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jueves, 22 de mayo de 2008

El misterio de la obediencia de Jesús

Por Severino María Alonso, cmf
Publicado por Ciudad Redonda

Jesús es no sólo la personificación de la autoridad, sino también la personificación de la obediencia. El es “el Obediente”. Toda su vida es un misterio continuado y radical de obediencia al Padre: desde su venida al mundo, en la Encarnación, hasta su muerte en la cruz1. Y tiene clara conciencia de ello. Por eso, lo afirma y proclama abiertamente, sin la menor vacilación: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre que me ha enviado, y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34). “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 5, 19). “Yo no puedo hacer nada por mi cuenta… No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5, 30). “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6, 38). “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me ha enviado” (Jn 7, 16). “Yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn 8, 29). “No he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado” (Jn 8, 42). “Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta” (Jn 14, 10). “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31). “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22. 42; Mt 26, 42).

“La obediencia de Jesucristo tiene dos facetas fundamentales: reconocerse dentro -en el centro- del plan del Padre y aceptar incondicionalmente el plan divino con todas las consecuencias... En la obediencia de Cristo tenemos también las notas esenciales que encontramos en la obediencia del Pueblo de Dios:

a) Supone una misión, una comunicación de la voluntad del Padre, que es voluntad salvífica: amor a los hombres.
b) La respuesta a la misión -vocación- es la obediencia, que es aceptación incondicional del plan divino.
c) Por esta aceptación se entra en la economía de la salvación del mundo. En Cristo, se produce la exaltación.
d) La obediencia supone fe en la misión o en la Palabra del Padre; en Cristo es la conciencia que tiene él de haber sido enviado y de hablar lo que ha oído al Padre”2.

¿Cómo podría describirse la obediencia de Jesús? Diciendo que fue: Sumisión total en amor (=filial) al querer del Padre, manifestado y discernido, muchas veces, a través de mediaciones humanas.

Si en la vida de Jesús no hubieran existido mediaciones humanas, porque el Padre le hubiera manifestado siempre su voluntad directamente, sin intermediario alguno, por la infinita comunión en la naturaleza divina, Jesús no sería modelo y ejemplar de obediencia, para nosotros; y, concretamente, para los religiosos. Sería, más bien, modelo de autoridad, pero no de obediencia. Más aún, en el Evangelio no habría ninguna llamada explícita y directa a la obediencia, tal como se pretende vivir en la vida consagrada y, especialmente, en la vida religiosa. Así lo han afirmado algunos buenos exegetas y teólogos3.

Pero resulta claro, por el Evangelio, que, a lo largo de toda la vida de Jesús, existieron múltiples mediaciones, a través de las cuales, conoció y acogió siempre la voluntad del Padre, en docilidad activa. Jesús vivía con todas las antenas abiertas para percibir el mínimo signo de la voluntad del Padre. Y como tenía “hambre y sed de justicia” y era absolutamente “limpio de corazón”, quedó de verdad saciado y vio realmente a Dios (cf Mt 5, 6.8). Se dejó iluminar por esas mediaciones y descubrió, por medio de ellas, lo que el Padre quería de él, en cada una de las distintas circunstancias de su vida.

¿Cuáles fueron esas mediaciones? Ante todo, su propia conciencia humana. Pero, también y de un modo especial, durante los treinta años de su vida oculta, María y José; la ley, las autoridades religiosas y civiles, las necesidades de los demás, etc.

Es significativo y aleccionador que, para describir el misterio de la llamada vida oculta de Jesús, desde los doce hasta los treinta años, san Lucas hable simplemente de sumisión a María y a José: “Y vivía sometido a ellos” (Lc 2, 51). Para Jesús, vivir en sumisión a María y a José, era su manera histórica de vivir en obediencia al Padre. Porque era eso, justamente lo que el Padre quería de él. Es un misterio de dependencia filial y amorosa con respecto a sus padres de la tierra, como modo concreto de vivir en filial y amorosa obediencia al Padre del cielo.

La sumisión dice referencia a las mediaciones. La obediencia, en sentido teológico, dice referencia a Dios y, propiamente, sólo a Dios, lo mismo que la fe. Hablando con rigor, los superiores -las autoridades, jerárquicas o religiosas- no son nunca término del acto de obediencia, como tampoco son nunca término del acto de fe, sino testigos y mediaciones, en orden a creer de verdad en Dios y a obedecer de verdad a Dios.

Del mismo modo que, hablando con propiedad, no creemos en los apóstoles, sino en Jesucristo, pero sabemos con garantía que creemos de veras en Jesucristo -y no en un fantasma inventado por nosotros-, porque creemos a los apóstoles, que son testigos cualificados de nuestra fe, así tampoco obedecemos a los superiores, sino a Dios, que es el único digno de una entrega tan radical de la persona humana (cf RC 2). Acogiendo el testimonio que nos ofrecen los testigos de Jesús -los apóstoles, la iglesia, el papa, los obispos-, tengo garantía de creer en Jesús. Y acogiendo la ‘interpretación’ que me ofrecen las distintas mediaciones -en sus diversos grados-, tengo suficiente garantía y certidumbre de obedecer a Dios.

La primera mediación, en nuestra vida cristiana y religiosa, es la propia conciencia, que no es ‘voz de Dios’, sino testigo de la voz de Dios. El primer testigo. El más cercano e inmediato a cada uno de nosotros. Por eso, habrá que escuchar siempre la voz de la conciencia, sin preterirla nunca. Y habrá que respetar siempre la conciencia de los demás. Y, muchas veces, nos bastará esta primera mediación para saber lo que Dios quiere de nosotros, sobre todo, cuando nuestra decisión no tiene ninguna repercusión en los otros y se refiere sólo al ámbito estrictamente personal. En todo caso, hay que recordar que -como dice Pablo VI- “la conciencia no es, por sí sola, el árbitro del valor moral de las acciones que inspira, sino que debe hacer referencia a normas objetivas y, si es necesario, reformarse y rectificarse”4. Es conocida, a este respecto, y se ha hecho ya célebre, la afirmación del cardenal Newman: “La conciencia es el más genuino vicario de Cristo”5.

La pérdida de Jesús en el Templo (cf Lc 2, 41-52) constituye, en el conjunto de su vida, una buena lección de teología. Nos enseña a comprender, en su justo valor, el sentido de las mediaciones. Porque existen dos graves peligros. Por una parte, el peligro de absolutizarlas, considerándolas siempre como infalibles. Y, por otra, el de prescindir siempre de ellas, no teniéndolas para nada en cuenta. Ahora bien, se impone un juicioso término medio. Las mediaciones son válidas, forman la trama ordinaria de nuestra vida, humana y cristiana, hasta el punto de que, sin ellas, no podríamos vivir razonablemente, porque caeríamos en un inevitable subjetivismo o en el iluminismo protestante. Pero, las mediaciones, como la misma palabra indica, están siempre en medio, no están nunca al final, porque no son término, ni de nuestra obediencia, ni de nuestra fe. Y por eso, no tienen un valor absoluto, ni nos ofrecen una certeza infalible.

Jesús, quedándose en Jerusalén, “sin que lo supieran sus padres” (Lc 2, 43), prescindió -una vez- de esa concreta mediación, para enseñarnos con su ejemplo a “relativizar” las mediaciones, a no considerarlas nunca como “absolutas”. Jesús no actuó ‘en contra’ de la mediación de María y de José. Simplemente, en una ocasión, prescindió de ella. Este gesto no es algo habitual, sino esporádico. Es un “episodio solitario como una palmera en la aridez de los treinta años de vida oculta”. Pero resulta significativo y aleccionador.

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