Llegamos al cuarto domingo de Pascua y toca el Evangelio del Buen Pastor. Jesús dice de sí mismo que es el buen pastor, que conoce a las ovejas por su nombre. Traducido a nuestro lenguaje: Jesús es nuestro pastor y nos conoce a cada uno por nuestro nombre. Más traducido: en él tenemos nombre, rostro, identidad; en él nos reconocemos como personas libres y responsables.
Más todavía: ante Jesús nos reconocemos como hijos de Dios. El Señor resucitado se convierte en nuestro hermano mayor. Nos convoca y nos sienta a la mesa de los hijos, en torno al Padre, a su Abbá, al que nos creó y nos cría, nos mantiene en la vida y nos abre a un futuro de Vida Plena, nos llena de esperanza y de sentido.
Así lo comprendieron, en el Evangelio de la semana pasada los dos de Emaús. Por eso cambiaron de dirección y de espíritu. De la decepción pasaron al entusiasmo y los que se alejaban de Jerusalén volvieron a Jerusalén.
Sólo un pastor, sólo un Señor
Las palabras de Jesús nos tienen que hacer pensar dos cosas. En primer lugar, no hay más que un pastor. Jesús es el único pastor y todos los demás somos miembros de su rebaño. Pero estos ejemplos no hay que tomarlos al pie de la letra. Que seamos parte del rebaño no quiere decir que seamos exactamente como las ovejas (animales más bien tontos, guiados por los ladridos de los perros pastores y por la voz y las piedras del pastor, preocupados apenas en ramonear la hierba del campo por el que son llevadas).
Si en Jesús nos reconocemos como hijos, si en Jesús nos reconocemos como personas libres, entonces es que somos miembros de una comunidad de hombres y mujeres libres, voluntariamente hermanos y hermanas desde la fe en el Abbá de Jesús. Una comunidad fraterna de iguales. Con un sólo Pastor y un solo Señor: Jesús.
Todos somos pastores
En segundo lugar, todos somos pastores de nuestros hermanos (¡en la carta a los Hebreos se dice que todos somos sacerdotes, profetas y reyes!). Todos somos responsables unos de otros y de la comunidad. Si fuésemos ovejas, entonces no tendríamos esa responsabilidad. Pero somos hijos, somos personas adultas y responsables.
Por eso la fraternidad es, más que una fuente de derechos, origen de obligaciones y deberes. El bienestar y la felicidad de mis hermanos y hermanas, de toda la humanidad, son responsabilidad mía.
Mi propio bienestar y felicidad dependen de que mis hermanos se sientan bien y sean felices. Así es la familia de Dios, así es como Dios nos quiere. Ese fue el sueño de Jesús. Eso era lo que quería decir cuando hablaba del Reino.
Orar por los “pastores”
En la comunidad cristiana existen también los que tienen una cierta responsabilidad: sacerdotes, obispos, cardenales, el Papa, pero también agentes de pastoral, responsables de comunidades, catequistas, educadores... Todos ellos forman, formamos –porque el que esto escribe es sacerdote–, parte del mismo rebaño. Somos “ovejas” como los demás. Se nos ha llamado a hacer un servicio.
Hoy imploramos la oración de nuestros hermanos y hermanas para que no usemos mal la responsabilidad que se nos ha confiado, para que seamos de verdad servidores, para que no nos sintamos superiores ni veamos a los demás como “ovejas” en el peor de los sentidos, para que trabajemos sin descanso por el bien de la comunidad y de cada uno de los hijos e hijas de Dios, que son todos los hombres y mujeres de este mundo, para que todos se lleguen a reconocer en Jesús, el único pastor –no lo olvidemos–, como hijos de Dios, como personas libres y responsables, llamadas a dar su propia respuesta a la llamada de Dios.
Más todavía: ante Jesús nos reconocemos como hijos de Dios. El Señor resucitado se convierte en nuestro hermano mayor. Nos convoca y nos sienta a la mesa de los hijos, en torno al Padre, a su Abbá, al que nos creó y nos cría, nos mantiene en la vida y nos abre a un futuro de Vida Plena, nos llena de esperanza y de sentido.
Así lo comprendieron, en el Evangelio de la semana pasada los dos de Emaús. Por eso cambiaron de dirección y de espíritu. De la decepción pasaron al entusiasmo y los que se alejaban de Jerusalén volvieron a Jerusalén.
Sólo un pastor, sólo un Señor
Las palabras de Jesús nos tienen que hacer pensar dos cosas. En primer lugar, no hay más que un pastor. Jesús es el único pastor y todos los demás somos miembros de su rebaño. Pero estos ejemplos no hay que tomarlos al pie de la letra. Que seamos parte del rebaño no quiere decir que seamos exactamente como las ovejas (animales más bien tontos, guiados por los ladridos de los perros pastores y por la voz y las piedras del pastor, preocupados apenas en ramonear la hierba del campo por el que son llevadas).
Si en Jesús nos reconocemos como hijos, si en Jesús nos reconocemos como personas libres, entonces es que somos miembros de una comunidad de hombres y mujeres libres, voluntariamente hermanos y hermanas desde la fe en el Abbá de Jesús. Una comunidad fraterna de iguales. Con un sólo Pastor y un solo Señor: Jesús.
Todos somos pastores
En segundo lugar, todos somos pastores de nuestros hermanos (¡en la carta a los Hebreos se dice que todos somos sacerdotes, profetas y reyes!). Todos somos responsables unos de otros y de la comunidad. Si fuésemos ovejas, entonces no tendríamos esa responsabilidad. Pero somos hijos, somos personas adultas y responsables.
Por eso la fraternidad es, más que una fuente de derechos, origen de obligaciones y deberes. El bienestar y la felicidad de mis hermanos y hermanas, de toda la humanidad, son responsabilidad mía.
Mi propio bienestar y felicidad dependen de que mis hermanos se sientan bien y sean felices. Así es la familia de Dios, así es como Dios nos quiere. Ese fue el sueño de Jesús. Eso era lo que quería decir cuando hablaba del Reino.
Orar por los “pastores”
En la comunidad cristiana existen también los que tienen una cierta responsabilidad: sacerdotes, obispos, cardenales, el Papa, pero también agentes de pastoral, responsables de comunidades, catequistas, educadores... Todos ellos forman, formamos –porque el que esto escribe es sacerdote–, parte del mismo rebaño. Somos “ovejas” como los demás. Se nos ha llamado a hacer un servicio.
Hoy imploramos la oración de nuestros hermanos y hermanas para que no usemos mal la responsabilidad que se nos ha confiado, para que seamos de verdad servidores, para que no nos sintamos superiores ni veamos a los demás como “ovejas” en el peor de los sentidos, para que trabajemos sin descanso por el bien de la comunidad y de cada uno de los hijos e hijas de Dios, que son todos los hombres y mujeres de este mundo, para que todos se lleguen a reconocer en Jesús, el único pastor –no lo olvidemos–, como hijos de Dios, como personas libres y responsables, llamadas a dar su propia respuesta a la llamada de Dios.
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