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sábado, 5 de enero de 2013

Epifanía del Señor (Mateo 2,1-12) - Ciclo C: La luz, de donde venga

El relato de la Epifanía termina siendo toda una parábola de la vida del creyente.
Del creyente que no ve y descubre la luz del candil de una estrella.
Del creyente que sigue el camino de la luz.
Del creyente que, en sus dudas, busca la luz que se había apagado.
Del creyente que, en sus oscuridades, no se detiene sino que pregunta.
Del creyente que, acepta la luz, incluso de quienes viven en la oscuridad.



Para ellos, los que debían tener luz sobre el lugar donde había nacido el Niño, eran los de Jerusalén.
Hasta se imaginaron que quien pudiera hacer luz en su camino sería Herodes, que vivían en la mayor oscuridad.
Alguien que más le preocupaba el sillón de Rey, que el nacimiento de Dios encarnado.
Resulta curioso el relato:
Quienes habían perdido la luz que los guiaba preguntan a quien no tenía luz.
Y quien carecía de la luz, termina poniéndoles en el camino de la luz.
También él debió de preguntar.
Pero de pregunta en pregunta la estrella vuelve a encenderse.
Y gracias a quien carecía de luz ellos se alegraron mucho de ver de nuevo la estrella y así llegar hasta la cuna de Belén.
Herodes y todo Jerusalén se estremecieron con la noticia traída por unos paganos.

La vida del hombre, como la vida del creyente, necesita de la luz.
Luz para reconocernos a nosotros mismos.
Luz para reconocer a los demás.
Luz para reconocer los caminos de la vida.
Luz para llegar a Dios.

Y lo interesante es descubrir que hasta los malos pueden convertirse en luz.
Lo importante no es saber de dónde viene la luz.
Lo importante es que la luz alumbres nuestros caminos.
Es preciso estar abiertos a la luz, venga de donde venga.
Puede venir de los buenos, que sería lo lógico.
Puede venir de los malos, también ellos pueden ayudarnos a ver.

El Concilio Vaticano II comienza la Constitución sobre la Iglesia llamándola “Luz de las gentes”. La Iglesia es como “el sacramento de la luz para el mundo”.
No siempre la Iglesia emite gran luminosidad.
También ella, compuesta por cada uno de nosotros, puede opacar la luz.
Los últimos tiempos, demasiados acontecimientos han hecho saltar muchos fusibles.
Hemos vivido tiempos con demasiadas sombras.
Sombras proyectadas desde la Cúpula del Vaticano.
Sombras proyectadas desde cuantos “bautizados” nos decimos “luz del mundo”.

Y muchos se escudan en esas sombras para justificar su incredulidad.
Muchos se escudan en esas debilidades y pecados de la Iglesia para justificar el salirse de ella.
Y nos olvidamos, que unos paganos llegaron a “ofrecer sus dones y postrados adorar al Niño”, gracias a las indicaciones de quienes vivían en la oscura noche religiosa.
La Iglesia está llamada a “ser luz”.
A veces se apaga la luz.
Y sin embargo, aún así, la Iglesia, con sus defectos seguirá siendo “luz de las gentes”.
También la Iglesia tendrá que cuestionarse a sí misma.
También los creyentes tendremos que cuestionarnos a nosotros mismos.
Porque, buenos o malos, todos podemos encender una estrella en la vida de los demás.

Por eso, no rechaces la luz, aunque vengan de la oscuridad.
¡Si vieras el sarro que tienen muchas de las tuberías de agua de tu casa!
Y sin embargo cocinas con esa agua.
Y bebes de esa agua, aunque no falten sibaritas que prefieren comprar esos balones de agua.
No mires a quien enciende la luz.
Lo importante es que tú puedas ver.
No mires a quien te señala el camino de Dios.
Lo importante es que llegues hasta El.

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