“Entonces viendo que Jesús ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que un soldado con la lanza le atravesó el costado, y al punto salió sangre y agua”. San Juan, Cáp. 19.
Mientras vamos de camino, mientras somos viandantes, como nos llama el idioma cristiano, todo lo nuestro ha de expresarse mediante signos. La misma idea es manifestación de algo más hondo. Lo es también la palabra y todos los lenguajes que el hombre proyecta sobre el mundo. Cuando Dios se hizo hombre, aparte de encarnarse en un pueblo, en determinada cultura, aceptó nuestro sistema de comunicación: La compleja maraña de los signos. A su vez la catequesis cristiana, al verse limitada para explicar las inefables cosas del Señor, sólo alcanza a expresarse por la voz, el color, el relato, la parábola, la leyenda, el símbolo.
2.- Recordamos todo esto cuando volvemos los ojos hacia el Sagrado Corazón de Jesús: Algo físico y visible que significa su infinito amor. Un amor que revela una permanente presencia. Una presencia que captamos a la luz de la fe y nos motiva a adherirnos a Dios. Porque “tanto amó él al mundo que le dio a su Hijo único”. San Juan, tan cuidadoso al transmitirnos ciertos pasajes de la vida del Señor, aporta un dato valiosísimo en relación con su muerte. En aquel tiempo, si los crucificados no morían pronto, les quebraban las piernas para provocar un último desangre.
3.- Aquel día en que murió Jesús, todos tenían prisa ante el descanso ritual que comenzaba a las 6 de la tarde. Y el evangelista nos dice: “Viendo que Jesús ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que un soldado le atravesó el costado con la lanza, y al punto salió sangre y agua”. Una manera de decir, según la medicina de entonces, que el corazón del Maestro sólo guardaba un poco de linfa. Y el evangelista acentúa esta afirmación: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, para que vosotros también creáis”.
Diversas fábulas sobre la muerte del Señor surgieron entre los primeros cristianos. Algunos afirmaban que Él no había muerto de verdad. Después de un síncopa provocado por los tormentos, fue depositado en el sepulcro pero, al reanimarse, huyó de Jerusalén. Y al reencontrar a sus discípulos, estos lo presentaron ante el pueblo como vencedor de la muerte. Una leyenda que desvirtúa todo el valor de la redención. San Juan nos ofrece aquí un certificado de defunción. Jesús murió de verdad y por lo tanto, su resurrección que ha vencido la muerte temporal, acredita su condición de Hijo de Dios. Y su corazón abierto por la lanza ha simbolizado desde muchos años atrás su infinito amor.
4.- San Pablo, en su carta a los efesios, ruega que “el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento y así lograréis abarcar la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo”. Medidas muy humanas por cierto, pero que tratan de explicar quien el Dios del Nuevo Testamento. Símbolos, signos, emblemas, mediaciones. Material pedagógico para acercarnos al Dios de nuestro Señor Jesucristo, como enseñaba san Pablo. “Dios es Amor y el que permanece en el amor permanece en Dios”, escribió además san Juan. Y ante ese Amor sustancial no queda otra respuesta sino nuestro amor pequeñito – pero inmenso en deseos - de cada día.
Mientras vamos de camino, mientras somos viandantes, como nos llama el idioma cristiano, todo lo nuestro ha de expresarse mediante signos. La misma idea es manifestación de algo más hondo. Lo es también la palabra y todos los lenguajes que el hombre proyecta sobre el mundo. Cuando Dios se hizo hombre, aparte de encarnarse en un pueblo, en determinada cultura, aceptó nuestro sistema de comunicación: La compleja maraña de los signos. A su vez la catequesis cristiana, al verse limitada para explicar las inefables cosas del Señor, sólo alcanza a expresarse por la voz, el color, el relato, la parábola, la leyenda, el símbolo.
2.- Recordamos todo esto cuando volvemos los ojos hacia el Sagrado Corazón de Jesús: Algo físico y visible que significa su infinito amor. Un amor que revela una permanente presencia. Una presencia que captamos a la luz de la fe y nos motiva a adherirnos a Dios. Porque “tanto amó él al mundo que le dio a su Hijo único”. San Juan, tan cuidadoso al transmitirnos ciertos pasajes de la vida del Señor, aporta un dato valiosísimo en relación con su muerte. En aquel tiempo, si los crucificados no morían pronto, les quebraban las piernas para provocar un último desangre.
3.- Aquel día en que murió Jesús, todos tenían prisa ante el descanso ritual que comenzaba a las 6 de la tarde. Y el evangelista nos dice: “Viendo que Jesús ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que un soldado le atravesó el costado con la lanza, y al punto salió sangre y agua”. Una manera de decir, según la medicina de entonces, que el corazón del Maestro sólo guardaba un poco de linfa. Y el evangelista acentúa esta afirmación: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, para que vosotros también creáis”.
Diversas fábulas sobre la muerte del Señor surgieron entre los primeros cristianos. Algunos afirmaban que Él no había muerto de verdad. Después de un síncopa provocado por los tormentos, fue depositado en el sepulcro pero, al reanimarse, huyó de Jerusalén. Y al reencontrar a sus discípulos, estos lo presentaron ante el pueblo como vencedor de la muerte. Una leyenda que desvirtúa todo el valor de la redención. San Juan nos ofrece aquí un certificado de defunción. Jesús murió de verdad y por lo tanto, su resurrección que ha vencido la muerte temporal, acredita su condición de Hijo de Dios. Y su corazón abierto por la lanza ha simbolizado desde muchos años atrás su infinito amor.
4.- San Pablo, en su carta a los efesios, ruega que “el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento y así lograréis abarcar la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo”. Medidas muy humanas por cierto, pero que tratan de explicar quien el Dios del Nuevo Testamento. Símbolos, signos, emblemas, mediaciones. Material pedagógico para acercarnos al Dios de nuestro Señor Jesucristo, como enseñaba san Pablo. “Dios es Amor y el que permanece en el amor permanece en Dios”, escribió además san Juan. Y ante ese Amor sustancial no queda otra respuesta sino nuestro amor pequeñito – pero inmenso en deseos - de cada día.
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