“Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén”. San Lucas, Cáp. 24.
1.- Sobre el paisaje actual de Palestina, baja el camino desde Jerusalén hacia Jaffa, en busca de una pequeña aldea, llamada hoy El Qubeibe. Por allí transitaban el primer día de la semana como dice san Lucas, dos discípulos del Señor, desconsolados por lo sucedido esos días anteriores en la capital. De repente, otro viajero los alcanza, trabando con ellos conversación. ¿Por qué estáis tristes?, les pregunta. Ellos le cuentan con detalle su admiración por Jesús de Nazaret y además el rotundo fracaso del profeta que golpeó también a sus seguidores: “Fue un profeta poderoso en obras y en palabras ante Dios y todo el pueblo”. Conocían muchas cosas del Señor estos viajeros, sin gozar todavía de una experiencia vital. Aquella que transforma la vida. Su fe era hasta entonces un conocimiento lejano del Maestro, un recuento histórico, todavía superficial.
2.- El forastero escucha con atención y luego explica, paso a paso, que el Mesías, de acuerdo a los profetas, debía padecer todo esto. Quizás aquellos caminantes aguardaban un Salvador guerrero, que restituyera a su pueblo las glorias de siglos anteriores. La plática de este desconocido les ilumina, pero no alcanzan a entenderlo todo a profundidad. Añaden además que unas mujeres y algunos discípulos fueron de madrugada hasta el sepulcro y, llenos de estupor, lo encontraron vacío. “Pero a él no lo vieron”, señalan, con un dejo de amargura.
Iba corriendo el día y ya Emaús se dibujaba en la distancia. El forastero aceleró el paso, en ademán de seguir adelante. Pero Cleofás y su compañero, en quien algunos descubren al evangelista Lucas, le apremiaron a quedarse con ellos. Les agradaba su conversación. Se sentían comprendidos y apoyados en su desconsuelo. Enseguida aquel desconocido, “sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Y a ellos se les abrieron los ojos” y reconocieron que era Jesús.
3.- El texto, redactado unos cuarenta años después del suceso, recoge la práctica de la primera comunidad cristiana, de partir el pan en recuerdo del Resucitado. Sin embargo parece prematuro que “aquel primer día de la semana”, el Señor celebrara ya la eucaristía con estos desconcertados viajeros. Otros autores sólo reconocen aquí un refrigerio que ofrecen dos viajeros a un amigo, en una posada caminera.
Pero, más allá de estas opiniones, nos queda una lección. Al compartir el pan y el vino, como Jesús nos ordenó la noche de su despedida, reconocemos su presencia entre nosotros. Y de allí nace otra exigencia: El compartir de forma generosa con los necesitados. Dimensión social del sacramento. Condición indispensable para que el Señor se haga también patente en nuestra historia.
En muchas ocasiones el desencanto nos oprime y sólo queremos regresar a Emaús, a la anterior mediocridad, así ella nos asfixie. Pero el Señor se nos hace encontradizo en
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