la bondad, de la compasión, de la ternura y de la misericordia.
Decía el obispo sudafricano Desmond Tutu que sin perdón no hay futuro. La persona que se queda atada al pasado, se cierra a un mañana de liberación. Los colectivos que han sufrido la exclusión (de género, religiosa, económica, política, social) han de generar narrativas de futuro. Hay que revisar un folclore (danzas, cuentos, cantos…) anclado en el pasado; lo mismo se diga de leer la historia como epopeya o leyenda heroica. Las mitologías de semidioses no son la historia verdadera de los hombres.
Hay que atender también a los factores subjetivos que puedan hacer perdurar la violencia, como es el caso de la rabia o el rencor (el rencor es rabia acumulada a lo largo del tiempo) o el deseo de venganza o revanchismo, que es el resultado de todo eso.
Para resolver un conflicto, los componentes básicos pudieran ser la verdad, la justicia y la reparación. A menudo, por tratarlo sólo superficialmente, el conflicto no se resolverá. Las personas quedan con un resentimiento, con el virus del odio y el rencor, en tanto en cuanto no se agota la rabia acumulada.
El perdón no es un ejercicio fácil, pero constituye la base de la nueva cultura que la humanidad está llamada a abrazar. Nelson Mandela es el ejemplo preclaro para el mundo.
La filósofa alemana Hannah Arendt, en su libro La condición humana, afirma que el perdón no es sólo un recurso religioso, sino sobre todo una virtud política. Ella aborda la necesidad que tenemos todos, en tanto que seres limitados y frágiles, a menudo equivocados, de ayudarnos los unos a los otros para ser reintegrados cada vez que cometemos un error. Como decía Gandhi, de seguir con la teoría del ojo por ojo nos quedaremos todos ciegos.
No hay reconciliación sin perdón. El perdón es el camino y la reconciliación el punto de llegada. Puede haber perdón sin reconciliación. El perdón, en este caso, representaría la transformación de mis narrativas, mis acontecimientos personales, yo conmigo mismo… sin embargo, la reconciliación es un camino hacia el ofensor. La reconciliación sólo es posible cara a cara.
El perdón es una virtud política: “Justicia no es castigar, sino recuperar al ofensor”. La fuerza de un Estado no radica tanto en las armas, sino en la capacidad de reconciliación de su gente.
Este es el testimonio del Padre Leonel Narváez.
Miércoles de Ceniza es un día para el perdón y la reconciliación. Deseado por un Dios profundamente “humano”, el encuentro con la misericordia se nos ofrece en Jesús. Lo primero, hemos de escuchar al Amado que anuncia y nos llama: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Pongámonos a la escucha del Espíritu que nos habla al corazón y actúa en nosotros, haciéndonos capaces de consentir y creer en la Verdad. Nos dice san Pablo: “En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!” (2 Cor 5,20).
La reconciliación es el sacramento del encuentro con Cristo. A la Iglesia se le encargó este ministerio, prestar este servicio: socorrer nuestra debilidad para que podamos encontrarnos con el Padre Dios y con los hermanos; que seamos recreados como criatura nueva en la fuerza del Espíritu. Celebramos el sacramento de la conversión que expresa el arrepentimiento e invoca el perdón de Dios.
Practicar la confesión no es solamente decir los pecados al confesor. La confesión que hemos hacer para vivir plenamente la reconciliación tiene un triple significado: es confesión de alabanza (“confessio laudis”), por la que hacemos memoria del amor divino y reconocemos sus signos en nuestra vida; es confesión del pecado (“confessio peccati”), con un corazón humilde y arrepentido, comprendemos nuestra culpa; la confesión de fe (“confessio fidei”), por la que nos abrimos al perdón que libera y salva.
La penitencia es un “regreso a casa”. Tomar conciencia de nuestro exilio, nuestra lejanía del amor del Padre. Dolerse por haber rechazado su amor, por haber roto la alianza con el Señor. El pecado nos desarraiga de nuestra morada, que es la casa del Padre. Con la humildad de saber que ya no merecemos ser llamados “hijos”, poder atrevernos a llamar a su puerta. Descubrir entonces que, desde hacía mucho, él oteaba el horizonte porque esperaba nuestro retorno. Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce de modo totalmente nuevo en la condición de hijos, ofrecida por la alianza sellada con la sangre del Cordero.
Hoy comienza la Cuaresma. Con el signo de la ceniza, emprendemos el camino hacia la Pascua, la Resurrección de Cristo. Jesús, en el Evangelio (que es parte del Sermón de la Montaña), interioriza las prácticas religiosas y penitenciales del judaísmo: la limosna ha de ser oculta; el ayuno, gozoso; y la oración, humilde. “Y el Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
La limosna podríamos traducirla por caridad, solidaridad, asistencia, voluntariado, es decir, todas las formas posibles de ayuda al necesitado. Jesús nos enseña el estilo propio de hacer caridad: en secreto, sin ostentación alguna, buscando únicamente complacer a Dios y cumplir su voluntad en el mundo.
La oración, es decir, nuestra ligazón con Dios. Desde la oración pública o liturgia y la privada e íntima, hasta las formas de religiosidad popular. Lo que cuenta es el verdadero encuentro con Dios Padre en la intimidad del corazón.
El ayuno, o sea, todo lo que implica renuncia a uno mismo, desprendimiento de sí y, de esta manera, poder estar disponibles para Dios y para el prójimo. Asumir sacrificios y molestias cotidianas de la vida, actuar con decisión y coraje en las pruebas, luchar contra las tentaciones… Lo que importa es el gozo espiritual con que se afrontan todas estas situaciones, una alegría que repercute en la actitud y el comportamiento para con Dios y para con los demás.
Las tres direcciones resumen toda nuestra existencia: de cara a nosotros mismos, ganamos en autocontrol; de cara a Dios, nos abrimos a Él reconociéndolo como lo máximamente importante en nuestro programa de vida; de cara a los demás, profundizamos en la caridad fraterna.
El fenómeno de mundialización reclama una reconciliación permanente, en constante reciclaje. Los hombres, la comunidad humana, no se reconcilian de una vez para siempre, sino que necesitan mantenerse en actitud constante de reconciliación. Para tener una actitud de reconciliación se requiere haberla practicado en muchas diferentes ocasiones, sin jamás cansarse.
Celebramos un amor que vence a las cenizas. El camino cuaresmal está aquí para ir descubriendo el misterio de un Dios que se hizo hombre, que asumió nuestra condición frágil y mortal. Lo que más nos duele, lo que nos resulta insoportable, la incomprensión que podamos sufrir y nos agobia en el corazón… son las cenizas de la vida. Se nos da la posibilidad de recuperar lo único trascendente y que tiene valor: el amor que Dios ha depositado en ti y en mí, y que hace que lo carnal (nuestras debilidades y paradojas) sí tenga sentido, porque es la misma carne de Jesús, carne llagada pero glorificada.
A quienes son víctimas de un desatino, se les ofrecen dos posibilidades: Quedarse en el abismo o dar un salto enorme de calidad en su vida, elevándose a las dimensiones de la bondad, de la compasión, de la ternura y de la misericordia.
Decía el obispo sudafricano Desmond Tutu que sin perdón no hay futuro. La persona que se queda atada al pasado, se cierra a un mañana de liberación. Los colectivos que han sufrido la exclusión (de género, religiosa, económica, política, social) han de generar narrativas de futuro. Hay que revisar un folclore (danzas, cuentos, cantos…) anclado en el pasado; lo mismo se diga de leer la historia como epopeya o leyenda heroica. Las mitologías de semidioses no son la historia verdadera de los hombres.
Hay que atender también a los factores subjetivos que puedan hacer perdurar la violencia, como es el caso de la rabia o el rencor (el rencor es rabia acumulada a lo largo del tiempo) o el deseo de venganza o revanchismo, que es el resultado de todo eso.
Para resolver un conflicto, los componentes básicos pudieran ser la verdad, la justicia y la reparación. A menudo, por tratarlo sólo superficialmente, el conflicto no se resolverá. Las personas quedan con un resentimiento, con el virus del odio y el rencor, en tanto en cuanto no se agota la rabia acumulada.
El perdón no es un ejercicio fácil, pero constituye la base de la nueva cultura que la humanidad está llamada a abrazar. Nelson Mandela es el ejemplo preclaro para el mundo.
La filósofa alemana Hannah Arendt, en su libro La condición humana, afirma que el perdón no es sólo un recurso religioso, sino sobre todo una virtud política. Ella aborda la necesidad que tenemos todos, en tanto que seres limitados y frágiles, a menudo equivocados, de ayudarnos los unos a los otros para ser reintegrados cada vez que cometemos un error. Como decía Gandhi, de seguir con la teoría del ojo por ojo nos quedaremos todos ciegos.
No hay reconciliación sin perdón. El perdón es el camino y la reconciliación el punto de llegada. Puede haber perdón sin reconciliación. El perdón, en este caso, representaría la transformación de mis narrativas, mis acontecimientos personales, yo conmigo mismo… sin embargo, la reconciliación es un camino hacia el ofensor. La reconciliación sólo es posible cara a cara.
El perdón es una virtud política: “Justicia no es castigar, sino recuperar al ofensor”. La fuerza de un Estado no radica tanto en las armas, sino en la capacidad de reconciliación de su gente.
Este es el testimonio del Padre Leonel Narváez.
Miércoles de Ceniza es un día para el perdón y la reconciliación. Deseado por un Dios profundamente “humano”, el encuentro con la misericordia se nos ofrece en Jesús. Lo primero, hemos de escuchar al Amado que anuncia y nos llama: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1,15). Pongámonos a la escucha del Espíritu que nos habla al corazón y actúa en nosotros, haciéndonos capaces de consentir y creer en la Verdad. Nos dice san Pablo: “En nombre de Cristo les suplicamos: ¡reconcíliense con Dios!” (2 Cor 5,20).
La reconciliación es el sacramento del encuentro con Cristo. A la Iglesia se le encargó este ministerio, prestar este servicio: socorrer nuestra debilidad para que podamos encontrarnos con el Padre Dios y con los hermanos; que seamos recreados como criatura nueva en la fuerza del Espíritu. Celebramos el sacramento de la conversión que expresa el arrepentimiento e invoca el perdón de Dios.
Practicar la confesión no es solamente decir los pecados al confesor. La confesión que hemos hacer para vivir plenamente la reconciliación tiene un triple significado: es confesión de alabanza (“confessio laudis”), por la que hacemos memoria del amor divino y reconocemos sus signos en nuestra vida; es confesión del pecado (“confessio peccati”), con un corazón humilde y arrepentido, comprendemos nuestra culpa; la confesión de fe (“confessio fidei”), por la que nos abrimos al perdón que libera y salva.
La penitencia es un “regreso a casa”. Tomar conciencia de nuestro exilio, nuestra lejanía del amor del Padre. Dolerse por haber rechazado su amor, por haber roto la alianza con el Señor. El pecado nos desarraiga de nuestra morada, que es la casa del Padre. Con la humildad de saber que ya no merecemos ser llamados “hijos”, poder atrevernos a llamar a su puerta. Descubrir entonces que, desde hacía mucho, él oteaba el horizonte porque esperaba nuestro retorno. Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce de modo totalmente nuevo en la condición de hijos, ofrecida por la alianza sellada con la sangre del Cordero.
Hoy comienza la Cuaresma. Con el signo de la ceniza, emprendemos el camino hacia la Pascua, la Resurrección de Cristo. Jesús, en el Evangelio (que es parte del Sermón de la Montaña), interioriza las prácticas religiosas y penitenciales del judaísmo: la limosna ha de ser oculta; el ayuno, gozoso; y la oración, humilde. “Y el Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”.
La limosna podríamos traducirla por caridad, solidaridad, asistencia, voluntariado, es decir, todas las formas posibles de ayuda al necesitado. Jesús nos enseña el estilo propio de hacer caridad: en secreto, sin ostentación alguna, buscando únicamente complacer a Dios y cumplir su voluntad en el mundo.
La oración, es decir, nuestra ligazón con Dios. Desde la oración pública o liturgia y la privada e íntima, hasta las formas de religiosidad popular. Lo que cuenta es el verdadero encuentro con Dios Padre en la intimidad del corazón.
El ayuno, o sea, todo lo que implica renuncia a uno mismo, desprendimiento de sí y, de esta manera, poder estar disponibles para Dios y para el prójimo. Asumir sacrificios y molestias cotidianas de la vida, actuar con decisión y coraje en las pruebas, luchar contra las tentaciones… Lo que importa es el gozo espiritual con que se afrontan todas estas situaciones, una alegría que repercute en la actitud y el comportamiento para con Dios y para con los demás.
Las tres direcciones resumen toda nuestra existencia: de cara a nosotros mismos, ganamos en autocontrol; de cara a Dios, nos abrimos a Él reconociéndolo como lo máximamente importante en nuestro programa de vida; de cara a los demás, profundizamos en la caridad fraterna.
El fenómeno de mundialización reclama una reconciliación permanente, en constante reciclaje. Los hombres, la comunidad humana, no se reconcilian de una vez para siempre, sino que necesitan mantenerse en actitud constante de reconciliación. Para tener una actitud de reconciliación se requiere haberla practicado en muchas diferentes ocasiones, sin jamás cansarse.
Celebramos un amor que vence a las cenizas. El camino cuaresmal está aquí para ir descubriendo el misterio de un Dios que se hizo hombre, que asumió nuestra condición frágil y mortal. Lo que más nos duele, lo que nos resulta insoportable, la incomprensión que podamos sufrir y nos agobia en el corazón… son las cenizas de la vida. Se nos da la posibilidad de recuperar lo único trascendente y que tiene valor: el amor que Dios ha depositado en ti y en mí, y que hace que lo carnal (nuestras debilidades y paradojas) sí tenga sentido, porque es la misma carne de Jesús, carne llagada pero glorificada.
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