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sábado, 28 de abril de 2012

IV Domingo de Pascua (Jn 10. 11-18) - Ciclo B: El predicador obligado a escuchar en los bancos


Por Alessandro Pronzato

Hechos 4, 8-12; 1 Juan 3, 1-2; Juan 10, 11-18

Pincel y bastón

El domingo he tenido que hacer yo la predicación. Entendámonos. No es que el cura me haya llamado al ambón, cediéndome el puesto. Ha sido una operación clandestina, unilateral, de la que nadie se ha percatado.
De la página del evangelio emergía, con nítida evidencia, la figura del pastor. Y el cura lo esquivaba, divagaba, hablaba de otra cosa, concentraba su atención sobre todo en las ovejas, sus deberes y sus faltas.

Es verdad que no podía eximirse de ilustrar la imagen del pastor y la de sus contrafiguras, pero era un discurso vago, abstracto, que no mordía en la realidad. Y, sin embargo, esta hubiera sido la ocasión propicia para hablar en primera persona, decir algo de sí mismo, a lo mejor también para confesarse, humildemente, en público.

Nada de eso. El pastor vagaba por allá y por acá, dando la impresión de no saber qué hacer. Una pincelada delicada sobre la imagen del pastor, y un bastonazo dedicado a las ovejas (comprendidas también las que no estaban). Sobre los mercenarios, pocas palabras embarazosas. Desaparecidos de la circulación, cosas de otros tiempos.


Un parangón imposible

Y entonces he puesto mentalmente al cura en el banco y en mi lugar. Y siempre, mentalmente, he tomado la palabra. Más o menos así:

«Mis queridos fieles, hoy para vosotros es fácil juzgar y condenar, casi como un juego de chavales que tiran al blanco. Basta comparar a vuestro pobre pastor con el verdadero, es más, con el único Pastor, y advertir la escasa semejanza. Aunque están muy cerca, entre las dos imágenes se abre una distancia tremenda. No hablemos de coincidencia, una cosa absurda.

Intentad comprender mi incomodidad, mi confusión, en este domingo llamado del buen pastor.

Si Jesús hubiese trazado, en grandes líneas, la figura del pastor ideal, todo sería más sencillo. Pero él mismo se ha propuesto como ejemplo, y entonces para mí la causa está perdida de antemano, ni siquiera intento esbozar una tímida defensa. De la comparación salgo inevitablemente con los huesos rotos. Y dado que pueda salvar la cara, sobre ella se extiende un velo de rubor.

Desafío a cualquiera de vosotros a ponerse en mi lugar, y a aceptar esa confrontación: sin presunción, no saldría mejor parado. Digo una media blasfemia: ni siquiera el papa...

Si habéis escuchado atentamente el texto evangélico, hay inmediatamente una frase que me deja clavado: «El buen pastor da la vida por las ovejas». Alguien, también en un pasado reciente, ha sido capaz de hacerlo. Yo espero tener ese coraje, en el caso de que se presentase la ocasión. Pero, quizás os contentaríais con que me gastase, día a día, por vosotros, que pusiese a disposición sobre todo mi tiempo.

No me importa reconocerlo: no soy un buen pastor según ese modelo imposible e inalcanzable. Pero tampoco me parece que soy un mercenario. Soy algo intermedio. El interés económico, os lo puedo asegurar, en mi caso cuenta poco. Más bien, con frecuencia, entra en juego el orgullo, el amor propio, la vanidad, un cierto gusto por el poder, el deseo de lucirme, el prestigio, y hasta el privilegio.

En una palabra, soy un pastor así, así.

Cuando veo llegar al lobo, o incluso una manada de lobos, no huyo, pero tengo que decir que no sé qué hacer. Además porque los lobos ahora están domesticados, ya no dan miedo, se presentan bien, se han convertido en cachorros aparentemente inocuos, y dejan que los llevéis de paseo. Con una diferencia que quizás no captáis: ellos son los que os ponen el freno.

Y yo, que también me doy cuenta del peligro, no sé cómo defenderos de esos enemigos a los que os habéis aficionado.

El buen pastor, además, tendría la obligación de conocer a sus ovejas y las ovejas deberían preocuparse de conocerle a él. Admito que hago bien poco por dejarme conocer por vosotros. La misión se convierte en una especie de máscara, de armadura protectora. Los sentimientos se mantienen cerrados dentro.

Ni siquiera puedo decir que os conozco de verdad. Hay siempre mucho que hacer, esa es la excusa. Pero reconozco que con frecuencia me siento muy comprometido para hacer... otra cosa.

Por otra parte vosotros, cuando venís al cura, lo hacéis casi exclusivamente para pedir servicios religiosos (y siempre muchas veces, exigiendo, como en una oficina cualquiera), y no para dejaros conocer. Los elementos que ofrecéis son bien escasos.

En cuanto a las numerosas ovejas que faltan regularmente a la llamada, me limito a esperar, a rezar, para que encuentren el buen camino, para que entren en vereda, para que reconozcan sus yerros, pero no tengo la valentía de irlos a buscar allí donde se encuentran.

Estoy de acuerdo en que esperar no significa buscar. Que no basta con lamentarse. Y que es inútil lanzar sobre los presentes —como hago muchas veces— las reprimendas destinadas a los que no están.

Debería preguntarme sobre el porqué de muchos vacíos, e incluso sobre el porqué de ciertas presencias, a pesar de todo. Pero es más cómodo apuntar con el dedo que intentar entender y sobre todo implicarse.

Termino citando una frase que siempre me ha impresionado: «La llama que devora al pastor se convierte en luz para la grey». Sí, quisiera pediros que recéis para que vuestro pastor no deje apagar por el funcionarismo, por el oficio o por la costumbre la llama que un día Alguien le ha encendido dentro.

No basta que esa llama permanezca encendida. Debe devorarlo totalmente, debe convertirse en fuego, incendio, pasión incontenible.

Entonces también un pobre pastor, a pesar de las miserias, las culpas y los defectos que lleva encima, a pesar de los enredos, puede indicar el camino a las ovejas que le siguen (a pesar de todo), y quizás mandar una pequeña señal a las que están quién sabe dónde».



Por desgracia nos conocen...

Sin embargo no me ha parecido justo limitarme a hacer la predicación al predicador. La palabra del domingo ofrecía muchos motivos también para una reflexión personal.

Pedro, por ejemplo, declaraba: «Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy...». Sí, los apóstoles son juzgados, paradójicamente, no por fechorías, sino por haber devuelto la salud a un pobre desgraciado. En una palabra, se les reconocía culpables por haber hecho el bien. Obligados a justificarse por haber realizado un milagro en el nombre de Jesús.

Diría que hoy la situación ha cambiado, usando un expresión de moda, porque la tendencia se presenta invertida. Existe el riesgo de venir acusados, con abundancia de pruebas, por el bien que dejamos de hacer, las muchas ocasiones perdidas, los innumerables pecados de omisión.

Luego viene esa frase de Juan que no logro aceptar, al menos cuando roza con la situación presente: «El mundo no nos conoce porque no le conoció a él». Hoy, hay que admitirlo honestamente, es verdad lo contrario.

El mundo, quiero decir el de los lejanos, precisamente porque conserva al menos una cierta idea de él, no nos reconoce. Somos excesivamente diferentes.

O, si lo preferimos, podemos decir lo siguiente: el mundo, desgraciadamente, nos conoce hasta demasiado bien. Y, por muchos esfuerzos que haga, no logra relacionarnos con un cierto Jesús de Nazaret. El desfase es evidente, el contraste estridente.

El mundo, ¡ay!, conoce nuestra conducta, nuestros comportamientos, nuestra mentalidad. Y no logra compaginarla con el evangelio.

Y nos lamentamos de que hoy mucha gente ha perdido a Dios. En realidad somos nosotros los que perdemos credibilidad.

No estoy seguro de que el cura haya dicho todas estas cosas, comentando la primera y la segunda lectura. Pero yo, después de haber hecho la predicación, he considerado oportuno hacer el examen de conciencia mirándome en esos dos espejos no excesivamente tranquilizadores para mi imagen de cristiano.

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