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viernes, 22 de octubre de 2010

Dios es juez imparcial (pero no soporta a quien se ha hecho a sí mismo...)


Por A. Pronzato
XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 18, 9-14) - Ciclo C

- ...Los gritos del pobre atraviesan las nubes, y hasta alcanzar a Dios no descansa... (Eclo 35,15-17.20-22).
- ... He corrido hasta la meta, he mantenido la fe... El Señor me ayudó v me dio fuerza...» (2 Tim 4,6-8.16-18).
- Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás... (Lc 18,9-14)

Es necesario estar de una parte para restablecer el equilibrio. Guste o no, Dios es también juez.

Nos lo recuerda el principio del texto del Eclesiástico (primera lectura): «El Señor es un Dios justo que no puede ser parcial». Juez imparcial, pero no impasible. En efecto, «acoge con benevolencia», «interviene», «da satisfacción a los justos», «restablece la equidad».

Juez imparcial, pero no por encima de las partes. El está decididamente de parte del pobre, del oprimido, del indefenso (huérfano, viuda). Puesto que las razones de estos últimos pueden no tener peso en la balanza de una cierta justicia, entonces Dios hace valer el peso de su gloria (kabod, peso) para igualar las cuentas, restablecer el equilibrio.

Dios es juez también de la oración.

Ya el Eclesiástico adelanta la sospecha de que sólo «los gritos del humilde atraviesan las nubes», o sea, llegan a destino.

Pero sobre todo en la parábola del evangelio de hoy (y estará bien volver a leer a quién se dirige...) se pone en evidencia cuál es la única oración que llega hasta Dios.

Aquí lo que caracteriza a las personas no es cuestión de gestos, formas exteriores, sino de posturas de fondo.

Así descubrimos, también en este campo específico, que el modo divino de ser imparcial consiste en demostrar parcialidad, o sea, una preferencia descarada por el humilde, el pobre, el pecador que se reconoce como tal, el renegado y el «descalificado» por los moralistas dominantes (es típica, a este respecto, la figura del recaudador de impuestos, para el que los textos rabínicos sentenciaban la imposibilidad de la conversión).

El se «exhibe» en vez de aceptar «recibir»

El fariseo -¡ese fariseo!- encarna un tipo de oración que «no atraviesa las nubes» e incluso no alcanza ni siquiera el techo del templo, pues va cargada con el peso de un personaje jactancioso, complacido de sí mismo, vanidoso, dado a la auto-glorificación.

Su oración -en contradicción con el inicio correcto desde un punto de vista formal- no expresa la acción de gracias sino la satisfacción de sí mismo.

Y, para admirar mejor su rostro de perfección, tiene necesidad del espejo deformante que denuncia y expone al desprecio los defectos ajenos («no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano...»).

El fariseo -según la aguda observación de J. Perron- no ora, sino que «se mira, se contempla, se oye rezar».

El texto evangélico dice: «Oraba así en su interior...». Pero creo que la observación no se refiere a una oración a media voz, sino a una oración que aquel devoto hacía «vuelto hacia sí mismo».

Su satisfacción es la típica de quien se ha hecho a sí mismo. También en el campo religioso. El «se ha hecho a sí mismo» con lo que ha puesto de extraordinario en las prácticas religiosas. No ha ahorrado sacrificios y penitencias. Se ha lanzado mucho más allá de los límites de lo «debido», de lo preceptuado por la ley (tanto en el pago de los diezmos como en los ayunos; quién sabe si, además de las «tasas del culto», pagaba regularmente esas otras... Quizás el recaudador, allí presente, podría informarnos del caso. Pero el publicano tiene el buen gusto de ir a la iglesia para acusarse a sí mismo, no para juzgar a los demás).

Toda la justicia del fariseo está construida con los propios recursos. El presume de ella ante Dios, en vez de recibirla de él.

El fariseo, en la oración, se exhibe torpemente ante Dios, en una postura de autosuficiencia e, implícitamente, de reivindicación en vez de aceptar «recibir» de él.

En vez de hacer el examen de conciencia, que lo convertiría en un pobre grato a Dios, hace el examen de complacencia.

Pecador es una sola palabra

El publicano, al contrario, no multiplica las palabras. Su oración es sobria, humilde, penetrada de la conciencia de la propia indignidad y de las propias miserias (que ni siquiera tiene necesidad de exhibir).

Entendámonos. No es que se presente ante Dios como un individuo mal juzgado por los demás y que, consiguientemente, espera una aprobación de lo alto que lo compense de los agravios y del desconocimiento. No. El es precisamente quien se reconoce pecador. Y no pretende en absoluto llamar la atención de Dios sobre ese personaje virtuoso que no es.

«Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe». Una fe que te hace abrir los ojos sobre tu nada y sobre el todo de Dios, sobre tu miseria y sobre su misericordia.

Cristo, en esta parábola, nos revela un Dios que no sabe «contar» los méritos, pero que da, sin contar, su misericordia, su perdón, a quien reconoce que tiene necesidad de él.

El juez, imparcial en su parcialidad, no está interesado por nuestro puntilloso «dossier de los méritos», sino por nuestros precedentes no demasiado gloriosos, es más decididamente desfavorables. La ficha nuestra, que documenta que no estamos «sin tacha», se destruye y se nos concede la libertad vigilada únicamente gracias a su amor.

Un autorretrato

Pero la parábola de hoy no se limita a enseñar qué es la oración humilde. Esta exige una determinada idea de Dios y, por consiguiente, un determinado tipo de relación con él.

El fariseo ora así porque está bajo el signo de la ley antigua, considerada como un conjunto de normas rígidas que hay que observar y de prácticas legalistas que hay que cumplir.

Jesús hace entender que se pasa de la antigua a la nueva Alianza cuando se cae en la cuenta de que no basta obedecer, observar, estar en orden (quizás con algún suplemento), sino amar en la gratuidad. Pablo, protagonista de la gracia de Dios, ha dado este paso difícil.

Por eso, en el ocaso de su vida, cuando intuye que es hora de «recoger velas» para el último viaje, en aquel estupendo y conmovedor testamento que entrega a Timoteo (segunda lectura) puede afirmar, con simplicidad, que ha gastado bien su vida. «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe».

Ninguna presunción. Sólo la conciencia clara de haber encontrado el planteamiento justo y de no haberse equivocado de dirección en la «carrera».

No falta una nota de amargura: «La primera vez que me defendí ante el tribunal, todos me abandonaron y nadie me asistió. Que Dios los perdone».

La fidelidad ha sido pagada con el precio de la soledad.

Sin embargo, a pesar de esa sombra de tristeza, no logro interpretar este texto inolvidable como «una página desolada y penosa» (traducción ecuménica de la Biblia).

Me parece más bien que Pablo, en contraposición a las defecciones de los amigos, intenta resaltar un apoyo que no le ha faltado nunca en su existencia: «Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas» no sólo a título de consolación personal sino «para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles».

Qué sorprendente contraste entre «nadie me asistió» y «pero el Señor me ayudó» y, sobre todo, entre «todos me abandonaron» y los todos a quienes llega el mensaje de salvación.

El extraordinario autorretrato que Pablo hace de sí mismo, en la libertad propia de quien está a punto de presentarse al Señor «justo juez», no tiene nada que ver con la autocomplacencia del fariseo y la torpe reivindicación de sus prestaciones ascéticas y virtuosas.

Pablo no se presenta como uno «que se ha hecho a sí mismo». Reconoce que ha sido hecho, que ha sido justificado, por Otro, que ha sido fruto del amor de Dios y no de los propios esfuerzos (que sin embargo han sido notables).

Por eso puede decir que pertenece (no se siente distinto, separado como el fariseo) al número de aquellos que «tienen amor a su venida».

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