No es bueno hablar constantemente de milagros, como si el cristianismo se asociara casi exclusivamente a fenómenos extraordinarios, de índole maravilloso, a apariciones, a curaciones, a anuncios y profecías misteriosas... Es deformar la fe de los cristianos el hacerles pensar que la fe tiene relación preferencial con el orden del prodigio, de lo portentoso...
La fe es, antes que nada, y previamente a su elevación por la gracia, la razonable aceptación de la verdad revelada -revelación cerrada con la muerte del último de los apóstoles- y en la cual su racionabilidad única, sus motivos de credibilidad, son lo suficientemente poderosos y evidentes para fundamentarla, sin recurrir a mercaderes de milagros ni shows de curaciones o espectáculos de apariciones.
La Iglesia Católica, la única religión verdadera o, lo que es lo mismo, la única que proclama la plenitud de la verdad y que Dios ha querido sea instrumento de salvación para todos los hombres, viene a completar al hombre en su propia diferencia específica: su razón, su inteligencia. Eso que, más allá de las impresiones o impulsos de los sentidos -que nos son comunes con los animales-, nos hace hábiles para explorar el ser de la realidad, de los demás, de Dios y, por lo tanto, nos posibilita 'amarlos' -no solo, engañosamente, 'sentirlos'-. La verdad revelada en Cristo jamás puede oponerse a las afirmaciones de la razón; aunque, en cambio, bien podría oponerse o superar el testimonio superficial de los sentidos.
De allí que muchas de las afirmaciones de la fe cristiana puedan ir más allá e, incluso, en contra del testimonio de los sentidos; en cambio nunca irán directamente en contra de la razón. Más aún: aunque a veces puedan superar en profundidad el alcance de ésta, siempre le prestarán su luz y potenciarán su modo de ver racional.
Por ejemplo: el que el agua lave o riegue y quite la sed es una evidencia palpable de los sentidos. Más allá de ellos, la razón podrá determinar los procesos químicos o físicos de este lavado, o los pasos biológicos que hacen al agua necesaria a la vida. El que, en cambio, en el bautismo, esa agua se haga instrumento de perdón y de renacimiento espiritual del hombre es algo que el hombre debe aceptar más allá de toda experimentación o razonamiento aislado, pero de ninguna manera es una afirmación absurda, contradictoria: desde los presupuestos de la fe, se hace coherente, tanto con el rito del lavado como con la razón del teólogo y del fiel que reflexionan cristianamente sobre el sacramento.
Algo de eso pasaba con el mismo Jesucristo: sus discípulos, con sus sentidos oían el sonido de su voz, con sus ojos veían el reflejo del sol en los colores de su pelo, de su piel, de sus ojos, con sus manos palpaban la solidez de su carne, la fuerza de sus brazos. Más adentro, con la inteligencia, percibían la humanidad, sabiduría y bondad de su maestro. Pero solo con la razón ilustrada por la fe pudo Tomás el Mellizo confesar: "Señor mío; y Dios mío"; y lo mismo, luego, el resto de los discípulos. No fue una afirmación disparatada: los llevó a ella la percepción racional del cumplimiento pleno en Jesús de los planes de salvación del antiguo testamento, la sapiencia y entrega de Cristo, su poder frente al mal y, sobre todo, su majestuosa Resurrección.
Lo mismo para la Eucaristía. Es obvio que nuestros sentidos lo único que captan es la textura, el color, el sabor, la consistencia del pan. Nuestra razón puede, mediante el análisis científico, determinar su composición químico-orgánica, sus moléculas de almidón, harina, levadura, sal, agua. Asociar el pan con su elaboración: con el trigo del cual proviene, con los molinos, con los distribuidores, con los hornos de los panaderos. Más aún: podría reconstruir la historia del pan y su importancia histórica: cómo permitió alimentar grandes cantidades de gente y marcar así el paso del 'paleo' al 'neolítico,' la aparición de las ciudades, la socialización, la división del trabajo... Pero el que este pan concreto se haya transformado en la realidad amable de Cristo resucitado que, a través de esta humilde apariencia, se ubica, entre nosotros y para nosotros, en actitud de amor y ofrenda, a eso solo llego por la razón apuntalada por la fe. Y es solo la razón la que, a pesar de las equívocas apariencias de pan, es capaz de iluminar el cómo ellas, tan físicamente como lo hacían el color del pelo de Jesús, de su piel, de sus ojos, la solidez de su carne, la fuerza de sus brazos, nos hacen contactarnos realísimamente con el hombre Jesús resucitado, hipostáticamente unido al Verbo con su naturaleza de Dios.
El que eso deba expresarlo la razón humana en un lenguaje filosófico-teológico que no es el habitual en el idioma de los diarios o de la televisión o del club, no quiere decir que no sea comprensible. De hecho nuestros viejos catecismos no dudaban en usarlo cuando hablaban de "transubstanciación" -término que usó el magisterio por primera vez en el IV concilio de Letrán de 1215, pero ya se utilizaba entre los teólogos, por lo menos desde Gregorio de Bérgamo- o cuando afirmaban -esos mismos catecismos- que, en la consagración, se mudaba la substancia, esencia o realidad del pan, mientras permanecía su manifestación o, en aquel lenguaje, sus accidentes.
La diferencia entre substancia y apariencia no es tan difícil de entender. Basta revisar el álbum de familia y ver que la apariencia arrugada de viejecita en su última foto, la que se sacó cuando salía recién casada, buena moza, de la Iglesia y la ya amarilla del bebe en pañales sobre la colcha de raso, correspondían, en esencia, substancialmente, bajo tres distintas apariencias, a nuestra mismísima e idéntica abuela materna.
"¡Siempre igual!", "¡los años no pasan para vos!", me dicen, mintiendo, mis amigos y amigas de joven de la playa de Miramar. (Por supuesto que soy yo. Mi misma substancia. Un poco menos de pelo, eso sí.)
En un proceso algo más complicado, pero para nada incomprensible, es el mismo Jesucristo de siempre, su substancia, el que sigue siendo bajo la apariencia de vino y de pan.
Dicho esto, es verdad que, en la historia de la Iglesia, no se tomó conciencia sino lentamente de la maravilla de la presencia de Cristo en dichas especies. La eucaristía se vivía plenamente en la celebración de la Misa. Era allí donde los fieles se ponían en contacto con la vida de Cristo que se les ofrecía en la comunión. Terminada la celebración, se conservaban hostias sobrantes para llevárselas a los enfermos o gente que por su trabajo o alejada ¡o encarcelada! no podía asistir al rito. Se guardaban en la sacristía, en armarios, eso sí, especiales y, aunque se trataban con veneración, no existía aún la costumbre de rendirles un culto especial.
Pero, hacia el siglo IX, algunos teólogos y obispos confundidos comenzaron a referirse a una presencia meramente simbólica del ser de Cristo en el pan -a la manera como el marido se hace presente simbólicamente a su mujer con un ramo de flores en el aniversario de bodas; o los hijos en el día de la madre con un regalo fabricado en la escuela; o los amigos con una tarjeta de felices fiestas en Navidad; o como cuando expresamos nuestra amistad invitando a alguien a comer a casa- Frente a estas deformaciones doctrinales la Iglesia reacciona y afirma, a través de multitud de teólogos, como el citado Gregorio de Bérgamo, que los cristianos poseemos mucho más que un símbolo, un festejo, una bandera, un himno o una escarapela: es la realidad misma del ser de Cristo lo que guardan nuestros copones, encierran nuestros sagrarios, se expone en la custodia...
Precisamente en esta época, siglo IX, comienza a aparecer la eucaristía ocupando el lugar más importante del templo, en una capilla lateral o al fondo del ábside, se adornan ricamente y toman importancia los sagrarios, se expone la hostia a la adoración de los fieles en recamadas custodias. Allí nace la elevación durante la Misa, cuando todavía se celebraba de espaldas, para que los fieles pudieran ver la hostia. "¡Más alto, más alto!" gritaban algunos enfervorizados desde el fondo del templo cuando no podían verla porque el que estaba adelante los tapaba.
En el siglo XIII, finalmente, el Papa Urbano IV instituye la fiesta de Corpus. Santo Tomás de Aquino compone para la solemnidad el oficio correspondiente y que aún hoy rezamos en el breviario, con sus conocidos himnos Lauda Sion, Pange lingua, Tantum ergo...
Se multiplicaron las manifestaciones de fe. Ellas se trasuntaban en gestos de respeto, doble genuflexión, purificación de los dedos y de las patenas y los vasos después de la comunión, cuidado de que ni siquiera una miga, una partícula cayera al suelo o quedara en las manos o en los corporales o en la ropa. Solo manos ungidas podía tocar las sagradas especies; solo religiosos o religiosas lavar los purificadores o vasos que hubieran estado en contacto con el cuerpo del Señor; solo de rodillas nos acercábamos a comulgar; solo sobre los corporales podían apoyarse los copones... y tantas señales de piedad y aprecio más. Todavía hoy, en el desastre de multitud de costumbres que llevaban a la devoción y a la fe que hemos perdido, para dar la bendición con el Santísimo, la custodia que lo contiene es tomada por el sacerdote no directamente con las manos sino con el llamado paño de hombros... En fin, maneras cambiantes ciertamente, convencionales, pero que ayudaban a conservar la devoción.
Toda esta piedad eucarística se multiplicó como signo de piedad exclusivamente católica cuando el protestantismo, con Lutero, negó la presencia real una vez terminada la Misa y, con Calvino, solo profesaba, aún en la Misa, reiterando errores de siglos atrás, una presencia meramente simbólica. Que la tentación de negar la realidad del Señor en la eucaristía cambiándola por una manera de estar puramente alegórica, emblemática, o solo en función de la unión de la comunidad o del banquete fraterno, de la fiesta, se ha vuelto a infiltrar, aún entre los católicos, en nuestros días, especialmente después del Vaticano II, lo demuestra el que, en el año 1965, Pablo VI se vio en la necesidad de redactar una encíclica, "Mysterium fidei", que reafirmaba la doctrina de siempre y señalaba los errores que proliferaban entre los fieles. Ya se ha anunciado en Roma que Juan Pablo II, frente a los mismos y renovados errores, está por sacar una última encíclica, ya en fase de elaboración, la número catorce de su pontificado -si Dios le da vida- sobre el santísimo Sacramento.
Digo que no es bueno hablar demasiado de milagros, pero, al fin y al cabo, uno de los tantos motivos de credibilidad de la Iglesia son -también- los milagros, -los auténticos, por supuesto-. Y, hay que decirlo, es la Iglesia católica la única sociedad en el mundo que los ha producido de modo numeroso y comprobable. No el budismo, no el comunismo, no el hinduismo, no el protestantismo, no nadie ... Signos soberanos que, ya en vida de Cristo, marcaban su actuación con el espaldarazo de la omnipotencia divina y se prolongaron durante todos los siglos de la vida de la Iglesia. Milagros que, aún en la mentalidad positivista de nuestra época, ya no en la lejanía de las posibles leyendas o exageraciones del pasado, siguen marcando, como con el sello de Dios, la veracidad de nuestra fe.
La eucaristía ha sido campo fecundo donde varias veces en la historia se ha hecho evidente la especial intervención divina. Nombremos solo algunos de esos signos que aún hoy cualquiera puede constatar: el famoso corporal de Bolsena, sobre el lago del mismo nombre al norte de Roma que conserva las huellas de la sangre de una hostia que manó sangre en las manos de un sacerdote incrédulo en el siglo XII y apresuró la decisión de Urbano VII de crear la fiesta de Corpus y que hoy se conserva en la Capella del Mirácolo en la Iglesia de Santa Cristina. Las 223 hostias perfectamente conservadas, sin moho ni humedad, como si estuvieran recién hechas, que hace cuatro siglos un ladrón de copones había arrojado a una alcancía llena de tierra y hoy podemos ver en la Capilla del Sacramento en la Iglesia de San Francisco en Siena. (Últimamente se las ha sometido a análisis químicos y microscópicos para comprobar no solo que se trata de hostias comunes de harina de trigo, sino que asombrosamente permanecen absolutamente incontaminadas, carentes de carcoma, ácaros, mohos o cualquier otro parásito animal o vegetal propios de la harina de la cual están compuestas). Semejante al de Bolsena en Italia, el milagro del corporal de Daroca en España, milagro sucedido durante la reconquista de Valencia. Las hostias sangrantes que se guardan en el altar de la Sagrada Forma en El Escorial. O las incorruptas, también, desde 1597 en Alcalá de Henares. La que le sangró a aquella mujer de Santarem, Portugal, cuando la llevaba robada en un pañuelo para vendérsela a una hechicera -cosa que aún hoy se practica- y se conserva, aún periódicamente sangrante, en la Iglesia de San Esteban... Y tantos más, aún de nuestros días.
Quizá uno de los más impresionantes de estos milagros o signos es el de Lanciano, Chieti, Italia. Una hostia que hace doce siglos, durante la Misa, se transformó, manando sangre, en una delgada capa de carne. Conservada durante todos esos años en una custodia, recientemente se la sometió examen y se determinó que se trataba de tejido humano. Más precisamente del pericardio de un ser humano: un corazón -¡Sagrado Corazón!-. Los tres grumos guardados en una ampolla, sin lugar a dudas, son sangre en perfecto estado.
Más cercano a nosotros -el sábado pasado hizo exactamente diez años-, sucedió algo semejante. En la parroquia de Santa María, avenida La Plata 286, un sacerdote encontró dentro del sagrario dos pequeños trozos de hostia partida, caídas por descuido fuera del copón. Las puso allí mismo, en un vasito de agua, la píxide donde los sacerdotes fuera de la Misa se solían purificar los dedos luego de distribuir la comunión. A los pocos días se habían transformado en algo de apariencia carnosa y el agua se había coloreado como con sangre. En esos mismos días, sobre dos patenas de la Misa que no habían sido suficientemente purificadas aparecieron gotas de sangre. Hace muy poco -semanas- se ha recibido la confirmación de un laboratorio de Estados Unidos de que tanto el agua como los fragmentos de hostia contienen ADN humano. La sangre es inequívocamente sangre. Todo ello se guarda, aún sin darle demasiado publicidad, en la sacristía parroquial, donde un grupo de fieles se ha asociado para rendirles veneración.
Quizá nuestra época desacralizadora, en donde tantos signos de respeto exteriores al Santísimo se van perdiendo y, quiérase o no, van minando incluso el respeto interior de muchos que se acercan ligeramente y de cualquier manera a comulgar y con indiferencia pasan frente al Santísimo y las iglesias que lo albergan, necesite cada vez más de estos signos.
Verdaderos o no, la solemnidad de Corpus Christi quiere que volvamos a la fe que en la presencia de Cristo tuvo la Iglesia desde la generación apostólica y reavivó en liturgia y oración a partir del siglo XII. Vivamos con verdadera devoción este regalo que nos hace presente tangiblemente a Cristo en todos nuestros casi abandonados sagrarios. Y no dejemos nunca de acercarnos a la eucaristía, cualquiera sea nuestra postura o manera de recibirla, con la misma actitud de adoración y agradecimiento con la cual Tomás el Mellizo dijo a Jesús: Señor mío y Dios mío.
La fe es, antes que nada, y previamente a su elevación por la gracia, la razonable aceptación de la verdad revelada -revelación cerrada con la muerte del último de los apóstoles- y en la cual su racionabilidad única, sus motivos de credibilidad, son lo suficientemente poderosos y evidentes para fundamentarla, sin recurrir a mercaderes de milagros ni shows de curaciones o espectáculos de apariciones.
La Iglesia Católica, la única religión verdadera o, lo que es lo mismo, la única que proclama la plenitud de la verdad y que Dios ha querido sea instrumento de salvación para todos los hombres, viene a completar al hombre en su propia diferencia específica: su razón, su inteligencia. Eso que, más allá de las impresiones o impulsos de los sentidos -que nos son comunes con los animales-, nos hace hábiles para explorar el ser de la realidad, de los demás, de Dios y, por lo tanto, nos posibilita 'amarlos' -no solo, engañosamente, 'sentirlos'-. La verdad revelada en Cristo jamás puede oponerse a las afirmaciones de la razón; aunque, en cambio, bien podría oponerse o superar el testimonio superficial de los sentidos.
De allí que muchas de las afirmaciones de la fe cristiana puedan ir más allá e, incluso, en contra del testimonio de los sentidos; en cambio nunca irán directamente en contra de la razón. Más aún: aunque a veces puedan superar en profundidad el alcance de ésta, siempre le prestarán su luz y potenciarán su modo de ver racional.
Por ejemplo: el que el agua lave o riegue y quite la sed es una evidencia palpable de los sentidos. Más allá de ellos, la razón podrá determinar los procesos químicos o físicos de este lavado, o los pasos biológicos que hacen al agua necesaria a la vida. El que, en cambio, en el bautismo, esa agua se haga instrumento de perdón y de renacimiento espiritual del hombre es algo que el hombre debe aceptar más allá de toda experimentación o razonamiento aislado, pero de ninguna manera es una afirmación absurda, contradictoria: desde los presupuestos de la fe, se hace coherente, tanto con el rito del lavado como con la razón del teólogo y del fiel que reflexionan cristianamente sobre el sacramento.
Algo de eso pasaba con el mismo Jesucristo: sus discípulos, con sus sentidos oían el sonido de su voz, con sus ojos veían el reflejo del sol en los colores de su pelo, de su piel, de sus ojos, con sus manos palpaban la solidez de su carne, la fuerza de sus brazos. Más adentro, con la inteligencia, percibían la humanidad, sabiduría y bondad de su maestro. Pero solo con la razón ilustrada por la fe pudo Tomás el Mellizo confesar: "Señor mío; y Dios mío"; y lo mismo, luego, el resto de los discípulos. No fue una afirmación disparatada: los llevó a ella la percepción racional del cumplimiento pleno en Jesús de los planes de salvación del antiguo testamento, la sapiencia y entrega de Cristo, su poder frente al mal y, sobre todo, su majestuosa Resurrección.
Lo mismo para la Eucaristía. Es obvio que nuestros sentidos lo único que captan es la textura, el color, el sabor, la consistencia del pan. Nuestra razón puede, mediante el análisis científico, determinar su composición químico-orgánica, sus moléculas de almidón, harina, levadura, sal, agua. Asociar el pan con su elaboración: con el trigo del cual proviene, con los molinos, con los distribuidores, con los hornos de los panaderos. Más aún: podría reconstruir la historia del pan y su importancia histórica: cómo permitió alimentar grandes cantidades de gente y marcar así el paso del 'paleo' al 'neolítico,' la aparición de las ciudades, la socialización, la división del trabajo... Pero el que este pan concreto se haya transformado en la realidad amable de Cristo resucitado que, a través de esta humilde apariencia, se ubica, entre nosotros y para nosotros, en actitud de amor y ofrenda, a eso solo llego por la razón apuntalada por la fe. Y es solo la razón la que, a pesar de las equívocas apariencias de pan, es capaz de iluminar el cómo ellas, tan físicamente como lo hacían el color del pelo de Jesús, de su piel, de sus ojos, la solidez de su carne, la fuerza de sus brazos, nos hacen contactarnos realísimamente con el hombre Jesús resucitado, hipostáticamente unido al Verbo con su naturaleza de Dios.
El que eso deba expresarlo la razón humana en un lenguaje filosófico-teológico que no es el habitual en el idioma de los diarios o de la televisión o del club, no quiere decir que no sea comprensible. De hecho nuestros viejos catecismos no dudaban en usarlo cuando hablaban de "transubstanciación" -término que usó el magisterio por primera vez en el IV concilio de Letrán de 1215, pero ya se utilizaba entre los teólogos, por lo menos desde Gregorio de Bérgamo- o cuando afirmaban -esos mismos catecismos- que, en la consagración, se mudaba la substancia, esencia o realidad del pan, mientras permanecía su manifestación o, en aquel lenguaje, sus accidentes.
La diferencia entre substancia y apariencia no es tan difícil de entender. Basta revisar el álbum de familia y ver que la apariencia arrugada de viejecita en su última foto, la que se sacó cuando salía recién casada, buena moza, de la Iglesia y la ya amarilla del bebe en pañales sobre la colcha de raso, correspondían, en esencia, substancialmente, bajo tres distintas apariencias, a nuestra mismísima e idéntica abuela materna.
"¡Siempre igual!", "¡los años no pasan para vos!", me dicen, mintiendo, mis amigos y amigas de joven de la playa de Miramar. (Por supuesto que soy yo. Mi misma substancia. Un poco menos de pelo, eso sí.)
En un proceso algo más complicado, pero para nada incomprensible, es el mismo Jesucristo de siempre, su substancia, el que sigue siendo bajo la apariencia de vino y de pan.
Dicho esto, es verdad que, en la historia de la Iglesia, no se tomó conciencia sino lentamente de la maravilla de la presencia de Cristo en dichas especies. La eucaristía se vivía plenamente en la celebración de la Misa. Era allí donde los fieles se ponían en contacto con la vida de Cristo que se les ofrecía en la comunión. Terminada la celebración, se conservaban hostias sobrantes para llevárselas a los enfermos o gente que por su trabajo o alejada ¡o encarcelada! no podía asistir al rito. Se guardaban en la sacristía, en armarios, eso sí, especiales y, aunque se trataban con veneración, no existía aún la costumbre de rendirles un culto especial.
Pero, hacia el siglo IX, algunos teólogos y obispos confundidos comenzaron a referirse a una presencia meramente simbólica del ser de Cristo en el pan -a la manera como el marido se hace presente simbólicamente a su mujer con un ramo de flores en el aniversario de bodas; o los hijos en el día de la madre con un regalo fabricado en la escuela; o los amigos con una tarjeta de felices fiestas en Navidad; o como cuando expresamos nuestra amistad invitando a alguien a comer a casa- Frente a estas deformaciones doctrinales la Iglesia reacciona y afirma, a través de multitud de teólogos, como el citado Gregorio de Bérgamo, que los cristianos poseemos mucho más que un símbolo, un festejo, una bandera, un himno o una escarapela: es la realidad misma del ser de Cristo lo que guardan nuestros copones, encierran nuestros sagrarios, se expone en la custodia...
Precisamente en esta época, siglo IX, comienza a aparecer la eucaristía ocupando el lugar más importante del templo, en una capilla lateral o al fondo del ábside, se adornan ricamente y toman importancia los sagrarios, se expone la hostia a la adoración de los fieles en recamadas custodias. Allí nace la elevación durante la Misa, cuando todavía se celebraba de espaldas, para que los fieles pudieran ver la hostia. "¡Más alto, más alto!" gritaban algunos enfervorizados desde el fondo del templo cuando no podían verla porque el que estaba adelante los tapaba.
En el siglo XIII, finalmente, el Papa Urbano IV instituye la fiesta de Corpus. Santo Tomás de Aquino compone para la solemnidad el oficio correspondiente y que aún hoy rezamos en el breviario, con sus conocidos himnos Lauda Sion, Pange lingua, Tantum ergo...
Se multiplicaron las manifestaciones de fe. Ellas se trasuntaban en gestos de respeto, doble genuflexión, purificación de los dedos y de las patenas y los vasos después de la comunión, cuidado de que ni siquiera una miga, una partícula cayera al suelo o quedara en las manos o en los corporales o en la ropa. Solo manos ungidas podía tocar las sagradas especies; solo religiosos o religiosas lavar los purificadores o vasos que hubieran estado en contacto con el cuerpo del Señor; solo de rodillas nos acercábamos a comulgar; solo sobre los corporales podían apoyarse los copones... y tantas señales de piedad y aprecio más. Todavía hoy, en el desastre de multitud de costumbres que llevaban a la devoción y a la fe que hemos perdido, para dar la bendición con el Santísimo, la custodia que lo contiene es tomada por el sacerdote no directamente con las manos sino con el llamado paño de hombros... En fin, maneras cambiantes ciertamente, convencionales, pero que ayudaban a conservar la devoción.
Toda esta piedad eucarística se multiplicó como signo de piedad exclusivamente católica cuando el protestantismo, con Lutero, negó la presencia real una vez terminada la Misa y, con Calvino, solo profesaba, aún en la Misa, reiterando errores de siglos atrás, una presencia meramente simbólica. Que la tentación de negar la realidad del Señor en la eucaristía cambiándola por una manera de estar puramente alegórica, emblemática, o solo en función de la unión de la comunidad o del banquete fraterno, de la fiesta, se ha vuelto a infiltrar, aún entre los católicos, en nuestros días, especialmente después del Vaticano II, lo demuestra el que, en el año 1965, Pablo VI se vio en la necesidad de redactar una encíclica, "Mysterium fidei", que reafirmaba la doctrina de siempre y señalaba los errores que proliferaban entre los fieles. Ya se ha anunciado en Roma que Juan Pablo II, frente a los mismos y renovados errores, está por sacar una última encíclica, ya en fase de elaboración, la número catorce de su pontificado -si Dios le da vida- sobre el santísimo Sacramento.
Digo que no es bueno hablar demasiado de milagros, pero, al fin y al cabo, uno de los tantos motivos de credibilidad de la Iglesia son -también- los milagros, -los auténticos, por supuesto-. Y, hay que decirlo, es la Iglesia católica la única sociedad en el mundo que los ha producido de modo numeroso y comprobable. No el budismo, no el comunismo, no el hinduismo, no el protestantismo, no nadie ... Signos soberanos que, ya en vida de Cristo, marcaban su actuación con el espaldarazo de la omnipotencia divina y se prolongaron durante todos los siglos de la vida de la Iglesia. Milagros que, aún en la mentalidad positivista de nuestra época, ya no en la lejanía de las posibles leyendas o exageraciones del pasado, siguen marcando, como con el sello de Dios, la veracidad de nuestra fe.
La eucaristía ha sido campo fecundo donde varias veces en la historia se ha hecho evidente la especial intervención divina. Nombremos solo algunos de esos signos que aún hoy cualquiera puede constatar: el famoso corporal de Bolsena, sobre el lago del mismo nombre al norte de Roma que conserva las huellas de la sangre de una hostia que manó sangre en las manos de un sacerdote incrédulo en el siglo XII y apresuró la decisión de Urbano VII de crear la fiesta de Corpus y que hoy se conserva en la Capella del Mirácolo en la Iglesia de Santa Cristina. Las 223 hostias perfectamente conservadas, sin moho ni humedad, como si estuvieran recién hechas, que hace cuatro siglos un ladrón de copones había arrojado a una alcancía llena de tierra y hoy podemos ver en la Capilla del Sacramento en la Iglesia de San Francisco en Siena. (Últimamente se las ha sometido a análisis químicos y microscópicos para comprobar no solo que se trata de hostias comunes de harina de trigo, sino que asombrosamente permanecen absolutamente incontaminadas, carentes de carcoma, ácaros, mohos o cualquier otro parásito animal o vegetal propios de la harina de la cual están compuestas). Semejante al de Bolsena en Italia, el milagro del corporal de Daroca en España, milagro sucedido durante la reconquista de Valencia. Las hostias sangrantes que se guardan en el altar de la Sagrada Forma en El Escorial. O las incorruptas, también, desde 1597 en Alcalá de Henares. La que le sangró a aquella mujer de Santarem, Portugal, cuando la llevaba robada en un pañuelo para vendérsela a una hechicera -cosa que aún hoy se practica- y se conserva, aún periódicamente sangrante, en la Iglesia de San Esteban... Y tantos más, aún de nuestros días.
Quizá uno de los más impresionantes de estos milagros o signos es el de Lanciano, Chieti, Italia. Una hostia que hace doce siglos, durante la Misa, se transformó, manando sangre, en una delgada capa de carne. Conservada durante todos esos años en una custodia, recientemente se la sometió examen y se determinó que se trataba de tejido humano. Más precisamente del pericardio de un ser humano: un corazón -¡Sagrado Corazón!-. Los tres grumos guardados en una ampolla, sin lugar a dudas, son sangre en perfecto estado.
Más cercano a nosotros -el sábado pasado hizo exactamente diez años-, sucedió algo semejante. En la parroquia de Santa María, avenida La Plata 286, un sacerdote encontró dentro del sagrario dos pequeños trozos de hostia partida, caídas por descuido fuera del copón. Las puso allí mismo, en un vasito de agua, la píxide donde los sacerdotes fuera de la Misa se solían purificar los dedos luego de distribuir la comunión. A los pocos días se habían transformado en algo de apariencia carnosa y el agua se había coloreado como con sangre. En esos mismos días, sobre dos patenas de la Misa que no habían sido suficientemente purificadas aparecieron gotas de sangre. Hace muy poco -semanas- se ha recibido la confirmación de un laboratorio de Estados Unidos de que tanto el agua como los fragmentos de hostia contienen ADN humano. La sangre es inequívocamente sangre. Todo ello se guarda, aún sin darle demasiado publicidad, en la sacristía parroquial, donde un grupo de fieles se ha asociado para rendirles veneración.
Quizá nuestra época desacralizadora, en donde tantos signos de respeto exteriores al Santísimo se van perdiendo y, quiérase o no, van minando incluso el respeto interior de muchos que se acercan ligeramente y de cualquier manera a comulgar y con indiferencia pasan frente al Santísimo y las iglesias que lo albergan, necesite cada vez más de estos signos.
Verdaderos o no, la solemnidad de Corpus Christi quiere que volvamos a la fe que en la presencia de Cristo tuvo la Iglesia desde la generación apostólica y reavivó en liturgia y oración a partir del siglo XII. Vivamos con verdadera devoción este regalo que nos hace presente tangiblemente a Cristo en todos nuestros casi abandonados sagrarios. Y no dejemos nunca de acercarnos a la eucaristía, cualquiera sea nuestra postura o manera de recibirla, con la misma actitud de adoración y agradecimiento con la cual Tomás el Mellizo dijo a Jesús: Señor mío y Dios mío.
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