En mayo de 1968 –ahora se cumplen 40 años—en las paredes de la Universidad de la Sorbona, en Paris, apareció una pintada que decía: “¿Sabíais que existen cristianos?” Creo que hoy mismo –como lo debimos hacer hace 40 años—deberíamos recoger el reto que esta frase significa y pensar si mi vida cristiana se nota a mi alrededor, como se nota el sabor de la sal, o se ve el rayo de luz aunque sea tenue y pequeño. Si nuestro cristianismo no es ratón de sacristía, si no andamos por el mundo pidiendo perdón por ser cristianos, pidiendo permiso y prometiendo no molestar.
En su lenguaje simbólico nos dice San Lucas que cuando el Espíritu se volcó sobre la incipiente Iglesia lo hizo con tal violencia como viento huracanado que amenazaba echar abajo esas paredes entre las que los apóstoles, como nosotros, se habían encerrado. Y al ruido escandaloso de abrirse puertas y ventanas de la Iglesia se arremolinó gente de todas las naciones y comenzaron a darse cuenta que existían seguidores de Cristo, que existían los cristianos.
Los Hechos de los Apóstoles, el Evangelio del Espíritu Santo, nos habla constantemente de a dónde llevaba ese Espíritu a la Iglesia. Allí se ve a los discípulos llenos de alegría en la proclamación de la Fe, llenos de valentía, “porque hay que obedecer antes a Dios que a los hombres…” Los guardias, los tribunales, las comisarías y las cárceles aparecen constantemente.
Valentía en la proclamación de la fe de la que nadie tiene por qué avergonzarse, porque es una Fe que lleva dentro de si el triunfo seguro. Murió Jesús porque un caza-recompensas lo vendió y lo mató por treinta monedas de plata. Han muerto millones de cristianos a lo largo de los siglos, pero hay uno a quien nadie puede perseguir ni matar y ese es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que mantuvo en Japón la Fe durante doscientos años son el apoyo de la Iglesia Jerárquica que no existía, que bajo la persecución en diferentes lugares de la tierra –los antiguos países del Este, por ejemplo—ha mantenido la fe viva hasta estos días de libertad
Y es que el Espíritu Santo es paz como Cristo la dio, no es inacción, es viento que abre de golpe puertas y ventanas, es fuego que arde escondido largo tiempo, pero que al fin lo incendia todo. Si es flor, no es, ciertamente, flor de adormidera.
Jesús da su paz, pero no como la da el mundo, no es la paz del que dormita al sol con el ala del sombrero sobre los ojos, da la paz, pero envía, empuja a la acción, envía como Él ha sido enviado y no fue, precisamente, a dar un paseo por el mundo. Fue enviado a proclamar con valentía la buena nueva de que todos somos iguales ante Dios y esto no es admisible para lo que proclaman que todos somos iguales… pero unos más que otros.
No apaguéis el Espíritu Santo, nos dice San Pablo. No queramos encerrar al Espíritu aunque sea en jaula de oro. El peligro de la Iglesia nunca ha sido el que viene de fuera, esas olas y esos vientos no han hecho más que robustecer sus raíces, como robustecen la del pino de la montaña que lucha con las tempestades. El verdadero peligro en la Iglesia ha estado siempre dentro, el querer conformarse con el frescor de nuestros templos, defendidos del exterior por gruesos muros, el convertir el evangelio en un libro de sacristía.
El Evangelio es un libro para la vida y la vida está fuera, donde viven la mayoría de los hombres y mujeres. Llevemos en nuestras vidas ese evangelio y enseñémosles que existen cristianos.
En su lenguaje simbólico nos dice San Lucas que cuando el Espíritu se volcó sobre la incipiente Iglesia lo hizo con tal violencia como viento huracanado que amenazaba echar abajo esas paredes entre las que los apóstoles, como nosotros, se habían encerrado. Y al ruido escandaloso de abrirse puertas y ventanas de la Iglesia se arremolinó gente de todas las naciones y comenzaron a darse cuenta que existían seguidores de Cristo, que existían los cristianos.
Los Hechos de los Apóstoles, el Evangelio del Espíritu Santo, nos habla constantemente de a dónde llevaba ese Espíritu a la Iglesia. Allí se ve a los discípulos llenos de alegría en la proclamación de la Fe, llenos de valentía, “porque hay que obedecer antes a Dios que a los hombres…” Los guardias, los tribunales, las comisarías y las cárceles aparecen constantemente.
Valentía en la proclamación de la fe de la que nadie tiene por qué avergonzarse, porque es una Fe que lleva dentro de si el triunfo seguro. Murió Jesús porque un caza-recompensas lo vendió y lo mató por treinta monedas de plata. Han muerto millones de cristianos a lo largo de los siglos, pero hay uno a quien nadie puede perseguir ni matar y ese es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que mantuvo en Japón la Fe durante doscientos años son el apoyo de la Iglesia Jerárquica que no existía, que bajo la persecución en diferentes lugares de la tierra –los antiguos países del Este, por ejemplo—ha mantenido la fe viva hasta estos días de libertad
Y es que el Espíritu Santo es paz como Cristo la dio, no es inacción, es viento que abre de golpe puertas y ventanas, es fuego que arde escondido largo tiempo, pero que al fin lo incendia todo. Si es flor, no es, ciertamente, flor de adormidera.
Jesús da su paz, pero no como la da el mundo, no es la paz del que dormita al sol con el ala del sombrero sobre los ojos, da la paz, pero envía, empuja a la acción, envía como Él ha sido enviado y no fue, precisamente, a dar un paseo por el mundo. Fue enviado a proclamar con valentía la buena nueva de que todos somos iguales ante Dios y esto no es admisible para lo que proclaman que todos somos iguales… pero unos más que otros.
No apaguéis el Espíritu Santo, nos dice San Pablo. No queramos encerrar al Espíritu aunque sea en jaula de oro. El peligro de la Iglesia nunca ha sido el que viene de fuera, esas olas y esos vientos no han hecho más que robustecer sus raíces, como robustecen la del pino de la montaña que lucha con las tempestades. El verdadero peligro en la Iglesia ha estado siempre dentro, el querer conformarse con el frescor de nuestros templos, defendidos del exterior por gruesos muros, el convertir el evangelio en un libro de sacristía.
El Evangelio es un libro para la vida y la vida está fuera, donde viven la mayoría de los hombres y mujeres. Llevemos en nuestras vidas ese evangelio y enseñémosles que existen cristianos.
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