Los evangelios no son –ni pretenden ser- crónicas periodísticas. Se trata, más bien, de relatos exquisitamente elaborados durante unos 50-70 años, en el marco de las diferentes comunidades y redactados, finalmente, por autores cuidadosos que miman el simbolismo incluso en los detalles más pequeños.
Son, fundamentalmente, catequesis, tal como pone de relieve el texto de Juan que leemos hoy: “Se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre”. Su objetivo es promover y sostener la fe en Jesús, como fuente de vida.
El mismo texto de este domingo es una catequesis sobre la fe, dirigida a los discípulos de la segunda generación (y de las generaciones posteriores, incluidos nosotros), a quienes se anima a creer –“dichosos los que crean sin haber visto”-, a partir de la figura de Tomás.
Todo empieza en una situación de oscuridad y miedo, dos características que suelen ir juntas y que son frecuentes en la vida de las personas. El miedo es consecuencia de la “oscuridad”, de la ignorancia, del no saber. La sabiduría auténtica –no la mera erudición ni la “lección aprendida”-, además de sabor, aporta siempre luz.
La Sabiduría, que es luz, se cuela por cualquier rendija de nuestra vida, por pequeña que sea, siempre que estemos mínimamente atentos y dispuestos a ver. En nuestro momento histórico, esto parece resultar, de entrada, más difícil debido al incesante bombardeo de informaciones de todo tipo, que no dan tregua ni favorecen el silencio necesario para atender a esas otras “señales”, que suelen ser más calladas.
En el relato que comentamos, se cuela en forma de sensación de presencia, de paz y de dinamismo interior. En aquellos discípulos, de una manera “personalizada”: la presencia de Jesús es fuente de paz y manantial del Espíritu. Y el primer efecto –fruto- que produce en ellos es alegría, gozo de ser, que disipa el miedo, porque la presencia aleja la oscuridad.
Desde una perspectiva no-dual, sabemos que cada parte contiene el todo. Esto significa que la presencia, la paz y el dinamismo que habitaban a Jesús y que los discípulos experimentaron a través de su persona, se nos regalan también a nosotros, a través y en medio de la realidad que nos toca vivir.
Es sabido que el modelo mental (dual) separa, fracciona y, de ese modo, distorsiona la realidad, abocando además a cualquier tipo de absolutismo y, en último término, de fanatismo. Porque, al separar, tiene necesariamente que comparar.
Basta salir del estrecho cerco del modelo mental para captar su engaño y su trampa. Para empezar, podemos recurrir a la imagen (metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y olvidando la naturaleza común de agua, que comparten. Desde el modelo no-dual, por el contrario, se advierte, antes que nada, el agua que constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva cambia radicalmente.
Si traemos la metáfora a nuestro tema, me parece que puede afirmarse lo siguiente. En Jesús, los cristianos vemos una “ola” nítida –nuestra ola de referencia- en la que apreciamos con claridad el “agua” que constituye todo lo real. En ese sentido, afirmamos que Jesús es “espejo” de lo que somos.
Como dice Javier Melloni, “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos”.
Me parece importante insistir en que no se trata, en primer lugar, de una cuestión o problemática cristológica ni teológica, sino gnoseológica. Es decir, no estamos discutiendo quién es Jesús, sino –esto es lo decisivo, para evitar entrar en un enfrentamiento religioso- cómo es nuestro modo de conocer. Si no clarificamos este punto, no haremos sino aumentar la confusión.
El problema se torna irresoluble, a mi modo de ver, cuando confundimos la “fe” misma –o la verdad- con nuestro “modo de verla”. En concreto, si pienso que el contenido de la creencia es el que veo a través del modelo mental (dual), el resultado de mi fe será la imagen de un Dios separado e, igualmente, de un Jesús también separado, adornado de “atributos” exclusivos. Es decir, el modelo mental habría introducido un filtro distorsionador de la realidad… y hace creer que su propio modo de ver proporciona la verdad de lo que es.
Sin embargo, hay otro modo de ver, desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Desde él, podemos percibir que Jesús es manifestación de Lo Que Es y expresión de lo que somos todos. Caen, por tanto, las separaciones, los enfrentamientos y los fanatismos. Y resplandece la Verdad una que en todo se expresa y manifiesta.
¿Por qué se dan tantas resistencias a verlo de este modo, que es amplitud y liberación, superada la rigidez y estrechez del modelo mental? Probablemente, se deba a dos motivos:
· porque hemos crecido con ese modelo, hasta identificarnos con él, lo cual hace difícil que podamos tomar distancia del mismo;
· y porque se hallan implicados afectos, sentimientos y creencias, de una forma intensa, hasta el punto de creer que el cambio de modelo supone una infidelidad o traición nada menos que a la misma fe, a Jesús o a Dios.
Todo ello es comprensible. Cada persona tenemos nuestra historia, estamos donde estamos y usamos el modo de conocer que podemos usar. Tal como lo veo, no se trata de “convencer” a nadie, sino de hacer luz para no confundir la verdad con los modelos que usamos. Y, a partir de ese reconocimiento previo, seguir avanzando en el modelo que vayamos viendo más adecuado para crecer en comprensión de lo Real.
Insinuaba más arriba que, desde esta perspectiva no-dual, la presencia, la paz, el dinamismo, la alegría… constituyen aspectos de la Realidad una, que en Jesús se expresó de modo admirable, pero que podemos percibir en todo, cuando estamos atentos. Del mismo modo que, hasta en el arroyo más insignificante, palpamos el agua que constituye todo el océano.
Es esta comprensión la que nos libera de la oscuridad y del miedo, en los que, como aquellos discípulos, hemos podido estar encerrados.
Son, fundamentalmente, catequesis, tal como pone de relieve el texto de Juan que leemos hoy: “Se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su Nombre”. Su objetivo es promover y sostener la fe en Jesús, como fuente de vida.
El mismo texto de este domingo es una catequesis sobre la fe, dirigida a los discípulos de la segunda generación (y de las generaciones posteriores, incluidos nosotros), a quienes se anima a creer –“dichosos los que crean sin haber visto”-, a partir de la figura de Tomás.
Todo empieza en una situación de oscuridad y miedo, dos características que suelen ir juntas y que son frecuentes en la vida de las personas. El miedo es consecuencia de la “oscuridad”, de la ignorancia, del no saber. La sabiduría auténtica –no la mera erudición ni la “lección aprendida”-, además de sabor, aporta siempre luz.
La Sabiduría, que es luz, se cuela por cualquier rendija de nuestra vida, por pequeña que sea, siempre que estemos mínimamente atentos y dispuestos a ver. En nuestro momento histórico, esto parece resultar, de entrada, más difícil debido al incesante bombardeo de informaciones de todo tipo, que no dan tregua ni favorecen el silencio necesario para atender a esas otras “señales”, que suelen ser más calladas.
En el relato que comentamos, se cuela en forma de sensación de presencia, de paz y de dinamismo interior. En aquellos discípulos, de una manera “personalizada”: la presencia de Jesús es fuente de paz y manantial del Espíritu. Y el primer efecto –fruto- que produce en ellos es alegría, gozo de ser, que disipa el miedo, porque la presencia aleja la oscuridad.
Desde una perspectiva no-dual, sabemos que cada parte contiene el todo. Esto significa que la presencia, la paz y el dinamismo que habitaban a Jesús y que los discípulos experimentaron a través de su persona, se nos regalan también a nosotros, a través y en medio de la realidad que nos toca vivir.
Es sabido que el modelo mental (dual) separa, fracciona y, de ese modo, distorsiona la realidad, abocando además a cualquier tipo de absolutismo y, en último término, de fanatismo. Porque, al separar, tiene necesariamente que comparar.
Basta salir del estrecho cerco del modelo mental para captar su engaño y su trampa. Para empezar, podemos recurrir a la imagen (metáfora) del océano y las olas. El modelo mental se detendría exclusivamente en la singularidad de cada ola, absolutizando la separación entre ellas y olvidando la naturaleza común de agua, que comparten. Desde el modelo no-dual, por el contrario, se advierte, antes que nada, el agua que constituye, conforma y se expresa en cada una de las olas. La perspectiva cambia radicalmente.
Si traemos la metáfora a nuestro tema, me parece que puede afirmarse lo siguiente. En Jesús, los cristianos vemos una “ola” nítida –nuestra ola de referencia- en la que apreciamos con claridad el “agua” que constituye todo lo real. En ese sentido, afirmamos que Jesús es “espejo” de lo que somos.
Como dice Javier Melloni, “Jesús es plenamente Dios y hombre, y eso es lo que somos todos. El pecado del cristianismo es el miedo; no nos atrevemos a reconocernos en lo que Jesús nos dijo que éramos”.
Me parece importante insistir en que no se trata, en primer lugar, de una cuestión o problemática cristológica ni teológica, sino gnoseológica. Es decir, no estamos discutiendo quién es Jesús, sino –esto es lo decisivo, para evitar entrar en un enfrentamiento religioso- cómo es nuestro modo de conocer. Si no clarificamos este punto, no haremos sino aumentar la confusión.
El problema se torna irresoluble, a mi modo de ver, cuando confundimos la “fe” misma –o la verdad- con nuestro “modo de verla”. En concreto, si pienso que el contenido de la creencia es el que veo a través del modelo mental (dual), el resultado de mi fe será la imagen de un Dios separado e, igualmente, de un Jesús también separado, adornado de “atributos” exclusivos. Es decir, el modelo mental habría introducido un filtro distorsionador de la realidad… y hace creer que su propio modo de ver proporciona la verdad de lo que es.
Sin embargo, hay otro modo de ver, desde la no-dualidad. Y ahí las cosas cambian por completo. Desde él, podemos percibir que Jesús es manifestación de Lo Que Es y expresión de lo que somos todos. Caen, por tanto, las separaciones, los enfrentamientos y los fanatismos. Y resplandece la Verdad una que en todo se expresa y manifiesta.
¿Por qué se dan tantas resistencias a verlo de este modo, que es amplitud y liberación, superada la rigidez y estrechez del modelo mental? Probablemente, se deba a dos motivos:
· porque hemos crecido con ese modelo, hasta identificarnos con él, lo cual hace difícil que podamos tomar distancia del mismo;
· y porque se hallan implicados afectos, sentimientos y creencias, de una forma intensa, hasta el punto de creer que el cambio de modelo supone una infidelidad o traición nada menos que a la misma fe, a Jesús o a Dios.
Todo ello es comprensible. Cada persona tenemos nuestra historia, estamos donde estamos y usamos el modo de conocer que podemos usar. Tal como lo veo, no se trata de “convencer” a nadie, sino de hacer luz para no confundir la verdad con los modelos que usamos. Y, a partir de ese reconocimiento previo, seguir avanzando en el modelo que vayamos viendo más adecuado para crecer en comprensión de lo Real.
Insinuaba más arriba que, desde esta perspectiva no-dual, la presencia, la paz, el dinamismo, la alegría… constituyen aspectos de la Realidad una, que en Jesús se expresó de modo admirable, pero que podemos percibir en todo, cuando estamos atentos. Del mismo modo que, hasta en el arroyo más insignificante, palpamos el agua que constituye todo el océano.
Es esta comprensión la que nos libera de la oscuridad y del miedo, en los que, como aquellos discípulos, hemos podido estar encerrados.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
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