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domingo, 28 de abril de 2013

Cómo reconocer la novedad

V Domingo de Pascua (Juan 13, 31-33a. 34-35) - Ciclo C
Trae aires de novedad.

En efecto, ¿qué van a contar Pablo y Bemabé (primera lectura) recorriendo varias ciudades, sino la «buena noticia» de que, gracias a Cristo, ya no hay nada como antes, sino que está actuando en el mundo una fuerza radical de transformación?
Es verdad que no se trata de una novedad fácil. Encuentra resistencias, por lo que «hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios».
Tampoco es una novedad momentánea que puede sostenerse por un entusiasmo epidérmico y pasajero. Es necesario «perseverar en la fe».
Las recomendaciones de los dos misioneros a los discípulos insisten precisamente en que es necesaria una fidelidad por la que hay que pagar un alto precio.

Y existe también una novedad en el interior de la comunidad con la creación de los «presbíteros» (ancianos, cabezas, responsables, guías), que deberán consolidar el trabajo cumplido por los misioneros y garantizar de forma estable aquel servicio que Pablo y Bernabé han desarrollado en sus visitas y que se concreta en los verbos: reanimar, exhortar, estimular y afrontar serenamente las pruebas.
Puede parecer un momento organizativo e institucional. Y, de hecho, lo es. Toda comunidad tiene necesidad de una cierta estructura. Pero la preocupación dominante va en favor de la vida. La estructura está en razón de la vida, y no puede sustituirla, y mucho menos sofocarla.
La elección se hace después de un período de oración y desayuno (para que se vea clara la voluntad de Dios y se remuevan todas las opacidades humanas que impiden la «revelación». En este sentido, se puede decir que la investidura se hace desde lo alto y no desde abajo).
«Los encomendaban al Señor en quien habían creído». Ateniéndonos rigurosamente al texto, los responsables son los que vienen «encomendados» al Señor. Pero pienso que podemos ampliar un poco, esta interpretación: todos, guías y simples miembros de la comunidad, son encomendados al Señor. Como indicando que el único, el insustituible guía es Él. Él solo da seguridad. Solamente, gracias al Pastor supremo, la comunidad está a salvo y puede afrontar con esperanza el futuro.
A la llegada a Antioquía -punto de partida de la misión- Pablo y Bernabé informan de su expedición a esta Iglesia. No son unos «veteranos» que alardean de las propias empresas ni héroes que declaman las propias conquistas. Y mucho menos unos «propagandistas» que ilustran; con datos en la mano, los éxitos personales, fruto de su capacidad persuasiva.
Se trata, por el contrario, de documentar la eficacia de aquella Palabra de la que ellos han sido simplemente unos servidores.
«Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos...». Según la aguda observación de R. Fabris, más que ante un balance contable de resultados, estamos frente a una «celebración».
Una novedad radical es sobre todo la descrita por el Apocalipsis, (segunda lectura), en la primera de las tres visiones que cierran el libro (cielo nuevo y tierra nueva; descripción de la nueva Jerusalén; el culto nuevo dado a Dios en la nueva liturgia)..
La renovación de todas las cosas representa la realización de la profecía dé Isaías (65,17ss). Será expulsado el mal!,. serán borrados los sufrimientos, las angustias, los lutos, los miedos, la muerte, o sea, todos aquellos elementos negativos que han agredido a la humanidad.
En vez de Babilonia, la ciudad rebelde y orgullosa, reducida a un cúmulo de ruinas humeantes, está la nueva Jerusalén, que es don de Dios.
En efecto, Juan la ve «descender del cielo». Consiguientemente es iniciativa, construcción divina, que corona la historia.
El mismo Teilhard de Chardin, que dedicó páginas inolvidables al caminar de la humanidad hacia adelante, hacia el «punto omega», advertía que, al final, está la ruptura, la discontinuidad. Solamente la intervención gratuita de Dios puede llevar a término los esfuerzos y las aspiraciones más profundas de los hombres.
En una palabra, es todavía Jerusalén, pero es una Jerusalén nueva (porque es obra de Dios).
Y la ciudad santa se convierte en signo de la nueva alianza del amor («arreglada como una novia que se adorna para su esposo»). «Esta es la morada de Dios con los hombres». Dios vuelve a plantar su tienda en medio del pueblo.
El primer gesto que Dios-Esposo realiza es el de enjugar las lágrimas del rostro de la esposa. Con la desaparición de la muerte, las lágrimas ya no tienen ninguna justificación. El rostro «liberado» del velo de las lágrimas ya puede contemplar a ese Dios que «no ha creado la muerte» (Sab 1,13), a ese Dios que, por el contrario, ha creado todo para la vida.
La inaudita novedad de este mundo nuevo es, pues, que la muerte no tiene la última palabra.
La visión de Juan no es un sopor que pueda acunar a los hombres en sus sueños. Sus palabras, fundadas sobre la roca de la fidelidad de Dios, no pueden ser utilizadas como opio o somnífero.
Para quitar cualquier ilusión respecto a esto, ahí están las frases de Jesús en la última cena, después de ser desenmascarado el traidor, tragado más tarde por la noche.
«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros». La nueva alianza, que Cristo está a punto de sellar con su muerte y resurrección, contempla una sola cláusula, un solo compromiso decisivo.
La nueva comunidad, en su estatuto de fundación, posee un código que se resume en un único mandamiento, que sustituye a la ley antigua: el amor.
«La nueva ley es Jesús mismo, como signo elevado que manifiesta y expresa el amor de Dios... En el nuevo mandamiento Jesús no pide nada para él ni para Dios, sino solamente para el hombre. Sale de nuevo a la luz el hecho de que Dios no monopoliza en sí al ser humano, ni lo acapara: al contrario, es un dinamismo expansivo de amor universal cuyas ondas empujan cada vez más lejos».
Y no es un amor cualquiera: «... como yo os he amado».
La norma ya no es, como en el antiguo testamento, el hombre («amarás a tu prójimo como a ti mismo»), sino el amor mismo de Jesús (un amor traducido en las actitudes, en los hechos, en los gestos concretos).
Un amor, pues, creativo (que no mira los méritos de las personas). Un amor que debe llegar hasta dar la vida. Un amor, que se traduce en el servicio a los demás (poco antes Jesús ha lavado los pies a los discípulos). Un amor que elige la debilidad; rechaza cualquier forma de violencia, respeta la libertad, promueve la dignidad, reprueba cualquiera discriminación. Un amor desarmado que se revela más fuerte que el odio.
El mandamiento nuevo no sólo constituye el compendio de la ley nueva, sino que se convierte también en el distintivo de la nueva comunidad: «La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os améis unos a otros».
«El amor que existe entre los suyos debe ser visible, y podrá ser reconocido por cualquier persona. Por tanto ha de manifestarse con obras semejantes a las de Jesús. Este será el signo distintivo de su comunidad. Los discípulos aprenden de su Maestro no una doctrina, sino un comportamiento: no se distinguirán por un saber particular y mucho menos exotérico, ni comunicarán a la humanidad una especulación sobre Dios. Mostrarán la posibilidad del amor y de una sociedad nueva; así manifestarán y harán presente al Padre en el mundo.
Jesús quiere crear el espacio en que exista el amor, la alternativa a las tinieblas. Por eso su mandamiento se refiere a los discípulos. Está formando su comunidad, realizando la utopía. No crea todavía un grupo cerrado, sino la base indispensable para la misión en medio del mundo... La primera demostración de amor hacia la humanidad consiste en manifestar que la utopía es posible, que Dios es Padre y que los hombres pueden ser hermanos...».
Si, pues, en una comunidad falta este signo distintivo que no puede ser sustituido por observancias, códigos, hábitos, culto, se puede decir que la comunidad ha perdido la propia identidad, y no tiene nada que ver con la novedad de Cristo. Es una comunidad «vieja».
Por eso, Jesús antes de partir da a su comunidad, que ha de quedarse, un estatuto preciso y una identidad nueva.
Decíamos que las palabras del Apocalipsis no se podían utilizar como opio. He ahí que la práctica del mandamiento nuevo anticipa, en cierto sentido, en esta tierra, la Jerusalén celeste.
La realidad futura no será del todo heterogénea respecto a la realidad presente.
Será algo completamente nuevo y, sin embargo, permanecerá un elemento de continuidad: el amor.
Lo que, aquí abajo, es edificado en el amor, no se perderá. Sino que será transfigurado.
Escombros del último día son el egoísmo y el odio (fuerzas de destrucción), no ciertamente el amor.

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