En aquel tiempo dijo Jesús: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Aquél día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?” Yo entonces les declararé: “Nunca los he conocido. Aléjense de mí, malvados.” El que escucha mis palabras y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, que no se hundió porque estaba cimentada sobre roca.
Pero el que escucha mis palabras y no las pone en práctica se parece aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y ésta se hundió totalmente”.» (Mateo 7, 21-27).
El Evangelio de hoy nos sitúa en el contexto del “Sermón de la Montaña”, nombre dado al compendio de las enseñanzas de Jesús que abarca los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio según san Mateo. A partir del texto del Evangelio que acabamos de oír, y teniendo en cuenta también las demás lecturas bíblicas [Deuteronomio 11, 18-28; Salmo 31 (30); Carta de Pablo a los Romanos 3, 21-28], meditemos en lo que nos dice Jesús al concluir el Sermón de la Montaña, indicándonos en qué consiste ser auténticos discípulos suyos.
1. El verdadero discípulo de Jesús cumple lo que dice, a imagen y semejanza suya
En el Evangelio es significativa la comparación entre dos tipos de actitudes: la de quien edifica su casa sobre el fundamento sólido de la roca, y la de quien lo hace sobre la base endeble de la arena.
La imagen de la roca es empleada en el lenguaje bíblico para hacer referencia a la confianza en Dios. En este sentido, con frecuencia se le invoca tal como lo hace el segundo versículo del Salmo 31 (30): “Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca”. Decir que Dios es nuestra “roca” es afirmar que confiamos en él porque su amor es firme, permanente y por eso verdadero. No en vano el término hebreo “emunah” significa igualmente tanto firmeza y solidez como verdad y fidelidad. Podemos confiar en Dios porque es fiel en el cumplimiento de sus promesas, porque su Palabra es efectiva: Él cumple lo que dice.
Pues bien, Jesús, que es Dios hecho hombre, nos exhorta a que también nosotros, para ser de verdad sus seguidores, demostremos con el cumplimiento de la voluntad de Dios la fe que proclamamos.
2. El verdadero discípulo de Jesús muestra su fe no sólo de palabra sino con hechos
La imagen de la casa edificada sobre roca es empleada por Jesús para decirnos que, si con nuestras palabras lo reconocemos a Él como “Señor”, es decir, como el que manda en nuestra vida, tenemos que pasar del dicho al hecho mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios. Para nada nos sirven los ritos externos ni los rezos en los cuales proclamamos a Cristo como nuestro “Señor”, si no llevamos a la práctica sus enseñanzas, cuya esencia es el amor al prójimo hasta las últimas consecuencias.
Es especialmente significativa en este pasaje del Evangelio la igualdad planteada entre cumplir la voluntad de Dios Padre y poner en práctica las palabras de Jesús. Él es la imagen visible de Dios Padre, pues sus enseñanzas, de las cuales dio testimonio no sólo de palabra sino con el ejemplo de su propia vida, corresponden precisamente a lo que en su propia expresión llamaba “la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Y es también muy significativa la expresión “aquel día”, con la cual se refiere Jesús al momento de nuestro encuentro definitivo con Él en la eternidad. Tal momento será precisamente lo que llamamos el “juicio final”, en el que nos presentaremos ante el Señor para la declaración de nuestro destino eterno, y entonces contará no lo que hayamos dicho de palabra para expresar nuestra fe, sino lo que hayamos hecho para cumplir su voluntad, que es voluntad de amor al prójimo, como el propio Jesús lo indica en otro pasaje del mismo Evangelio según san Mateo (25, 31-40).
3. El verdadero discípulo de Jesús se sabe salvado por Él, no por méritos propios
“Métanse mis palabras en el corazón y en el alma, átenlas a la muñeca de sus manos como un signo y póngalas como señal en su frente”, les había dicho Dios a los israelitas por medio de Moisés, tal como nos lo cuenta la primera lectura de este domingo, tomada del libro del Deuteronomio. La segunda parte de esta exhortación era tomada a la letra en tiempos de Jesús por los fariseos y doctores de la Ley, que se amarraban en sus manos y en sus frentes unas réplicas en miniatura de la “Torah”, es decir, de los mandamientos de la Ley de Dios. Pero lo dicho en la primera parte, aquello de meterse la Ley de Dios en el corazón y en el alma, propiamente no lo cumplían porque se quedaban en los ritos externos, sin realizar lo esencial de la voluntad divina, que como lo hemos recordado anteriormente es voluntad de amor.
Por eso, frente a la hipocresía de quienes se sienten justificados, santos y superiores a los demás por realizar unos ritos determinados, san Pablo escribe lo que nos presenta la segunda lectura de este domingo. Cuando él dice que “el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la ley”, se está refiriendo precisamente a que no son los supuestos méritos de quien cumple unas prescripciones rituales lo que lo hacen justo ante Dios, sino que es la fe, es decir, la adhesión sincera al Señor con todo lo que ella implica de reconocimiento humilde de su poder y de su amor salvador, la que nos hace posible cumplir su voluntad y entrar así en la onda del “Reino de los cielos”, es decir, del Reino de Dios, desde ahora y para toda la eternidad.
Dispongámonos pues, con la ayuda de Dios, a realizar con hechos lo que expresamos de palabra al proclamar nuestra fe cuando reconocemos a Jesús como “Señor” nuestro, cumpliendo la voluntad del Padre que es voluntad de amor, con la cual Él mismo se identificó plenamente hasta la muerte en la cruz para resucitar a una vida nueva.-
Pero el que escucha mis palabras y no las pone en práctica se parece aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y ésta se hundió totalmente”.» (Mateo 7, 21-27).
El Evangelio de hoy nos sitúa en el contexto del “Sermón de la Montaña”, nombre dado al compendio de las enseñanzas de Jesús que abarca los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio según san Mateo. A partir del texto del Evangelio que acabamos de oír, y teniendo en cuenta también las demás lecturas bíblicas [Deuteronomio 11, 18-28; Salmo 31 (30); Carta de Pablo a los Romanos 3, 21-28], meditemos en lo que nos dice Jesús al concluir el Sermón de la Montaña, indicándonos en qué consiste ser auténticos discípulos suyos.
1. El verdadero discípulo de Jesús cumple lo que dice, a imagen y semejanza suya
En el Evangelio es significativa la comparación entre dos tipos de actitudes: la de quien edifica su casa sobre el fundamento sólido de la roca, y la de quien lo hace sobre la base endeble de la arena.
La imagen de la roca es empleada en el lenguaje bíblico para hacer referencia a la confianza en Dios. En este sentido, con frecuencia se le invoca tal como lo hace el segundo versículo del Salmo 31 (30): “Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca”. Decir que Dios es nuestra “roca” es afirmar que confiamos en él porque su amor es firme, permanente y por eso verdadero. No en vano el término hebreo “emunah” significa igualmente tanto firmeza y solidez como verdad y fidelidad. Podemos confiar en Dios porque es fiel en el cumplimiento de sus promesas, porque su Palabra es efectiva: Él cumple lo que dice.
Pues bien, Jesús, que es Dios hecho hombre, nos exhorta a que también nosotros, para ser de verdad sus seguidores, demostremos con el cumplimiento de la voluntad de Dios la fe que proclamamos.
2. El verdadero discípulo de Jesús muestra su fe no sólo de palabra sino con hechos
La imagen de la casa edificada sobre roca es empleada por Jesús para decirnos que, si con nuestras palabras lo reconocemos a Él como “Señor”, es decir, como el que manda en nuestra vida, tenemos que pasar del dicho al hecho mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios. Para nada nos sirven los ritos externos ni los rezos en los cuales proclamamos a Cristo como nuestro “Señor”, si no llevamos a la práctica sus enseñanzas, cuya esencia es el amor al prójimo hasta las últimas consecuencias.
Es especialmente significativa en este pasaje del Evangelio la igualdad planteada entre cumplir la voluntad de Dios Padre y poner en práctica las palabras de Jesús. Él es la imagen visible de Dios Padre, pues sus enseñanzas, de las cuales dio testimonio no sólo de palabra sino con el ejemplo de su propia vida, corresponden precisamente a lo que en su propia expresión llamaba “la voluntad de mi Padre que está en el cielo”.
Y es también muy significativa la expresión “aquel día”, con la cual se refiere Jesús al momento de nuestro encuentro definitivo con Él en la eternidad. Tal momento será precisamente lo que llamamos el “juicio final”, en el que nos presentaremos ante el Señor para la declaración de nuestro destino eterno, y entonces contará no lo que hayamos dicho de palabra para expresar nuestra fe, sino lo que hayamos hecho para cumplir su voluntad, que es voluntad de amor al prójimo, como el propio Jesús lo indica en otro pasaje del mismo Evangelio según san Mateo (25, 31-40).
3. El verdadero discípulo de Jesús se sabe salvado por Él, no por méritos propios
“Métanse mis palabras en el corazón y en el alma, átenlas a la muñeca de sus manos como un signo y póngalas como señal en su frente”, les había dicho Dios a los israelitas por medio de Moisés, tal como nos lo cuenta la primera lectura de este domingo, tomada del libro del Deuteronomio. La segunda parte de esta exhortación era tomada a la letra en tiempos de Jesús por los fariseos y doctores de la Ley, que se amarraban en sus manos y en sus frentes unas réplicas en miniatura de la “Torah”, es decir, de los mandamientos de la Ley de Dios. Pero lo dicho en la primera parte, aquello de meterse la Ley de Dios en el corazón y en el alma, propiamente no lo cumplían porque se quedaban en los ritos externos, sin realizar lo esencial de la voluntad divina, que como lo hemos recordado anteriormente es voluntad de amor.
Por eso, frente a la hipocresía de quienes se sienten justificados, santos y superiores a los demás por realizar unos ritos determinados, san Pablo escribe lo que nos presenta la segunda lectura de este domingo. Cuando él dice que “el hombre es justificado por la fe, no por las obras de la ley”, se está refiriendo precisamente a que no son los supuestos méritos de quien cumple unas prescripciones rituales lo que lo hacen justo ante Dios, sino que es la fe, es decir, la adhesión sincera al Señor con todo lo que ella implica de reconocimiento humilde de su poder y de su amor salvador, la que nos hace posible cumplir su voluntad y entrar así en la onda del “Reino de los cielos”, es decir, del Reino de Dios, desde ahora y para toda la eternidad.
Dispongámonos pues, con la ayuda de Dios, a realizar con hechos lo que expresamos de palabra al proclamar nuestra fe cuando reconocemos a Jesús como “Señor” nuestro, cumpliendo la voluntad del Padre que es voluntad de amor, con la cual Él mismo se identificó plenamente hasta la muerte en la cruz para resucitar a una vida nueva.-
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