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domingo, 1 de abril de 2012

Amor y Soledad. Ante la Semana Santa



1- Jesús, compañía y soldad de amor [1]

Siendo compañía, el amor incluye también un elemento de soledad, pues sin ella, es decir, sin identidad humana, no hay amor. Desde se fondo se puede empezar hablando de tres formas de entender la soledad. Cuanto mayor sea la soledad más grande puede ser el amor y viceversa. Desde ese fondo podemos distinguir tres tipos de soledad.

En el Huerto de los Olivos, Jesús entró en la Soledad suprema… para ofrecer a los hombres la máxima compañía.


(1) Hay una soledad propia del hombre de las religiones cósmicas, que se encontraba inmerso en la gran marea de la naturaleza; integrado en el todo de la vida de los mundos, del invierno y el verano, del nacimiento y de la muerte. De tal forma se hallaba integrado en el cosmos que no lograba descubrir su autonomía, pero la presentía y sentía miedo de hallarse sólo. Una de las formas de vencer esa soledad fue quizá la religión.

(2) Hay una soledad más propia de las religiones orientales, representadas por el hinduismo y el budismo. Para desligarse de un mundo donde todo nace y muere (reencarnaciones), el hombre ha de tornar a su interior, superar su volun­tad de vivir, ensimismarse en la apertura al absoluto, quedando de esa forma sólo. Esta es la soledad del que inicia un camino de concentración interior, para superar la clausura del mundo y encontrar por encima las fuentes de su liberación. (3) Hay una soledad más propia de las religiones monoteístas, que saben que hay un Dios personal en el fondo de la realidad, como Presencia de vida. Soledad y Presencia se vinculan entre sí y de alguna forma se identifican.



1. La soledad implica un primer rasgo de descubrimiento personal. De pronto, al situarse ante Dios y ante los otros, el creyente se descubre responsa­ble y sólo: dueño de su vida, sin que nadie pueda sustituirle, ni siquiera Dios. Ésta es una soledad moral (el hombre debe responder de sí mismo ante Dios) y acompañada: el hombre o la mujer sólo pueden estar sabiendo que comparten la vida con otros.

2. El hombre es soledad, como sabía Duns Escoto (1266-1308), cuando definía a la persona como “ultima solitudo”, incomunicabili­dad radical (Rep. Par., III, d. I, q. 1, n. 4). Ser persona significa descubrirte sola y distinta, frente a todos, ante todos y con todos los que hacen que tú seas. De pronto, el universo entero se independiza en torno a ti y, de esa manera, te encuentra sola. Nadie puede colocarse en tu lugar, hacer tus cosas, conocerte del todo, ni salvarte, a no ser que tú lo quieras. Quizá sientes un temblor. ¿Por qué has de ser así, como un pequeño Dios solitario sobre el mundo? Pero, al mismo tiempo, desbordas de alegría y cantas la belleza de tu vida, pues te encuentra sola como persona y así puedes unirte a todos los vivientes. Teniendo eso en cuenta, tu soledad se puede desplegar y realizar de dos maneras.

3. El hombre es soledad en apertura. Esta es la paradoja: sólo aquel que sabe ser radicalmente solitario puede abrirse de manera igualmente radical hacia Dios y hacia los hombres. Cuanto más soledad más comunión y viceversa. Si no eres dueña de ti misma ¿cómo puedes darte a los demás? Ciertamente, puede haber una soledad sin apertura, sin capacidad o deseo de encuentro con los demás y eso es lo que Mt 25, 31-46 presenta como infierno (es decir, como destrucción de la propia vida.



Desde ese fondo se puede establecer una breve tipología de la soledad, relacionada con el amor. Los tipos y formas de soledad son muchos, pero pueden destacarse cinco, que voy a presentar escuetamente, en su relación con el amor.



1. Hay, una soledad primera o de impotencia. Es propia de aquellos que se apartan, por miedo, del encuentro con los otros. Quizá han sufrido un desengaño, se han sentido manejadas por el medio ambiente y vienen a quedar ancladas en una sensación de recelo hacia los otros. Su gesto más significativo es la apatía, palabra que indica falta de pasión. Estas personas tienen muchos deseos: sueñan con abrirse, a veces buscan la manera de lograrlo; pero les falta pasión, carecen de confianza en la bondad de las personas, en sus propias capacidades. Esta soledad apática proviene de motivos subjetivos, como son el recelo hacia los otros y el temor de ser manipulados… Pero también deriva de motivos que provienen de lo externo. Estos solitarios no tienen una voz amiga que les asegure: «vete, confía en ti misma, vive sin miedo; yo estoy a tu lado». De esa forma se va tejiendo en el hueco en el hueco de sus corazones una coraza de miedos y resenti­mientos, de anhelos y frustraciones, de ideales e impotencias. Quizá logran algunos contactos superficiales, fugaces momen­tos de felicidad en el encuentro con el otro; pero serán encuentros que no logran unificar lo espiritual con lo carnal, la idea conla realidad. Y su vida seguirá a otro lado, cada vez más perdida, solitaria e impotente.

Esta soledad desemboca a veces en la resignación del que prefiere hacer su propia senda, no arriesgarse en el amor hacia los otros, defender su parcela de pequeña felicidad y justificarse a sí mismo en aquello que hace. La actividad (o la falta total de actividad) puede convertirse en sustitutivo del amor, de manera que así no pueden ser personas. Otros solitarios prefieren vivir con la herida abierta, buscan­do compañías que no llegan, soñando confianzas, esperando al «prín­cipe encantado» que pueda redimirles del hueco y cautiverio en que se encuentra. Éstos son los que más sufren y, quizá los que, ignorándo­lo, aportan más valores a los otros, pues en el fondo ellos siguen buscando. Está, finalmente, la actitud de aquellos que se dejan vencer por su propia soledad y se refugian en el aburrimiento de un sexo sin hondura, en la dispersión de las mil ocupaciones, en el olvido de sí mismos, en la droga.



2. Hay una soledad segunda, que es propia de los marginados, de aquellos que no pueden compartir la vida con los otros, porque no les quieren o porque les rechazan, por razones económicas, sociales, familiares o afectivas. Muchos marginados quisieran abrirse, pero no son capaces, pues lo impide la prepotencia, el orgullo y la ventaja de los otros (que no quieren extender su casa o compartir la vida con ellos). A veces aman con intensidad, pero no hay nadie que acepte su cariño. A veces no consiguen amar; entonces se deja estar, como personas incapaces, destruidas. De los marginados habla, de un modo excepcional, Mt 25, 31-46, cuando alude a los hambrientos y sedientos, a los desnudos y extranjeros, a los enfermos y encarcelados. Ellos son, ante todo, aquellos a quienes otros condenan a la soledad.

Primero están los marginados por falta de bienes materiales: «tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed…». Así los introduce el evangelio. Solitario y sin amor es el que pasa por el mundo con el hambre en las entrañas, sin que nadie quiera remediarle. Posiblemente es incapaz de valerse y necesita que alguien quiera tenderle una mano. Quizá es capaz pero hay otros (los representantes del sistema) que lo impiden y no le dejan compartir los bienes que el mundo ofrece a todos. Pocos han contado como M. Hernández este escalón básico de la soledad, al referirse al «hambre» que se esconde en el comienzo de todas las rupturas y venganzas de la historia: «El hambre es la primera cosa que se aprende. / Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos donde la vida habita siniestramente sola. Reaparece la fiera, recobra sus instintos, sus patas erizadas, sus rencores, su cola» (Poesías completas, Buenos Aires 1976, 326-327).

La primera compañía de amor consiste en dar de comer, como la madre el recién nacido, como el que tiene al que no tiene. En el hambre, la vida habita «siniestramente sola». Muy pronto llega también la soledad del que se encuentra marginado por su forma de ser, por su nación, por sus ideas (los desnudos y extranjeros). Jesús alude a millones de personas cuando dice: «No tenía ropa, malvivía en el exilio…». Esta es la soledad de los desnudos, a quienes nadie reconoce y mira; la soledad de los emigrantes y extranjeros, que arriesgan la vida por hallar pan y trabajo, siendo generalmente rechazados. Los privilegiados de este mundo rico estamos creando círculos inmensos de gran soledad donde padecen sin amor los extranjeros. Mt 25, 31-46 habla finalmente de la soledad de los enfermos y encarcelas, de aquellos a quienes expulsa y encierra la propia debilidad o la violencia propia y del sistema. Ellos son los “cargados con el yugo de la soledad”, los enfermos y presos. Ellos ofrecen el mayor testimonio y protesta de un mundo sin amor.

Son muchos los que justifican esta situación: ¿Por qué cuidar a los enfermos y ponerles en el centro de la vida? ¿No es la tierra lugar para los sanos? ¿Por qué acoger a los extranjeros y acompañar a los encarcelados? ¿Por qué…? Son muchos los que tienen que sufrir su soledad, encerrados o expulsados de la vida de los sanos. Y otros muchos preferimos silenciar su voz y aprovechamos solos el banquete de la vida. ¿Recuerdas las palabras sobre el loco de A. Machado? «Por un camino en la árida llanura… / a solas con su sombra y su locura / va el loco hablando a gritos… / No fue por una trágica amargura / este alma errante, desgajada y rota; purga un pecado ajeno: la cordura, la terrible cordura del idiota» (Poesías completas, Madrid 1959, 97). Ésta y las otras soledades anteriores provienen de la falta de amor. Y a todas ellas se les puede unir, finalmente, la soledad de los marginados afectivos estrictamente dichos. Quizá no tienen demasiadas dotes. Unas veces les falta belleza corporal, otras les falta capacidad de creación; a veces tienen poca suerte. Esperan que alguien venga y le transmita una palabra de cariño, y sólo escuchan una voz de lejanía o imposiciones. Quieren ternura y sólo encuentra abandono o sexo. Sienten que otras gentes utilizan su bondad, mani­pulan sus afectos, se aprovechan de su sentimiento. Y la rueda de la vida sigue, implacable, destructora. Mientras tanto, el buen Dios parece seguir en silencio, permitiendo que la historia continúe.



3. Hay una soledad tercera, que puede ser propia de personas que se aíslan de las otras. Ella ha sido muy desarrollada por los escritores más elitistas, de tal forma que podemos llamarla literaria. Se manifiesta especialmente en momentos de ruptura social, de luchas ambiciosas, de pasiones por el mando, de fracasos y venganza. Parece entonces que todo está manchado: el compromiso de la amistad, las relaciones sociales, la comunión de amor del hombre y la mujer, el matrimonio… Enfrentados con esa situación, ciertos hombres y mujeres, que podrían compartir muy bien la vida con otros –no son apáticos por naturaleza – deciden encerrarse al interior de su existencia. En el fondo de ese gesto hay una especie de huida del dolor, hay un gran miedo a toda desmesura. Ellos saben que hay dolor cuando se ama y dolor cuando se pierde lo querido o se padecen sus ausencias. Hay igualmente pasión cuando se ama: surgen desmesuras con la entrega por los otros, se originan proyectos y trabajos arriesgados. Pues bien, el solitario «clásico» no quiere dolores ni pasiones, para cultivar así mejor lo que el llama la moderación y el equilibrio de la vida. Para lograrlo necesita superar los riesgos del amor, con todo lo que ellos implican y presuponen. Así lo muestra una lira de Fr. Luis de León: «Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al Cielo, / a solas, sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo» (“Qué descansada vida”: Poesías completas, Madrid 1953, 50).

Por el camino de la soledad, el poeta quiere encontrarse consigo mismo, más allá de las pasiones normales del mundo: amor-odio, ansia-recelo. Lo que intenta cultivar es la quietud del presente, en paz con la armonía de la naturaleza (interpretada como signo del cielo), en ejercicio estoico de concentración, en vivencia cósmica de equilibrio racio­nal. Mientras tanto, el “vulgo” sigue entregado a sus pasiones, los marginados a su marginación, los angustiados a su angustia. Ese gesto responde a una actitud de distanciamiento egoísta, tejido sobre el bastidor de la propia soledad. Éste es, en el fondo, un gesto de miedo ante la exigencia creadora de la vida, a no ser que provenga del rechazo de aquellos que están desengañados por un amor no correspondido, como suponen estos versos de un drama de Tirso de Molina: «Soledades discretas… /con vosotras me entiendo, / que habláis callando y regaláis riendo… / con vosotras estoy, sólo casado: / no quiero más esposas; / que la quietud de vuestro alegre prado alivia mis desvelos / y conserva el honor sin tener celos» («La Dama del Olivar»: Obras dramáticas Completas I, Madrid 1968, 1075).



4. La cuarta puede ser la soledad de anacoretas y místicos. Ellos no buscan soledad por impotencia; tampoco se separan del mundo por marginación social, ni persiguen el equilibrio interior por liberarse de las suertes y tormentos dela tierra. Los verdaderos anacoretas y místicos descubren que en la hondura de sí mismo hay un misterio que desborda todas las restantes presencias y valores. Por eso, ellos no se aíslan para rechazar el mundo, ni tampoco por ruptura con los otros, sino que “se recogen” porque quiere encontrar su realidad, vivir la gracia, sentir la plenitud de un don que le transforma internamente. El místico no quiere desposarse con su propia soledad, no está casado con su contemplación divina. No condena las cosas, ni rechaza a los hombres, ni se queja de su vida. No es un masoquista ni tampoco un angustiado, una especie de solitario existencial que necesita aferrarse al ancla de su angustia como lazo que sostiene su equilibrio. En su vida hay mucho más que todo eso: sobre un mundo que le puede parecer básicamente bueno, en el centro de una tierra cuyos goces considera valiosos, el místico se encuentra sobrecogido por la fuerza de una realidad más alta, funda­do en un misterio superior que le fundamenta, por una Presencia que desborda todas las presencias.

El gesto de soledad del místico ofrece, a mi entender, estos momentos. (a) Superación de un mundo al que se concibe como valioso pero nunca como definitivo. En el principio de su gesto hay, por lo tanto, un elemento de ruptura. (b) Recogimiento interior, conforme a la sentencia socrática «conócete a ti mismo». Sin esa búsqueda exigente del corazón que sabe auscultar su latido más profundo y transformar­lo en llamada abierta a lo divino no es posible el encuentro religioso. (c) Aceptación de Dios y diálogo interior: desde la más profunda soledad del alma, abierta en gesto de pregunta de amor, se escucha la respuesta de Dios, el cimiento de toda soledad y toda compañía. En la hondura de esa soledad, abierta a la más íntima de todas las comuniones, se realiza en plenitud la mística cristiana. (d) Retorno. Desde el encuentro con Dios se hace posible la vuelta hacia las cosas y los hombres, la recuperación de la existencia concebida como gesto de amor que se comparte con los otros.



5. Hay una soledad agónica, como la de Cristo. Agonía significa lucha, entrega de la vida por una causa superior, pasión de amor abierto hacia los otros. La soledad mística, entendida bien, implica siempre un tipo de esfuerzo: es un proceso de purificación, de vencimiento radical de sí mismo, de ofrenda de la vida en manos del misterio. Únicamente aquí, en el gesto de soledad más plena, cuando el hombre se entrega hasta del todo y aguarda la respuesta, brota un lugar para el encuentro de Dios como Señor que resucita. Así lo muestra un testimonio clave de la pasión. En el momento clave de la despedida, Jesús entra en el huerto de la noche. Necesita compañía y la pide a los amigos. En unión con ellos se sitúa ante el misterio: «Abba, Padre, tú lo puedes todo; aparte de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Me 14, 36 y par). Ruega con dolor, con lágrimas de sangre, como añade el evangelio de Lucas, en una glosa textualmente insegura aunque significativa (Le 22, 43-44). Vuelve por ayuda hacia los suyos y los encuentra dormidos por el peso de tristeza y de impotencia de este mundo. Penetra de nuevo en la oración, absoluta­mente solo, sin ningún apoyo humano, sin recuerdo ni belleza en que fundarse. Pide compañía y no la obtiene, superación de la soledad y no le atienden. El Dios a quien invoca como Padre no le saca de la prueba, sino que le introduce más profundamente en ella, como sosteniéndole en la marcha de la muerte. En ese contexto se entiende la palabra clave de la Cruz: «¡Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34).

No podemos comprender esta soledad abandona. Tampoco la entiende Jesús, Hijo de Dios, y por eso pregunta. Evidentemente, en un sentido, Dios le ha dejado sólo, sin que se cumpla su promesa de Reino, de tal forma que tiene que morir sin haber logrado alcanzar aquello que Dios le había prometido. Pero, al mismo tiempo, ese abandono y soledad pertenece al camino que Jesús ha escogido al anunciar el Reino de Dios para los pobres y expulsados, para los crucificados de la historia. Jesúsha muerto como él mismo lo había buscado, como mueren los rechazados de la tierra. Deesa forma, en gesto de soledad total, ha llegado hasta el fondo de su mensaje, hasta el lugar donde la muerte a favor de los demás (con los demás), en soledad total, viene a mostrarse como principio y garantía de un amor más alto. En la soledad de sí mismo, bajo el silencio de los amigos que duermen y ante el rumor de los enemigos que acechan (en el Huerto de los Olivos), clavado a una cruz ante la que Diosparece callar, mientras hablan y se ríen los verdugos (los sacerdotes que dicen: ¡a otros salvó, a sí mismo no puede salvarse; que baje de la cruz, si es Hijo de Dios!: cf. Mt 27, 42), así muere Jesús, el amigo de todos: «Tú, solo, abandonado / de Dios y de los hombres y los ángeles, /eslabón entre cielo y tierra, mueres, / ¡oh león de Judá, rey del desierto /y de la soledad! Las soledades / hinches del alma, y haces de los hombres / solitarios un hombre; tú nos juntas, / y a tu soplo las almas van rodando / en una misma ola. Pues moriste, / Cristo Jesús, para juntar en uno / a los hijos de Dios que andan dispersos, / sólo un rebaño bajo un pastor». (M. de Unamuno, «El Cristo de Velázquez», en Obras completas VI, Madrid 1966, 450).

Los cristianos creen que este Cristo solitario es el principio de toda comunión de amor. Éste es el Mesías de la comunicación y presencia universal. Éste es Jesús, el impotente poderoso, que ofrece su vida, se solidariza con los marginados y, superando a los maestros de la soledad mística, eleva sobre el mundo el signo de la comunidad de amor. Sólo se puede amar en realidad allí donde se acepta la soledad propia y se entrega la vida por los otros. De esa manera, la soledad de Jesús sobre la cruz ha sembrado sobre el mundo la suprema semilla de la vida compartida.



6. Desde Jesús se entiende la soledad cristiana, que puede presentarse, paradójicamente, como soledad acompañada, presencia mesiánica. Muchos queremos huir de la soledad: escaparnos de nosotros mismos, ocultar nuestra pequeñez, apartarnos de nuestra responsabi­lidad. Nos refugiamos en acciones, distracciones y deseos. Y así desembocamos en una soledad egoísta, sin espíritu. Podemos ganar quizá todo el mundo, pero nos perdemos a nosotros mismos cuando (y porque) perdemos a los otros. A veces parecemos un inmenso rebaño de evadidos, que buscan la manera de escaparse y olvidar, porque no quieren reconocerse como son; evadidos impotentes, incapaces de escaparnos de si mismos, eso somos muchos de nosotros. No hay solitario mayor que aquel que no ha sabido llegar hasta sí mismo, porque no quiere llegar hasta los otros. Sólo aquel que se conoce y se quiere puede darse. Sólo aquel que tiene intimidad puede entregarse. Sólo un verdadero solitario puede ser solidario, sólo un desprendido puede desprenderse. De esa forma, la intimidad del solitario que es dueño de sí mismo se transforma en comunión de vida que enriquece. Ésta es una soledad para el encuentro, una intimidad para la compañía.

Nada más estremecedor que el roce estéril y polémico de dos soledades simplemente contiguas, de dos vacíos que chocan, dos huecos que rebotan, dos egoísmos que se matan Pero nada más rico y enriquecedor, nada más fértil en amor, que dos auténticas soledades que se ofrecen compañía, renuncian a sus ventajas y se entregan una por la otra: olvidan sus privilegios y se enriquecen mutuamente. Esto significa que soledad y amor no se contradicen. Ciertamente, hay soledades sin amor, es decir, egoístas (y, sobre todo, impuestas). Pero, en otra línea, nunca puede haber camino de amor sin soledad, sin vencimiento de sí mismo, sin entrega por el otro. Nunca puede haber amor allí donde los hombres o mujeres se niegan a ofrecer su compañía liberadora y cercana a los solitarios marginados de la tierra (a los hambrientos y sedientos, exilados y desnudos, enfermos y encarcelados). Uno de los mayores problemas de nuestro mundo occidental es la falta de soledad verdadera: tenemos miedo a enfrentarnos con realidad, a vivir en profundidad, a darnos en transparencia. Tenemos miedo a que nos fuercen, nos utilicen y destruyan. Y, por otra parte, tenemos miedo a estar sólo. Por eso nos rodeamos sin cesar del espectáculo de la vida impersonal, de los medios de comunicación, de noticias sin fin. De esa forma inventamos soledades sin comunicación, comunicaciones sin soledad y sin encuentro personal. Y mientras tanto hay millones y millones de personas condenadas a la soledad del hambre, de la opresión y de la cárcel.

[1] Cf. P. Auster, La invención de la soledad, Anagrama, Barcelona 1994 (novela); P. Courcelle, Connais-toi toi-même I-11, Paris 1974-1975; M. C. D’Arcy, La double nature de l’amour, Aubier, Paris 1948, 157-175; M. de Certau, Soledad. Una verdad olvidada de la comunicación, Desclée de Brouwer, Bilbao 1969; E. Fromm, El arte de amar, Buenos Aires 1974; L. Góngora, Soledades (1613), Cátedra, Madrid 1980; M. Klein, El sentimiento de soledad y otros ensayos, Paidós, Madrid 1982; J. Krishnamurti, Sobre el amor y la soledad, Kairós, Barcelona 2006; P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro I-II, Madrid 1961, 117-134; M. Melendo, La soledad acompañada, San Pablo, Madrid 1996; O. Paz, El laberinto de la soledad, Cátedra, Barcelona 1993; J. Roig, La soledad, Cristianismo y justicia, Barcelona 1999.

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