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miércoles, 14 de mayo de 2008

Solemnidad de la Santisima Trinidad - Ciclo A: Dios, ¿juez o salvador?

por Jesús Burgaleta
Palabra del Domingo. Homilías ciclo A. PPC. Madrid, 1983, pp. 118-122
Publicado por El Libro de Arena

No tiene Dios buena imagen entre muchos cristianos. La catequesis, las predicaciones, las pinturas de la tradición, nos lo han mostrado muchas veces, ante todo y sobre todo, como «Juez»,
El «censor» interior que todos llevamos dentro, ese tribunal que está constantemente determinando lo bueno y lo malo, encuentra en Dios, para muchos, su más clara expresión.
La misma Iglesia, convertida en dictaminadora de la norma moral, estableciendo la rectitud de los actos, imponiendo normas, juzgando sobre los comportamientos, convirtiendo a veces la vida de la fe en un moralismo, posiblemente haya enturbiado lo que en realidad es el rostro de Dios de Jesucristo.
Así, Dios aparece ante todo y sobre todo para muchos creyentes como Juez, Juez riguroso, recto, temible; que nos vigila, escruta y no nos deja pasar ni una. Juez que sopesa con dureza y frialdad en su balanza lo bueno y lo malo de cada uno. Juez ante cuyo tribunal un día irremediablemente tenemos que presentarnos y que dictará sentencia matemática sobre nuestra vida.
Relacionan a Dios muchos, exclusivamente con la «ley», que él sanciona con el premio o el castigo; con la moral, él dictamina sobre nuestra vida lo que hacemos bien o mal; con los méritos o deméritos, que él sopesa para dar a cada uno su merecido; con el sacramento de la penitencia, en el que el ministro como juez dicta una sentencia sobre nosotros que es sellada por el mismo cielo; con el terrible juicio final, en el que pronunciará sentencia respecto a la salvación o perdición.
Da pena ver a tantos cristianos con miedo ante Dios, atemorizados por este Dios-Juez, temblando en su presencia, padeciendo angustias durante el sueño, viviendo ya con verdadero pánico ese momento en que tendremos que comparecer ante él. El «santo temor de Dios» se ha convertido en el «diabólico temor de Dios». El encuentro con Dios se ha convertido en un juicio, en el que Dios con la droga de la verdad y la fuerza del fuego, descubrirá nuestros delitos y nos purificará o nos abandonará a nuestra suerte. El cumplimiento del anhelo de nuestra vida –el gozo de estar en Dios, raíz y plenitud de nuestro ser– se ha convertido en un espanto.
No sé como decirlo, por la fuerza que quiero poner en ello, por la experiencia que quiero proclamar y por la claridad con que me gustaría hacerlo.
¡Libremos a Dios de la imagen de ese juez!
Entendámoslo bien: ¡Dios no es ese Juez! Ni nos acusa, ni nos condena, ni está dispuesto a pronunciar sentencia contra nosotros.
¡DIOS ES SALVADOR!
Dios es Amor (1Jn 4,8). Y el amor no juzga (1Co 13,7), ni condena, ni rechaza, ni separa. El amor ama; el amor pierde la cabeza por el ser querido. El amor se entrega, no condena. Cuando se ama de verdad –y Dios nos ama– la dinámica del amor es buscar lo mejor para el otro, darse, ayudarle a crecer y a ser feliz.
Cuando se ama –y Dios nos ama–, y no se es correspondido en el amor, el que quiere de verdad, busca engendrar amor allí donde no existe.
Dios, en relación con nosotros, no se ha sentado en el Tribunal, ni ha desempañado la función de Juez: sino todo lo contrario: «¡TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE LE ENTREGÓ A SU HIJO ÚNICO».
La relación de Dios con el mundo nace del amor: entrega lo mejor de sí. Y la culminación de la relación de Dios con nosotros busca la plenitud del amor, ni el juicio. El final es una oferta de comunión abierta con la misma Vida de Dios. Al término de la vida no nos espera un Dios con la sentencia en la mano, sino un Dios con los brazos abiertos para estrecharnos en su comunión. En el horizonte no hay un estrado de justicia, sino la irrenunciable aventura del amor de Dios: la Cruz.
San Juan describe la actitud de Dios para con nosotros con la imagen de Abraham entregando a Isaac, el único hijo del que dependía la razón de su vida, en beneficio del pueblo. Dios nos entrega lo más nuclear de sí, su mismo Ser-Vida-Amor-entregado. La entrega de Dios no busca otra cosa que salvarnos: «Para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna».
El amor de Dios no busca condenar, sino salvar. No viene a nosotros para juzgarnos, sino para proclamar un evangelio de confianza; no viene a dictar sentencia, sino para proclamar una amnistía para todos; no viene a acusar, sino a amar. «Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».
Esta experiencia, que aparece tan clara en el evangelio, deberíamos entrañarla en nuestra vida, hacerla sangre en nuestras venas, para que nos recorra cada día el estremecimiento de la confianza y del amor a Dios. El Dios de Jesucristo no es Júpiter, ni ese Juez despreciable y absurdo que nos hemos imaginado. Dios nos ama; no nos juzga. Dios es Padre.
El hombre que se cierra al amor se destruye; se juzga a sí mismo con su vida. El que rechaza el amor, no tiene vida; el que se niega a vivir la vida verdadera, está en la muerte. Somos nosotros los que elegimos nuestro camino; y hay caminos que conducen al precipicio. El que elige su propia destrucción, se condena a sí mismo.
Dios-Amor, ante la libertad de cada uno de nosotros, no puede hacer otra cosa que amarnos desesperadamente, para que salgamos de la tiniebla. Pero, si no queremos salir, no puede arrancarnos de nuestra situación. Entonces, no es él el que juzga, somos nosotros mismos los que decidimos nuestra suerte. En esto consiste el juicio de Dios.
El amor de Dios es una llamada incesante a vivir en el amor, a cambiar la dirección equivocada de la vida.
La situación desastrosa del hombre, cerrado al amor y lejos de la vida verdadera, contradice aun al mismo Dios: el Amor pide amor y la Vida vida; la raíz del hombre, que es Dios, es donación de Vida. Cuando se encuentra con la muerte profunda Dios mismo queda contradicho. «El que no cree ya está condenado»; el que no se abre al amor de Dios, que se ha entregado todo él para que vivamos, se ha perdido. Y esto no pasa porque Dios pronuncie una sentencia contra nosotros, sino porque respeta la decisión de cada persona. Cuando Jesús, en la culminación de la historia (Mt 25) llama a los justos y separa a los pecadores, unos y otros ya se habían juzgado en su vida, antes de que nadie los llamara al Reino o los excluyera de él.
Dios busca nuestra salvación siempre. Somos nosotros los que nos separamos de ella. En lugar de temer, lo que tenemos que hacer es convertirnos. Dios continúa amándonos hasta el fin.
Es urgente que recuperemos una experiencia verdadera de Dios, de lo contrario lo que vivimos puede tener poco que ver con el Dios de Jesús.
¡Qué maravilloso poder vivir y decir como San Pablo!
«¿Cabe decir más? Si Dios está a nuestro favor, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y, ¿a quién tocará condenarlos? A… Jesús, el que murió… el mismo que intercede a favor nuestro… Estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en… Jesús» (Rm 8,31-39).

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