La fe en la Resurrección de la carne no es una mera variante de la creencia en la inmortalidad del alma, aunque, sutilezas metafísicas aparte, no se trate de posiciones contradictorias o incompatibles. Queremos decir que la fe en la Resurrección de la carne no es la simple creencia en que la vida “continua después de la muerte”. No se trata sólo de un “continuar”, de una mera prolongación de esta vida terrena, por lo menos “del alma”, esto es, de una parte de nuestro ser. Digamos que esta creencia, expresada de modos muy diversos (de los más ingenuos a los más sutiles) en las diversas cosmovisiones filosóficas y religiosas, y apoyada en diversidad de argumentos (para los que los adversarios de la misma encuentran argumentos de peso en sentido contrario), no puede evitar nuestra impotencia total ante la muerte, ni despejar el interrogante sobre cómo nos será posible a nosotros, tan débiles, superar al trance de la muerte y salir airosos del mismo. Este interrogante es el que explica que no pocos tuerzan el gesto con escepticismo ante esta vieja y venerable creencia.
La Resurrección de la carne habla, en primer lugar, de la Resurrección en la carne de Jesucristo. Jesucristo, la Palabra de Dios que se hizo carne, asumió sobre sí la debilidad de la carne y, en consecuencia, sucumbió al poder de la muerte. Pero, por ser Hijo de Dios, su Padre, manifestó la fuerza del amor creador y recreador, restableciendo la vida y restituyendo a Jesús, hombre, a la vida en la carne.
En segundo lugar, la Resurrección de la carne no habla sólo de una prolongación de “esta” vida sino de una transformación de la misma: es una vida nueva. En la muerte y resurrección la vida resurge transformada. No se trata sólo de “seguir viviendo”, sino de “vivir de otra manera”. Y esa transformación que se manifiesta en la humanidad de Jesús (de modo que los discípulos, al verle, con frecuencia, no lo reconocían, y cuando lo reconocían no por eso lo veían siempre físicamente: cf. Lc 24, 31), gracias a su presencia entre los discípulos, él mismo se hace una posibilidad de vida nueva también para ellos.
De esa posibilidad de vida nueva, de esa transformación nos habla hoy el texto de los Hechos de los Apóstoles: “sentían y pensaban lo mismo, lo tenían todo en común”. La comunidad en el mismo espíritu que se expresa en la comunidad de bienes, fruto de una generosidad libre, sin imposiciones, es la comunidad de los que aman a Dios amando a los que han nacido de Él, o, dicho de otra forma, de los que participan en el mismo Espíritu, el Espíritu del amor que Cristo da a sus discípulos.
La comunidad de los discípulos del Resucitado es una comunidad construida sobre el amor. Pero este amor debe ser rectamente entendido: no se tata de una mera unanimidad sentimental; los sentimientos son pasajeros y las comunidades emocionales suelen ser efímeras; pronto aparecen en ellas sentimientos negativos, causa de conflictos y divisiones. Tampoco es, sobre todo, una comunidad de intereses o de ideas. Aunque, al tratarse de una comunidad humana, esas dimensiones no pueden no darse de un modo u otro, pronto se verá que en esta comunidad existen conflictos de intereses y también discrepancias ideológicas. No es ahí, pues, donde reside su fuerza ni su unidad. Si así fuera, la comunidad sería un grupo cerrado y a la defensiva. Como esas dimensiones (ideas e intereses), decimos, están presentes, la tentación de la cerrazón o la sensación de miedo pueden aparecer de cuando en cuando, incluso amenazar siempre a esta comunidad. De hecho, así lo dice el Evangelio de hoy en sus primeras líneas. Pero ese grupo “con las puertas cerradas por miedo a los judíos” está ya viviendo, aun sin saberlo, en “aquel día, el primero de la semana”, el día de la nueva creación, el día del triunfo de la vida, el día en que la vida se ha transformado y se ha hecho posible vivir de otra manera. Es la presencia del Resucitado la que convoca y une, la que recrea el grupo y crea la comunidad que siente y piensa lo mismo y, por eso, lo pone todo en común: vive según un amor que va más allá de los sentimientos y las ideas y pasa a los hechos; como dice Juan en su carta, “cumple los mandamientos”. Y ya sabemos que para Juan “los mandamientos” son “el mandamiento del Señor”, el mandamiento del amor que, antes que un esfuerzo moral, es un don que ha recibido del mismo Dios, en Cristo, en su muerte y Resurrección, de las que participamos en el agua del Bautismo y en la Sangre de la Eucaristía. Es precisamente en la Eucaristía (la reunión de los renacidos por el agua del Bautismo), donde los discípulos (tan distintos por otros motivos) piensan y sienten lo mismo, al escuchar la Palabra, al partir (y compartir) el pan y “ver” así al Señor.
La transformación de la vida en que consiste la Resurrección se percibe inmediatamente: la comunidad pasa del temor a la alegría, de la cerrazón a la apertura; no se guarda para sí la experiencia del Resucitado sino que, enviada por Él, sale y da testimonio “con mucho valor”.
El segundo Domingo de Pascua repite cada año el texto del Evangelio de Lucas en el que Tomás juega un papel central. Se nos dice que “el lugar” propio para “ver” al Señor es la comunidad de los discípulos que se reúne el primer día de la semana en torno a la celebración eucarística. Tomás no pudo ver al Señor porque no estaba en la comunidad. Ante el testimonio de los otros, reaccionó con escepticismo. Sólo cuando se reintegró a la comunidad de pensamiento, sentimiento y bienes (la comunidad eucarística) Tomás vio y tocó al Señor.
El escepticismo de Tomás juega un papel importante en todo lo que estamos diciendo. ¿No provoca un cierto escepticismo este cuadro tan “ideal”, tan “bonito”, de la comunidad que piensa y siente lo mismo, que comparte los bienes, en la que nadie pasa necesidad? La comunidad que se forma y vive de la vida nueva del Resucitado no es una comunidad ideal. Del mismo modo que la humanidad resucitada de Cristo es una humanidad herida en la que se pueden ver las huellas de la pasión, la comunidad que nace de ella no puede cerrar sus ojos a las heridas de Cristo. Por un lado, están las heridas del Cristo que sufre en la humanidad (en sus “pequeños hermanos”) de tantas formas y que hay que saber tocar (Jesús con frecuencia curaba “tocando”, en el contacto vivo). Pero, además, están las heridas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos. No cabe aquí idealización alguna. La fuerza y el fundamento de esa comunidad es Cristo, muerto y resucitado y que se nos manifiesta vivo, pero herido. Esto es, Jesús no está simplemente vivo “como si nada hubiera pasado”, no ha vuelto de la muerte a la vida anterior, sino que ha atravesado la muerte con todo su dramatismo, con todo su horror, para salir de ella triunfante y transfigurado. Por ello, para vivir la vida nueva de la Resurrección hay que volver continuamente a la memoria de la muerte, hay que tocar las heridas. Esto significa que hay que mirar de cara a los problemas, reconocer los conflictos, admitir las debilidades, confesar los propios pecados, perdonarnos mutuamente… Sólo así será posible construir la comunidad de un amor que es don, pero también exige nuestro esfuerzo por “cumplir los mandamientos” y pasar de los sentimientos a los hechos, de los buenos deseos a las heridas que el amor verdadero provoca y que vemos en las manos y el costado de Cristo.
No en vano, una parte esencial del envío que Jesús nos confía hoy al darnos su Espíritu habla del perdón. Si hemos de ser testigos y trasmisores del perdón de Dios, no podemos no ser personas que piden perdón y que perdonan. No sólo la capacidad de perdonar, también la de tener la humildad de pedir perdón, reconociendo nuestras culpas y debilidades, es parte esencial de ese testimonio valiente de la presencia del Resucitado entre nosotros, parte de esa fe que no se evade, sino que toca las heridas y pone el dedo en la llaga, en las llagas de Cristo, las que nos han curado (cf. Is 53, 5, 1 P 2, 24).
La Resurrección de la carne habla, en primer lugar, de la Resurrección en la carne de Jesucristo. Jesucristo, la Palabra de Dios que se hizo carne, asumió sobre sí la debilidad de la carne y, en consecuencia, sucumbió al poder de la muerte. Pero, por ser Hijo de Dios, su Padre, manifestó la fuerza del amor creador y recreador, restableciendo la vida y restituyendo a Jesús, hombre, a la vida en la carne.
En segundo lugar, la Resurrección de la carne no habla sólo de una prolongación de “esta” vida sino de una transformación de la misma: es una vida nueva. En la muerte y resurrección la vida resurge transformada. No se trata sólo de “seguir viviendo”, sino de “vivir de otra manera”. Y esa transformación que se manifiesta en la humanidad de Jesús (de modo que los discípulos, al verle, con frecuencia, no lo reconocían, y cuando lo reconocían no por eso lo veían siempre físicamente: cf. Lc 24, 31), gracias a su presencia entre los discípulos, él mismo se hace una posibilidad de vida nueva también para ellos.
De esa posibilidad de vida nueva, de esa transformación nos habla hoy el texto de los Hechos de los Apóstoles: “sentían y pensaban lo mismo, lo tenían todo en común”. La comunidad en el mismo espíritu que se expresa en la comunidad de bienes, fruto de una generosidad libre, sin imposiciones, es la comunidad de los que aman a Dios amando a los que han nacido de Él, o, dicho de otra forma, de los que participan en el mismo Espíritu, el Espíritu del amor que Cristo da a sus discípulos.
La comunidad de los discípulos del Resucitado es una comunidad construida sobre el amor. Pero este amor debe ser rectamente entendido: no se tata de una mera unanimidad sentimental; los sentimientos son pasajeros y las comunidades emocionales suelen ser efímeras; pronto aparecen en ellas sentimientos negativos, causa de conflictos y divisiones. Tampoco es, sobre todo, una comunidad de intereses o de ideas. Aunque, al tratarse de una comunidad humana, esas dimensiones no pueden no darse de un modo u otro, pronto se verá que en esta comunidad existen conflictos de intereses y también discrepancias ideológicas. No es ahí, pues, donde reside su fuerza ni su unidad. Si así fuera, la comunidad sería un grupo cerrado y a la defensiva. Como esas dimensiones (ideas e intereses), decimos, están presentes, la tentación de la cerrazón o la sensación de miedo pueden aparecer de cuando en cuando, incluso amenazar siempre a esta comunidad. De hecho, así lo dice el Evangelio de hoy en sus primeras líneas. Pero ese grupo “con las puertas cerradas por miedo a los judíos” está ya viviendo, aun sin saberlo, en “aquel día, el primero de la semana”, el día de la nueva creación, el día del triunfo de la vida, el día en que la vida se ha transformado y se ha hecho posible vivir de otra manera. Es la presencia del Resucitado la que convoca y une, la que recrea el grupo y crea la comunidad que siente y piensa lo mismo y, por eso, lo pone todo en común: vive según un amor que va más allá de los sentimientos y las ideas y pasa a los hechos; como dice Juan en su carta, “cumple los mandamientos”. Y ya sabemos que para Juan “los mandamientos” son “el mandamiento del Señor”, el mandamiento del amor que, antes que un esfuerzo moral, es un don que ha recibido del mismo Dios, en Cristo, en su muerte y Resurrección, de las que participamos en el agua del Bautismo y en la Sangre de la Eucaristía. Es precisamente en la Eucaristía (la reunión de los renacidos por el agua del Bautismo), donde los discípulos (tan distintos por otros motivos) piensan y sienten lo mismo, al escuchar la Palabra, al partir (y compartir) el pan y “ver” así al Señor.
La transformación de la vida en que consiste la Resurrección se percibe inmediatamente: la comunidad pasa del temor a la alegría, de la cerrazón a la apertura; no se guarda para sí la experiencia del Resucitado sino que, enviada por Él, sale y da testimonio “con mucho valor”.
El segundo Domingo de Pascua repite cada año el texto del Evangelio de Lucas en el que Tomás juega un papel central. Se nos dice que “el lugar” propio para “ver” al Señor es la comunidad de los discípulos que se reúne el primer día de la semana en torno a la celebración eucarística. Tomás no pudo ver al Señor porque no estaba en la comunidad. Ante el testimonio de los otros, reaccionó con escepticismo. Sólo cuando se reintegró a la comunidad de pensamiento, sentimiento y bienes (la comunidad eucarística) Tomás vio y tocó al Señor.
El escepticismo de Tomás juega un papel importante en todo lo que estamos diciendo. ¿No provoca un cierto escepticismo este cuadro tan “ideal”, tan “bonito”, de la comunidad que piensa y siente lo mismo, que comparte los bienes, en la que nadie pasa necesidad? La comunidad que se forma y vive de la vida nueva del Resucitado no es una comunidad ideal. Del mismo modo que la humanidad resucitada de Cristo es una humanidad herida en la que se pueden ver las huellas de la pasión, la comunidad que nace de ella no puede cerrar sus ojos a las heridas de Cristo. Por un lado, están las heridas del Cristo que sufre en la humanidad (en sus “pequeños hermanos”) de tantas formas y que hay que saber tocar (Jesús con frecuencia curaba “tocando”, en el contacto vivo). Pero, además, están las heridas del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos. No cabe aquí idealización alguna. La fuerza y el fundamento de esa comunidad es Cristo, muerto y resucitado y que se nos manifiesta vivo, pero herido. Esto es, Jesús no está simplemente vivo “como si nada hubiera pasado”, no ha vuelto de la muerte a la vida anterior, sino que ha atravesado la muerte con todo su dramatismo, con todo su horror, para salir de ella triunfante y transfigurado. Por ello, para vivir la vida nueva de la Resurrección hay que volver continuamente a la memoria de la muerte, hay que tocar las heridas. Esto significa que hay que mirar de cara a los problemas, reconocer los conflictos, admitir las debilidades, confesar los propios pecados, perdonarnos mutuamente… Sólo así será posible construir la comunidad de un amor que es don, pero también exige nuestro esfuerzo por “cumplir los mandamientos” y pasar de los sentimientos a los hechos, de los buenos deseos a las heridas que el amor verdadero provoca y que vemos en las manos y el costado de Cristo.
No en vano, una parte esencial del envío que Jesús nos confía hoy al darnos su Espíritu habla del perdón. Si hemos de ser testigos y trasmisores del perdón de Dios, no podemos no ser personas que piden perdón y que perdonan. No sólo la capacidad de perdonar, también la de tener la humildad de pedir perdón, reconociendo nuestras culpas y debilidades, es parte esencial de ese testimonio valiente de la presencia del Resucitado entre nosotros, parte de esa fe que no se evade, sino que toca las heridas y pone el dedo en la llaga, en las llagas de Cristo, las que nos han curado (cf. Is 53, 5, 1 P 2, 24).
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