Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 14, 23-29
Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos:
El que me ama
será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará;
iremos a él
y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía,
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas
mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo.
¡No se inquieten ni teman!
Me han oído decir:
«Me voy y volveré a ustedes».
Si me amaran,
se alegrarían de que vuelva junto al Padre,
porque el Padre es más grande que Yo.
Les he dicho esto antes que suceda,
para que cuando se cumpla, ustedes crean.
- ¿De dónde es usted?..., le preguntaron a un misionero laico en un aeropuerto suramericano. Y el interrogado, con buen humor, y nada más que con buen humor, respondió alegremente:
- Nací en Méjico, vengo de Colombia, y estoy llegando a mi Patria, a mi Ciudad, a Jerusalén.
El oficial de Migración no entendía ni palabra.
- ¿A Jerusalén? Pero, ¿no se da usted cuenta de que está en Buenos Aires?
El misionero sonrió, y suerte que el oficial era buen católico y, ante la explicación del viajero, se echó a reír de buena gana. Porque el recién llegado proseguía mientras enseñaba el pasaporte y señalaba una página del final de la Biblia:
- Mire usted, señor, yo soy cristiano, soy ciudadano del Cielo, y la Ciudad en que vivo es la nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, la Iglesia Santa. Nada de esto consta en ese pasaporte que usted tiene en su mano, pero esta es mi realidad. Me lo dice este pasaje del Apocalipsis, y a él me atengo. Aquí está la Iglesia, aquí está mi Ciudad, aquí está mi Patria.
El oficial de Migración, entre sonriente y serio, despidió al humorista mejicano: - Pues, como usted predique así, le aseguro que va a tener que extender usted muchos nuevos pasaportes con esa nueva ciudadanía.
Y el misionero seglar, que así empezaba su apostolado, concluyó su simpática presentación:
- ¡Oh, no hará falta hacer nuevos pasaportes! Le bastará a cada uno de mis paisanos enseñar el acta de Bautismo que consta en su Parroquia.
Y con el cuento del mejicano, mis queridos amigos, entendemos las ricas lecturas que este Domingo nos trae para nuestra reflexión.
El Apocalipsis nos describe la Nueva Jerusalén, la Ciudad de los elegidos, tan extensa como todo el mundo, la Iglesia, que acoge en su seno a todos los elegidos.
Asentada sobre el cimiento de los Apóstoles, tiene a Jesucristo como sol indeficiente que la alumbra noche y día (Apocalipsis 21,10-23)
¿Y cuál es la condición de los ciudadanos? El Evangelio de Juan, riquísimo, nos describe la fortuna de todos sus habitantes.
Dentro de la Iglesia, la Ciudad de Dios, Jesucristo nos acompaña sin dejarnos un momento. ¿Amamos a Jesucristo? ¿Le hacemos caso? ¿Guardamos su palabra? Entonces, su promesa se mantiene firme, cuando habla del que cree en Él y le ama:
- Vendremos el Padre y yo a éste que así nos es fiel, y vamos a hacer de él nuestra morada.
Entre los ciudadanos de esta Nueva Jerusalén, no se dan analfabetos sobre las cosas de Dios. Jesucristo mantiene su palabra de mandarnos el Espíritu Santo, maestro sin igual de la ciencia divina:
- El Espíritu Santo, que el Padre os va a mandar en mi nombre, os enseñará todo y os recordará cuanto yo os he dicho.
La paz será el patrimonio de los felices ciudadanos, porque Jesucristo nos la da generoso:
- Os dejo la paz, os doy mi paz. Y la paz que yo os doy no es como la paz que da el mundo.
Reinando esta paz de Cristo entre todos nosotros, no cabe el miedo a nada de lo que nos pueda acontecer, pues tenemos seguro el auxilio más fuerte, como nos sigue diciendo Jesús:
- No os acongojéis ni tengáis miedo. Porque me voy, pero volveré a vosotros.
Sí; Jesús se fue. Padeció y murió. Pero, con su resurrección, libre de todo lazo de tiempo y lugar, se hace presente en cada corazón que lo llama y lo acoge. ¡Con nosotros está!...
Cualquiera diría que el Apocalipsis nos describe una ciudad irreal, que nunca se ha dado ni se dará.
Cualquiera diría que Jesucristo nos promete un estado tan inverosímil de esta ciudad como la descripción del Apocalipsis.
Y, sin embargo, éste es el sueño divino sobre la Iglesia.
Nosotros, los ciudadanos del Reino, los hijos de la Nueva Jerusalén, trabajamos conscientemente por implantar el amor, la fidelidad a Dios, la justicia, la paz.
En nuestras dudas y preocupaciones, sabemos acudir, como la primitiva Iglesia, a la sede de los apóstoles, a nuestros Obispos unidos en torno al Papa, sabiendo que ellos, encargados de gobernar la Ciudad de Dios, la Iglesia, nos dan la garantía de esos bienes prometidos por la Palabra de Dios (Hechos 15,1-29)
Gracias a Dios, hoy se está reavivando en nosotros el sentimiento y el orgullo de ser Iglesia. Tenemos cada día conciencia mayor de que somos la Iglesia.
Una Iglesia a la que amamos con pasión. Una Iglesia en la cual recibimos a torrentes la Vida de Dios. Una Iglesia por la cual trabajamos, y a la cual nos damos sabiendo que todo lo que hacemos por la Iglesia es obra de Jesucristo y por Jesucristo.
Y Jesucristo, mediante la Iglesia, está llevando adelante la obra del Reino de Dios, hasta que todos los llamados pasen de la nueva Jerusalén en la tierra a la nueva Jerusalén en el Cielo.
¡Señor Jesucristo! Tú nos has hecho ciudadanos de la Jerusalén celestial, de tu Iglesia Santa.
Haz que sepamos responder a nuestra vocación cristiana.
Queremos que las delicias eternas no sean inmerecidas, sino el premio de quienes las han conquistado con tu gracia y un esfuerzo valiente...
El que me ama
será fiel a mi palabra,
y mi Padre lo amará;
iremos a él
y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía,
sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas
mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi Nombre,
les enseñará todo
y les recordará lo que les he dicho.
Les dejo la paz,
les doy mi paz,
pero no como la da el mundo.
¡No se inquieten ni teman!
Me han oído decir:
«Me voy y volveré a ustedes».
Si me amaran,
se alegrarían de que vuelva junto al Padre,
porque el Padre es más grande que Yo.
Les he dicho esto antes que suceda,
para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Compartiendo la Palabra
Por Pedro Garcia cmf
Por Pedro Garcia cmf
- ¿De dónde es usted?..., le preguntaron a un misionero laico en un aeropuerto suramericano. Y el interrogado, con buen humor, y nada más que con buen humor, respondió alegremente:
- Nací en Méjico, vengo de Colombia, y estoy llegando a mi Patria, a mi Ciudad, a Jerusalén.
El oficial de Migración no entendía ni palabra.
- ¿A Jerusalén? Pero, ¿no se da usted cuenta de que está en Buenos Aires?
El misionero sonrió, y suerte que el oficial era buen católico y, ante la explicación del viajero, se echó a reír de buena gana. Porque el recién llegado proseguía mientras enseñaba el pasaporte y señalaba una página del final de la Biblia:
- Mire usted, señor, yo soy cristiano, soy ciudadano del Cielo, y la Ciudad en que vivo es la nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, la Iglesia Santa. Nada de esto consta en ese pasaporte que usted tiene en su mano, pero esta es mi realidad. Me lo dice este pasaje del Apocalipsis, y a él me atengo. Aquí está la Iglesia, aquí está mi Ciudad, aquí está mi Patria.
El oficial de Migración, entre sonriente y serio, despidió al humorista mejicano: - Pues, como usted predique así, le aseguro que va a tener que extender usted muchos nuevos pasaportes con esa nueva ciudadanía.
Y el misionero seglar, que así empezaba su apostolado, concluyó su simpática presentación:
- ¡Oh, no hará falta hacer nuevos pasaportes! Le bastará a cada uno de mis paisanos enseñar el acta de Bautismo que consta en su Parroquia.
Y con el cuento del mejicano, mis queridos amigos, entendemos las ricas lecturas que este Domingo nos trae para nuestra reflexión.
El Apocalipsis nos describe la Nueva Jerusalén, la Ciudad de los elegidos, tan extensa como todo el mundo, la Iglesia, que acoge en su seno a todos los elegidos.
Asentada sobre el cimiento de los Apóstoles, tiene a Jesucristo como sol indeficiente que la alumbra noche y día (Apocalipsis 21,10-23)
¿Y cuál es la condición de los ciudadanos? El Evangelio de Juan, riquísimo, nos describe la fortuna de todos sus habitantes.
Dentro de la Iglesia, la Ciudad de Dios, Jesucristo nos acompaña sin dejarnos un momento. ¿Amamos a Jesucristo? ¿Le hacemos caso? ¿Guardamos su palabra? Entonces, su promesa se mantiene firme, cuando habla del que cree en Él y le ama:
- Vendremos el Padre y yo a éste que así nos es fiel, y vamos a hacer de él nuestra morada.
Entre los ciudadanos de esta Nueva Jerusalén, no se dan analfabetos sobre las cosas de Dios. Jesucristo mantiene su palabra de mandarnos el Espíritu Santo, maestro sin igual de la ciencia divina:
- El Espíritu Santo, que el Padre os va a mandar en mi nombre, os enseñará todo y os recordará cuanto yo os he dicho.
La paz será el patrimonio de los felices ciudadanos, porque Jesucristo nos la da generoso:
- Os dejo la paz, os doy mi paz. Y la paz que yo os doy no es como la paz que da el mundo.
Reinando esta paz de Cristo entre todos nosotros, no cabe el miedo a nada de lo que nos pueda acontecer, pues tenemos seguro el auxilio más fuerte, como nos sigue diciendo Jesús:
- No os acongojéis ni tengáis miedo. Porque me voy, pero volveré a vosotros.
Sí; Jesús se fue. Padeció y murió. Pero, con su resurrección, libre de todo lazo de tiempo y lugar, se hace presente en cada corazón que lo llama y lo acoge. ¡Con nosotros está!...
Cualquiera diría que el Apocalipsis nos describe una ciudad irreal, que nunca se ha dado ni se dará.
Cualquiera diría que Jesucristo nos promete un estado tan inverosímil de esta ciudad como la descripción del Apocalipsis.
Y, sin embargo, éste es el sueño divino sobre la Iglesia.
Nosotros, los ciudadanos del Reino, los hijos de la Nueva Jerusalén, trabajamos conscientemente por implantar el amor, la fidelidad a Dios, la justicia, la paz.
En nuestras dudas y preocupaciones, sabemos acudir, como la primitiva Iglesia, a la sede de los apóstoles, a nuestros Obispos unidos en torno al Papa, sabiendo que ellos, encargados de gobernar la Ciudad de Dios, la Iglesia, nos dan la garantía de esos bienes prometidos por la Palabra de Dios (Hechos 15,1-29)
Gracias a Dios, hoy se está reavivando en nosotros el sentimiento y el orgullo de ser Iglesia. Tenemos cada día conciencia mayor de que somos la Iglesia.
Una Iglesia a la que amamos con pasión. Una Iglesia en la cual recibimos a torrentes la Vida de Dios. Una Iglesia por la cual trabajamos, y a la cual nos damos sabiendo que todo lo que hacemos por la Iglesia es obra de Jesucristo y por Jesucristo.
Y Jesucristo, mediante la Iglesia, está llevando adelante la obra del Reino de Dios, hasta que todos los llamados pasen de la nueva Jerusalén en la tierra a la nueva Jerusalén en el Cielo.
¡Señor Jesucristo! Tú nos has hecho ciudadanos de la Jerusalén celestial, de tu Iglesia Santa.
Haz que sepamos responder a nuestra vocación cristiana.
Queremos que las delicias eternas no sean inmerecidas, sino el premio de quienes las han conquistado con tu gracia y un esfuerzo valiente...
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