Por Diego Fares sj
Los magos anhelaban encontrar al Niño de la estrella para adorarlo. Y cuando la estrella se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño, se llenaron de inmensa alegría, entraron en la casa, vieron al Niño con María su Madre y, postrándose, le adoraron y le ofrecieron sus dones de oro, incienso y mirra.
Herodes decía que quería adorarlo, pero en realidad quería matarlo.
Nuestra postura ante la adoración define nuestra vida. La define “en lo secreto”, define la contextura de nuestro corazón: si será de carne, de piedra o un corazón virtual (nueva posibilidad gracias a la tecnología). El corazón virtual no es ni de piedra ni de carne (ni “líquido” –de sangre-, pura ternura, como decía el cura de Ars que tenía que llegar a ser, de viejos, nuestro corazón).
El corazón virtual no “es” sino que se deja “afectar” por todo lo que aparece y va cambiando de amores, ideas, sentimientos y pasiones sin darse cuenta de cómo cambia.
Hay corazones “reyes magos”, que son fieles a la corazonada de que debe haber un Niño y una estrella. Son corazones que adoran aún antes de saber a Quién porque son fieles a sí mismos, saben que un corazón está hecho para adorar. Y buscan toda la vida al que es Digno de toda adoración.
Hay corazones “Herodes”, que se auto adoran y adoran a los que los adoran y aborrecen y matan a todos los demás, especialmente si vienen reyes a preguntar donde está el rey que ha nacido, porque venimos a adorarlo.
La estrella más brillante del cielo y el niño más pobre de la tierra reflejan muy bien –para el que sabe sentir y pesar- lo que es un corazón humano. Por eso digo que los reyes adoran antes de ver ya que conocen –sienten y han pesado- su propio corazón. Un corazón humano –cualquiera, el tuyo y el mío- está hecho de la materia más frágil del universo y del espíritu más libre e inteligente que trasciende el universo. Por eso se identifica con las estrellas y con los niños pobres como Jesús. El que se emociona con esta imagen y bendice por tener un corazón así, tiene un corazón de rey mago. Y si se pone en camino, atravesando desiertos oscuros y sorteando a los Herodes de las ciudades iluminadas, encontrará con inmensa alegría que un día la estrella se detiene justo encima del lugar donde está un Jesús niño pobre con María su Madre y San José. Y sepan, los que les gusta investigar, que la estrella se detiene hoy casi en cada esquina, ya que en nuestro mundo hay 448 millones de niños desnutridos y un Herodes “estructural” mata 30.000 niños por día de enfermedades curables, que se podrían fácilmente prever.
Recordamos lo que decíamos en el taller de las bienaventuranzas: “La adoración tiene dos gestos: el de postrarse y el de mandar un beso (ad-ore). Son dos gestos de pobreza espiritual: postrarse es reconocer que uno le debe todo a otro. Man-dar un beso, es reconocer que uno quiere darle todo al otro. Son dos gestos de Fe, porque la fe nace y se concreta en las actitudes prácticas de adoración.
Al Padre le gusta que lo adoremos en Espíritu y en verdad, reverenciándolo en lo secreto del corazón, santificando su Nombre, sin que nadie lo sepa.
A Jesús le gusta que lo adoremos “dándole un besito al niño” y sirviendo a nues-tros hermanos más pobres.
Cada vez que alguien adora rezando en lo secreto y sirve como quien cuida a un niño, viene el reino (venga a nosotros tu reino). El reino se activa y se vuelve real allí donde alguien ejercita esa relación de filiación con el Padre y le expresa su adoración, allí donde alguien ejercita su fraternidad con los hombres y la expresa en el servicio. Y se lo puede sentir en sus santos efectos: la paz, la cordialidad, la alegría…
Para terminar la contemplación de modo que no termine sino que cada uno la continúe en su vida, un clásico de Martín Descalzo que nos da la clave para adorar cada día comenzando desde el momento en que nos enfrentamos a uno de los dos grandes enemigos de los mayores de cincuenta, como dice Menapace: el espejo (el otro es la balanza).
Dice Martín Descalzo en “El arte de reírse de sí mismo”:
¡El arte de reírse de sí mismo! Arte difícil, que no te enseñan en ninguna universidad. Arte imprescindible si uno quiere escapar de esos dos grandes demonios de la vida humana: el que nos incita a adoramos a nosotros mismos y el que nos empuja a odiarnos desde nuestro propio corazón. El noventa y cinco por ciento de la Humanidad cae en uno de estos dos pecados. Tal vez en los dos, simultánea o sucesivamente.
Adorarse a sí mismo es tarea placentera. Y, aunque se ven más tentados en esto los llamados hombres públicos (que, como se pasan media vida subidos en púlpitos, tarimas, plataformas o pedestales, tienen la fácil tendencia a olvidar su propia estatura), afecta incluso a quienes objetivamente tienen bien pocos motivos para esa auto- adoración.
Peor son los que se odian a sí mismos. Son millones. Gentes que no se perdonan por no haber realizado todos sus sueños, gentes que están decepcionadas de sí mismas y convierten su decepción en amargura y mal café.
Aunque se piense lo contrario, no es nada fácil amarse humildemente a sí mis-mo, aceptarse como se es, luchar por ser lo mejor que se pueda, pero sabiendo siempre que esa mejoría se conseguirá siendo feos como somos, gordos como somos y medio-listos como somos. Dios, al mandar que amásemos al prójimo como a nosotros mismos, nos estaba mandando también que nos amásemos a nosotros mismos como al prójimo. Cosa no menos difícil.
Yo creo que el noventa por ciento de los violentos son gente que está furiosa consigo misma. Y casi todos los que odian a alguien han empezado por detestarse a sí mismos.
Por eso pregono hoy el arte de reírse de sí mismo, siempre que esa sonrisa surja de la piedad, de una suave ironía; siempre que esa mirada compasiva sobre nosotros mismos se parezca a la que los padres dirigen a sus chiquitines y a ésa con la que Dios contempla a la humanidad.
Es éste un arte muy difícil, que sólo le llega al hombre con la madurez, cuando se ha conseguido una actitud pacífica consigo mismo. Los adolescentes difícilmente pueden contemplarse a través de ese espejo del humor, ya que éste «sólo existe en los pueblos con solera» (escribió Martín Alonso) y, añadiría yo, «en los hombres con solera».
Los hombres deberíamos vivir con el alma siempre en borrador: sabiendo siempre que todo está en camino, que nada es definitivo ni irrepetible, que, en todo caso, todo puede ser mejorado y multiplicado. Cuando se nos endurece el alma y las ideas, envejecemos y empezamos a ser juguetes de la amargura.
Por eso yo pido a Dios todos los días que me dé el corazón de un idealista (para que siempre arda en mí el deseo de ser más alto, más hondo, más ancho de lo que soy) y la cabeza de un humorista semi escéptico (para no enfurecerme ni avinagrarme cuando cada noche descubro lo poco que en ese crecimiento he con-seguido).
Y me parece que Dios me ayudó dándome una barba muy cerrada que me obliga a enfrentarme cada mañana (y algunas tardes) con mi espejo, que es el momento mágico para sonreír ante el medio- tonto , medio-listo que soy. «Todos -dice Machado en su Juan de Mairena- deberíamos poder darnos de vez en cuando un puntapié en el trasero.» Y tiene razón, aunque yo he comprobado que es dificilísimo hacerlo contando sólo con dos pies” (Razones para la Esperanza).
Como decía en su Diario, el Cura Rural de Bernanos al fin de su vida: Me he re-conciliado conmigo mismo, con este despojo que soy. Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería apenas amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo.
Esta madurez Descalzo la llama “tener solera”, como un buen vino al que se lo ha dejado asentarse y destilar sus mejores cualidades durante un buen tiempo. De aquí brota esa mirada que es compasiva para con las personas, como la de los papás para con sus chiquitines, y despojada ante las cosas: que sabe vivir con el alma siempre en borrador. La adoración es fermento y fruto de estas actitudes. Ojalá que la noche del cinco, los reyes nos dejen en los zapatitos esta rara mezcla de dones que es la adoración: el aroma puro del incienso que sube al Padre, el gustito amargo de la mirra al besar los piecitos pobres de Jesús y el oro del buen humor del que se sabe reír con ironía y piedad de sí mismo sin nunca herir a los demás.
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