La historia de los dos de Emaús es ya muy conocida. El punto de partida es un momento de la historia que quizá no nos gusta recordar. La cruz de Jesús produjo una verdadera desbandada en las filas de sus seguidores. Los que habían dejado todo para seguirlo decidieron volver a dejarlo todo para comenzar de nuevo. La decepción, la desesperanza, la sensación de fracaso se instalaron en sus corazones. Y decidieron volverse sobre sus pasos a lo que eran y tenían antes de conocer a Jesús. ¡Tanto esfuerzo no había valido la pena! En un momento, los jefes de los judíos y los romanos habían convertido en pedazos el sueño del Reino. ¡No había nada que hacer!
Todo esto es ya conocido. No nos resulta difícil sentirnos identificados con estos dos discípulos que vuelven desencantados a su terruño, que abandonan el sueño del Reino. Pero no es eso lo mejor del relato. Lo mejor es que al final los discípulos vuelven sobre sus pasos. Retornan a Jerusalén, lugar de la cruz y la decepción, pero con el corazón lleno de entusiasmo y de vida (“¿No ardía nuestro corazón...?”), como fruto del encuentro con un caminante, con un desconocido.
Aparece un caminante
Se trata de uno de los relatos de las apariciones de Jesús resucitado. Pero, como algún otro, cuenta una aparición un poco misteriosa. Jesús no es reconocido a primera vista –¿cómo fue posible que no le reconocieran sus discípulos?–. Es sólo un caminante más que se hace el encontradizo, que escucha a los dos discípulos y comparte con ellos senda y dirección (¿hacia el fracaso?). El caminante no tiene nombre ni rostro. Es uno más. Camina con ellos. Les escucha pacientemente. Luego interviene. Les ilumina lo sucedido desde
Todavía los discípulos no han cambiado de dirección en su andadura. Pero, al menos, deciden que es tiempo de hacer un alto en el camino. Es tiempo de descansar, de detenerse, de compartir la cena. Invitan al desconocido. Ahí se produce el reconocimiento, al partir el pan. Se dan cuenta de que el que ha caminado con ellos, el que les ha hablado, el que les ha partido el pan, es Jesús mismo.
Pero entonces desaparece. No hay más Jesús visible. Los discípulos quedan solos. Con sus fuerzas. Con su fe. Pero el pan y la palabra les han abierto a la vida. El caminante desconocido les ha tocado el corazón y les ha ayudado a encontrar el sentido de lo sucedido. Y retoman el camino a Jerusalén, ahora ya lugar de la resurrección y el triunfo, de la esperanza y la vida.
Una Eucaristía hecha relato
El relato de los de Emaús es el relato de una Eucaristía de aquellos primeros tiempos. Todavía no hay formalismos. No existen los misales ni los ritos. Todo es más sencillo, más simple, más cercano. Los discípulos se reúnen, recuerdan, comentan, se iluminan unos a otros. Y comparten el pan, haciendo memoria de Jesús, utilizando las mismas palabras de Jesús en la última cena. Los desconocidos se hacen familia en torno al pan y la palabra. En ese compartir y recordar, se les hace presente Jesús resucitado. Sienten la fuerza de la vida presente en Él. Comulgan con su misión.
En
Hacer del camino encuentro y eucaristía
Aquellas primeras Eucaristías fueron el detonante de la vida y la esperanza en los discípulos que se dejaban llevar por la muerte y el desengaño. Los caminos eran los mismos pero la dirección había cambiado. Los desconocidos se descubrían hermanos y en ellos se hacía visible el rostro de Jesús. Tenían un tesoro para compartir con los hombres y mujeres de su tiempo. Hacer realidad en la vida diaria el Reino de Dios. Hasta nosotros, lejos en el tiempo y en el espacio, ha llegado su empuje, su capacidad de escucha. ¡Gracias a Dios!
El camino de la vida es nuestra oportunidad para hacer encuentro, fraternidad, Eucaristía, para hacer presente el Reino.
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