¿Quiénes son los amigos de Dios? ¿Los buenos? ¿Los que cum plen las leyes y las normas? ¿Los piadosos? Puede que sí; pero con algunas condiciones: que sientan necesidad de esa amistad, que la acepten como un regalo, que no desprecien a quienes no son como ellos, que no se crean los únicos amigos de Dios.
Al introducir esta parábola, Lucas quiere dejar claro que va dirigida a desenmascarar a los fariseos, y por una razón muy precisa: «Refiriéndose a algunos que estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás, añadió... » Si a alguno le extraña que Jesús discuta tanto con los fariseos, en esta dedicatoria encontrará algunas de las principales razones de esta permanente polémica. Pero, además, la insistencia de los evangelistas en algún tema signi fica que, en las comunidades a las que se dirigen, tal cuestión es importante. Lo que significa que o en el mismo grupo de los discípulos de Jesús, o en las comunidades para las que los evangelistas escriben, la influencia de las doctrinas y las actitudes de los fariseos era un peligro que acechaba de cerca.
Y no olvidemos que el evangelio tiene un valor permanente; en donde se den circunstancias semejantes, sigue siendo válida hoy la dedicatoria de esta parábola. En cualquier caso, debe quedar claro que Jesús no ataca a las personas individualmente consideradas; son las actitudes fariseas lo que el evangelio combate.
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo el otro recau dador. El fariseo se plantó y se puso a orar para sus adentros: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago diezmo de todo lo que gano».
La parábola destaca tres características de los fariseos.
La primera es su autosuficiencia: «estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios». Se consideran «los buenos». Se sienten seguros, «plenamente convencidos», y se atribuyen a sí mismos el mérito de su santidad, que consideran fruto de su propio esfuerzo. Ellos -no los demás, ni siquiera Dios- son el centro del cosmos. Los demás deben compararse con ellos para saber si están haciendo las cosas como Dios quiere: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás... »Ni siquiera la ley es el punto central de referencia del fariseo: él va más allá, paga todos sus impuestos al templo y ayuna con más frecuencia de lo que está mandado -en la Biblia sólo se manda ayudar el día de la expiación (Nm 29,7; véase Hch 27,9) y en alguna época probablemente otros cuatro días más (Zac 7,3-5; 8,19)-: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano».
La segunda característica es consecuencia de la primera: «...y despreciaban a los demás». Lógico. Si ellos con su propio esfuerzo han logrado llegar a perfección tan alta, los demás, que siguen hundidos en el fango del pecado, son totalmente culpables de su situación y, por tanto, despreciables. Quizá ésta es una de las características de los fariseos que menos casan con el mensaje de Jesús. El propone a los hombres que se quieran, que amen incluso a sus enemigos (Lc 6,27-38), y los fariseos excluyen de su amor no ya a sus enemigos, sino a todos los que no son, no piensan o no actúan como ellos. Y según ellos, todos éstos deben quedar también excluidos del amor de Dios.
La tercera característica es reducir la relación con Dios a un intercambio mercantil. Más que dar gracias a Dios, el fariseo le pasa factura. Si él, por sus propios méritos, ha llegado a ser tan bueno, Dios no tiene más remedio que pagarle por su esfuerzo. Quiere convertir a Dios en su deudor.
El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; se daba golpes de pecho diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de este pecador!»
El cobrador de impuestos reconoce su limitación, su pe cado. Sólo se atreve a pedir perdón. Su confianza está en Dios, sólo en Dios. No intenta disimular sus errores comparándose con otros más pecadores que él (que sin duda los había). Se limita a invocar la misericordia de Dios, a rogarle que le dé gratis su amor: « ¡Dios mío, ten piedad de este pecador! » No se atreve a prometerle nada, ni siquiera que se va a enmendar; pero en su actitud se refleja el deseo de cambiar de vida y la necesidad que tiene de que Dios le ayude a realizar este cambio.
Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no. Porque a todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán.
La conclusión de la parábola sorprendería a cualquier observador imparcial: al recaudador, que en realidad se que daba con lo que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; el fariseo, que se pasaba en el cumplimiento de la ley, no consi gue la amistad con Dios. Y es que Dios ve el corazón. Y el fariseo lo tenía de piedra, como las tablas de su ley. El había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien nego cia, y de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia. El cobrador de impuestos era consciente de su falta de amor. Pero siente la falta. Por eso Dios lo rehabilita, le concede su amistad y lo capacita para amar. Y es que sólo el ansia de amar (que incluye el reconocimiento de que no se ama lo suficiente), nos puede poner a bien con Dios. Porque el deseo de amar es deseo de Dios.
PARABOLA CON DEDICATORIA
Al introducir esta parábola, Lucas quiere dejar claro que va dirigida a desenmascarar a los fariseos, y por una razón muy precisa: «Refiriéndose a algunos que estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios y despreciaban a los demás, añadió... » Si a alguno le extraña que Jesús discuta tanto con los fariseos, en esta dedicatoria encontrará algunas de las principales razones de esta permanente polémica. Pero, además, la insistencia de los evangelistas en algún tema signi fica que, en las comunidades a las que se dirigen, tal cuestión es importante. Lo que significa que o en el mismo grupo de los discípulos de Jesús, o en las comunidades para las que los evangelistas escriben, la influencia de las doctrinas y las actitudes de los fariseos era un peligro que acechaba de cerca.
Y no olvidemos que el evangelio tiene un valor permanente; en donde se den circunstancias semejantes, sigue siendo válida hoy la dedicatoria de esta parábola. En cualquier caso, debe quedar claro que Jesús no ataca a las personas individualmente consideradas; son las actitudes fariseas lo que el evangelio combate.
LOS FARISEOS
Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo el otro recau dador. El fariseo se plantó y se puso a orar para sus adentros: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese recaudador. Ayuno dos veces por semana y pago diezmo de todo lo que gano».
La parábola destaca tres características de los fariseos.
La primera es su autosuficiencia: «estaban plenamente convencidos de estar a bien con Dios». Se consideran «los buenos». Se sienten seguros, «plenamente convencidos», y se atribuyen a sí mismos el mérito de su santidad, que consideran fruto de su propio esfuerzo. Ellos -no los demás, ni siquiera Dios- son el centro del cosmos. Los demás deben compararse con ellos para saber si están haciendo las cosas como Dios quiere: «Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás... »Ni siquiera la ley es el punto central de referencia del fariseo: él va más allá, paga todos sus impuestos al templo y ayuna con más frecuencia de lo que está mandado -en la Biblia sólo se manda ayudar el día de la expiación (Nm 29,7; véase Hch 27,9) y en alguna época probablemente otros cuatro días más (Zac 7,3-5; 8,19)-: «Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano».
La segunda característica es consecuencia de la primera: «...y despreciaban a los demás». Lógico. Si ellos con su propio esfuerzo han logrado llegar a perfección tan alta, los demás, que siguen hundidos en el fango del pecado, son totalmente culpables de su situación y, por tanto, despreciables. Quizá ésta es una de las características de los fariseos que menos casan con el mensaje de Jesús. El propone a los hombres que se quieran, que amen incluso a sus enemigos (Lc 6,27-38), y los fariseos excluyen de su amor no ya a sus enemigos, sino a todos los que no son, no piensan o no actúan como ellos. Y según ellos, todos éstos deben quedar también excluidos del amor de Dios.
La tercera característica es reducir la relación con Dios a un intercambio mercantil. Más que dar gracias a Dios, el fariseo le pasa factura. Si él, por sus propios méritos, ha llegado a ser tan bueno, Dios no tiene más remedio que pagarle por su esfuerzo. Quiere convertir a Dios en su deudor.
LOS AMIGOS DE DIOS
El recaudador, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; se daba golpes de pecho diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de este pecador!»
El cobrador de impuestos reconoce su limitación, su pe cado. Sólo se atreve a pedir perdón. Su confianza está en Dios, sólo en Dios. No intenta disimular sus errores comparándose con otros más pecadores que él (que sin duda los había). Se limita a invocar la misericordia de Dios, a rogarle que le dé gratis su amor: « ¡Dios mío, ten piedad de este pecador! » No se atreve a prometerle nada, ni siquiera que se va a enmendar; pero en su actitud se refleja el deseo de cambiar de vida y la necesidad que tiene de que Dios le ayude a realizar este cambio.
Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no. Porque a todo el que se encumbra, lo abajarán, y al que se abaja, lo encumbrarán.
La conclusión de la parábola sorprendería a cualquier observador imparcial: al recaudador, que en realidad se que daba con lo que no era suyo, Dios lo acepta como amigo; el fariseo, que se pasaba en el cumplimiento de la ley, no consi gue la amistad con Dios. Y es que Dios ve el corazón. Y el fariseo lo tenía de piedra, como las tablas de su ley. El había excluido el amor de sus relaciones con Dios, con quien nego cia, y de sus relaciones con los demás, a quienes desprecia. El cobrador de impuestos era consciente de su falta de amor. Pero siente la falta. Por eso Dios lo rehabilita, le concede su amistad y lo capacita para amar. Y es que sólo el ansia de amar (que incluye el reconocimiento de que no se ama lo suficiente), nos puede poner a bien con Dios. Porque el deseo de amar es deseo de Dios.
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