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domingo, 17 de marzo de 2013

Contemplaciones con el Evangelio: Inclinándose…


Lo que nos narra Juan en este pasaje de la pecadora es cómo logró Jesús atajar y dar vuelta la feroz e incontenible dinámica de un ajusticiamiento: inclinándose.
Ya venían con las piedras en las manos. La mujer se daba por muerta. El impulso con el que le tiran, en medio de su enseñanza en el Templo, a la pecadora, para apedrearla ante sus ojos, parece imposible de contener. La han sorprendido “en el acto mismo de adulterio” y la ley es clara: “a esta clase de mujeres hay que apedrearlas”. Ya tienen cada uno su piedra en la mano y la insistencia para que Jesús se defina es sólo un trámite: la van a apedrear de todas maneras. Jesús no podrá zafar. Será cómplice del ajusticiamiento legal o encubridor.
Acusar, sentenciar, apedrear… Esa es la dinámica. En griego son fuertes las palabras “kategorein” (acusar públicamente, en el ágora o plaza, definiendo bien el crimen), “katekrinein” (juzgar y dar sentencia de muerte de manera inapelable).

Los que traen el caso incontestable para “tener de qué acusar a Jesús” son ese tipo de gente que se alimenta de acusar a los demás, gente para quien el enemigo es la única realidad, porque les permite justificar su poder.
Sean lo que sean como personas la dinámica que siguen es la del diablo, el “Acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12, 10: el “Kategor”). La misma palabra que señala una dinámica –la del acusar- tiene un sujeto –el Acusador- que es el que la mantiene activa.
Notemos cómo el pasaje de la adúltera hace oler la misma furia que se desataría después contra el Señor en el juicio y en la Pasión: “lo acusaban con gran vehemencia” dice Lucas (23, 10); lo “acusaban mucho”, dice Marcos (15, 3 y 4) tanto que Pilato asombrado le dice al Señor “No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan”.
Y las piedras que dejaron caer disimuladamente en aquel momento son las mismas que poco después agarraron para apedrear a Jesús que les dice “Uds. son hijos del Diablo. Mienten como su padre, el Mentiroso” (Jn 8, 44…).

Pero pongamos los ojos en Jesús. El Señor está sentado, enseñando en el Templo. Ha pasado la noche en el monte de los Olivos y al amanecer se presenta en la Casa de su Padre, Casa de Oración y se sienta a enseñar a la gente.
Estamos en el marco de la Fiesta de las Carpas y Jesús que había subido a Jerusalén de incógnito, habla públicamente y divide las opiniones. Muchos creen en él, otros siembran dudas (Jn 7). En este contexto es que le presentan el caso de la mujer adúltera. Y el Señor se revela como Maestro misericordioso que se inclina ante las personas y no yergue como juez implacable de los demás.
La imagen es conmovedora: el Señor “inclinándose hacia el suelo, escribía con el dedo en la tierra”. Dos veces cumple la misma acción y en medio de ambos gestos dice su palabra: “el que de ustedes esté sin pecado que le arroje la primera piedra”. El hecho de escribir (“kategrafein”) en la tierra suena a algo así como “preparar los argumentos de la defensa”. Ellos “dicen su acusación” (kategorein) y Él “escribe… (la defensa)” (kategrafein).
El Señor detiene el impulso del apedreamiento en su misma fuente: hace que cada uno examine su corazón, no sus razones. Que cada uno juzgue si puede ser el primero en llevar a cabo lo que dice la ley. La dinámica de la acusación es del demonio porque con muchas razones, algunas incluso justas, nos lleva a la violencia y a la venganza. Esto es lo que el Señor ataja y contiene. Luego se dirige a la mujer y con mucho respeto y delicadeza la pone de pie, no la condena y le dice que “en adelante no peque más”. No le dice “tus pecados están perdonados”. Quizás eso sea tema para un futuro encuentro. Aquí sólo se trata de frenar la violencia de una acusación pública que termina no probando la inocencia de la pecadora ni entrando en su intimidad, sino anulando la causa por falta de quién lleve a cabo la ejecución que ordena la ley. El Señor establece así una especie de subversión de valores y queda en el aire una pregunta: si nadie puede ejecutar la ley ya que nadie está sin pecado cómo se mantendrá el orden. Jesús propondrá otro orden, el que nace de la dinámica del perdón. Y para establecerlo, él mismo cargará con la pena por el pecado y pagará todas nuestras deudas. Eso es lo que hace el Señor en la Cruz: posibilita que nos podamos perdonar.

Contra la dinámica de la acusación que gira en torno a los apedreamientos está la dinámica del anuncio que siempre comienza con gestos de inclinarse para servir y para ayudar al otro a ponerse de pie. Una y otra vez.

En estos breves e intensos días, hemos sido partícipes de la dinámica de la buena nueva que ha irrumpido en el mundo como un incontenible boca a boca en el que todos estamos anunciando y recordando los gestos del Papa Francisco con una alegría evangélica que trae el aire fresco de la mañana de la resurrección del Señor. Asistimos y protagonizamos, entre todos, a una especie de “narración de la buena noticia” en la que cada uno tiene algo personal para contar y que nos junta en pequeños grupos a los que unos acuden y se suman y otros salen y van a juntarse con otros…
La alegría y la consolación del Espíritu son el motor que pone todo en movimiento. La balanza multitudinaria se inclinó a favor cuando el papa Francisco se inclinó para pedir la bendición del pueblo de Roma y del mundo y todos rezamos en silencio por él. Así como otras veces la balanza se queda quieta y dubitativa y otras se inclina en contra, esta vez la gente aceptó el espíritu y se inclinó a favor. Quizás influyó el secreto con que el Señor cubrió la elección de los cardenales y la sorpresa y el recibimiento favorable hizo que el demonio no pudiera alertar a los suyos y cuando surgió –como siempre- el movimiento de la acusación ya era tarde. La catarata de agua viva positiva saltó hasta la vida eterna y la imagen positiva deseada por todos se juntó con la que nos brindaba Francisco en cada uno de sus gestos. Gestos sencillos de fraternidad universal, bien franciscanos, que se ven confirmados por la vida intachable del que los practicó espontáneamente en lo secreto toda su vida. Bergoglio se ha inclinado a lavar los pies de sus hermanos desde siempre: como laico, como cura, como obispo, como cardenal y ahora como papa. Desde el sencillo gesto de quien siempre te hace pasar primero cuando te recibe o te acompaña hasta los gestos litúrgicos de los lavatorios de pies en el Hogar, en la Villa, en la Maternidad, en el Geriátrico, en el Hospital de Niños. Siempre un paso más abajo que aquel a quien tiene enfrente: en el dar la palabra, en la manera de pedir un favor y en la manera de concederlo. Inclinarse, abajarse. Crecer es abajarse, fue su prédica constante como formador de los suyos. Rezamos por nuestro Papa Francisco e inclinamos el corazón hacia él para recibir las gracias que el Señor quiere dar a su Iglesia y al mundo a través del nuevo Pastor.


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