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martes, 15 de abril de 2008

Regreso del Desierto

Por Carlos Entrambasaguas
Publicado por Pastoral SJ

Dicen los cínicos y las mentes que se creen lúcidas y estoicas que la vida es poca cosa, y que su valor depende de las condiciones en las que se desarrolla. No estoy de acuerdo.
Con ese apretón todo volvió a su sitio.
Mi padre enfermó gravemente, los médicos le operaron a vida o muerte y en el postoperatorio todo se complicó. No eran capaces de controlar una taquicardia desbocada, y llegaron a pensar que no resistiría. Nos dijeron que las secuelas podían ser graves, que nos preparásemos para lo peor, que tal vez no volviese a ser nunca el hombre que conocimos.

Me sentaba a su lado por las tardes, el rato que me dejaban entrar. Un enfermero alto y flaco, de pelo largo, con aire melancólico de galgo ruso, se movía por allí en silencio. Un día me dijo que le hablase a mi padre. ¿Me escucha?, le pregunté yo. No tengo ni idea, dijo él, yo creo que sí, y por si acaso le cuento cosas.

Empecé a contarle cosas a mi padre, en vez de sentarme allí en silencio. Le veía allí, dormido en la cama, lleno de tubos, su cuerpo allí pero su alma perdida en quién sabe qué desiertos, donde yo no podía llegar. Pasaron los días.

Se me ocurrió decirle que me apretase la mano si me escuchaba. Todas las tardes me sentaba con él y de vez en cuando le pedía que me apretase la mano si me escuchaba. Un día, la apretó. Y con ese apretón todo volvió a su sitio.

Mi padre murió un par de años después, tranquilo, sin miedo ni cuentas pendientes, como consecuencia de esa misma enfermedad, después de muchas horas de conversaciones, de unas cuantas despedidas y de muchos paseos con mi madre junto al río.

Dicen que la vida es poca cosa. No estoy de acuerdo. Yo lo único que sé es que aquella tarde en la que mi padre volvió del desierto y me apretó la mano, antes de conocer las secuelas, antes de saber si era el mismo que se fue o no, todo lo que se había descolocado se ordenó de golpe.

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