Publicado por Fundación Epsilón
Los profetas de Israel anunciaron tiempos de armonía y paz entre los hombres. Su anuncio se realiza plenamente con la misión de Jesús: él forma un nuevo pueblo, invitando a los hombres a unirse por encima de razas, ideologías o de cualquier otra barrera que los separe. Y a los que aceptan su invitación les encarga la tarea de continuar invitando a otros hombres a formar parte de esta nueva humanidad.
COMO OVEJAS SIN PASTOR
«Que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Nm 27,17). Esta fue la petición que hizo Moisés a Dios cuando supo que su muerte estaba cerca. El había sido un guía político y religioso para el pueblo, él lo había conducido de la esclavitud a la libertad; ahora llegaba el momento de su muerte, y le pedía al Dios liberador, con cuya fuerza y en nombre del cual había dirigido a los israelitas, que éstos no quedaran desasistidos, que alguien ocupara su lugar para ser el instrumento mediante el cual Dios siguiera consolidando la liberación obtenida y garantizara que no se volvería a la esclavitud de la que acababan de salir.
Israel tenía que ser una primera muestra del modelo de convivencia que Dios quería para toda la humanidad, modelo basado en «abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,6-7). Este modelo tendría como resultado un mundo en el que «el lobo y el cordero irán juntos y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas...» (Is 11,6-7).
Pero a lo largo de la historia, los que habían asumido el papel de pastores dejaron de lado, una y otra vez, su responsabilidad respecto al pueblo y se dedicaron a apacentarse a sí mismos: « ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos... No fortalecen a las débiles, ni curan a las enfermas, ni vendan a las heridas, ni recogen las descarriadas, ni buscan las perdidas y maltratan brutalmente a las fuertes... »
Por eso Dios había anunciado que las cosas iban a cambiar y que un enviado suyo «reinará como rey prudente y administrará la justicia y el derecho en el país...» (Jr 23,5).
Jesús, que se definirá como «el modelo de pastor» según el evangelio de Juan (Jn 10,11.14), realiza plenamente ese anuncio; desde el principio de su actividad, su preocupación se centra en eliminar las esclavitudes y los sufrimientos del pueblo: «Recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad»; y en el desarrollo de esa actividad puede constatar que la situación descrita por Ezequiel no ha cambiado demasiado: «Viendo a las multitudes, se conmovió, porque andaban maltrechas y derrengadas como ovejas sin pastor».
MUCHOS PASTORES
Cambiando la imagen del rebaño por la de la tierra de labor, Jesús se dirige a sus discípulos para invitarlos a unirse a la tarea de defender la libertad, la dignidad y la vida de los hombres: «La mies es abundante y los braceros pocos; por eso, rogad al dueño que mande braceros a su mies. Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y curar todo achaque y enfermedad».
El número «doce» era el número de Israel, del pueblo de Dios; estos doce discípulos simbolizan al nuevo pueblo que empieza a formarse como consecuencia de la proclamación de la buena noticia.
Por un lado, ellos son la semilla de una humanidad nueva en la que quedan superadas todas las barreras con las que los hombres se separan y se marginan unos a otros: ideologías, manifestaciones religiosas, razas... Entre ellos está Mateo, que había sido recaudador (Mt 9,9-12), por lo que no se le consideraba miembro del pueblo de Israel; y estaban Simón Pedro y Simón el fanático, que es posible que hubieran pertenecido al partido de los nacionalistas fanáticos; de cuatro sabemos que eran pescadores (Simón Pedro, Andrés, Santiago Zebedeo y Juan: Mt 4,18-22); uno de ellos fue el que entregó a Jesús a la muerte. De los demás no sabemos prácticamente nada: en ese grupo de desconocidos podemos incluirnos nosotros.
DADLO GRATIS
Por otro lado, a ellos encomienda Jesús la tarea de proponer a todos los hombres que se integren en este proyecto de una nueva humanidad en la que el anuncio de los antiguos profetas se debe ver realizado y superado con creces. Y ése es el encargo que nos hace también a todos los que hemos decidido seguirlo: «Proclamad que está cerca el reinado de Dios, curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios».
Al principio, esta tarea de liberación interior («echad demonios») y exterior («curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos...») se reduce al pueblo de Israel; después de su muerte, la misión se ampliará a «todas las naciones» (Mt 28,19-20).
La comunidad de seguidores de Jesús se convierte así, como tal grupo, en pastor de la humanidad. Naturalmente que esta tarea no debe significar ningún privilegio, ni ningún poder sobre los hombres; es, en el sentido más estricto de la palabra, un servicio de defensa de la vida, la libertad y la felicidad de las gentes, una propuesta apasionada, pero siempre respetuosa, dirigida a todo el que sienta la necesidad de buscar un modo de vivir alternativo al que nos ofrece el mundo este.
Esta es una tarea que compete a todos los seguidores de Jesús. Y el hecho de que haya en la Iglesia personas que se entregan a esta tarea con una especial dedicación no puede ser una excusa para los demás.
Lo que no parece que pretenda formar Jesús es una casta de profesionales de lo religioso. A los doce, y a todos los que habrán de seguir después, les dice que acepten la solidaridad de quienes los reciban («Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí que se lo merezca y quedaos en su casa hasta que os vayáis»), pero que no acepten una paga por el anuncio del mensaje de libertad y vida que deben proclamar; la buena noticia ha de ser siempre un regalo, un don, una muestra de solidaridad y amor: «De balde lo recibisteis, dadlo de balde».
COMO OVEJAS SIN PASTOR
«Que no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Nm 27,17). Esta fue la petición que hizo Moisés a Dios cuando supo que su muerte estaba cerca. El había sido un guía político y religioso para el pueblo, él lo había conducido de la esclavitud a la libertad; ahora llegaba el momento de su muerte, y le pedía al Dios liberador, con cuya fuerza y en nombre del cual había dirigido a los israelitas, que éstos no quedaran desasistidos, que alguien ocupara su lugar para ser el instrumento mediante el cual Dios siguiera consolidando la liberación obtenida y garantizara que no se volvería a la esclavitud de la que acababan de salir.
Israel tenía que ser una primera muestra del modelo de convivencia que Dios quería para toda la humanidad, modelo basado en «abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,6-7). Este modelo tendría como resultado un mundo en el que «el lobo y el cordero irán juntos y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas...» (Is 11,6-7).
Pero a lo largo de la historia, los que habían asumido el papel de pastores dejaron de lado, una y otra vez, su responsabilidad respecto al pueblo y se dedicaron a apacentarse a sí mismos: « ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos... No fortalecen a las débiles, ni curan a las enfermas, ni vendan a las heridas, ni recogen las descarriadas, ni buscan las perdidas y maltratan brutalmente a las fuertes... »
Por eso Dios había anunciado que las cosas iban a cambiar y que un enviado suyo «reinará como rey prudente y administrará la justicia y el derecho en el país...» (Jr 23,5).
Jesús, que se definirá como «el modelo de pastor» según el evangelio de Juan (Jn 10,11.14), realiza plenamente ese anuncio; desde el principio de su actividad, su preocupación se centra en eliminar las esclavitudes y los sufrimientos del pueblo: «Recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad»; y en el desarrollo de esa actividad puede constatar que la situación descrita por Ezequiel no ha cambiado demasiado: «Viendo a las multitudes, se conmovió, porque andaban maltrechas y derrengadas como ovejas sin pastor».
MUCHOS PASTORES
Cambiando la imagen del rebaño por la de la tierra de labor, Jesús se dirige a sus discípulos para invitarlos a unirse a la tarea de defender la libertad, la dignidad y la vida de los hombres: «La mies es abundante y los braceros pocos; por eso, rogad al dueño que mande braceros a su mies. Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y curar todo achaque y enfermedad».
El número «doce» era el número de Israel, del pueblo de Dios; estos doce discípulos simbolizan al nuevo pueblo que empieza a formarse como consecuencia de la proclamación de la buena noticia.
Por un lado, ellos son la semilla de una humanidad nueva en la que quedan superadas todas las barreras con las que los hombres se separan y se marginan unos a otros: ideologías, manifestaciones religiosas, razas... Entre ellos está Mateo, que había sido recaudador (Mt 9,9-12), por lo que no se le consideraba miembro del pueblo de Israel; y estaban Simón Pedro y Simón el fanático, que es posible que hubieran pertenecido al partido de los nacionalistas fanáticos; de cuatro sabemos que eran pescadores (Simón Pedro, Andrés, Santiago Zebedeo y Juan: Mt 4,18-22); uno de ellos fue el que entregó a Jesús a la muerte. De los demás no sabemos prácticamente nada: en ese grupo de desconocidos podemos incluirnos nosotros.
DADLO GRATIS
Por otro lado, a ellos encomienda Jesús la tarea de proponer a todos los hombres que se integren en este proyecto de una nueva humanidad en la que el anuncio de los antiguos profetas se debe ver realizado y superado con creces. Y ése es el encargo que nos hace también a todos los que hemos decidido seguirlo: «Proclamad que está cerca el reinado de Dios, curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios».
Al principio, esta tarea de liberación interior («echad demonios») y exterior («curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos...») se reduce al pueblo de Israel; después de su muerte, la misión se ampliará a «todas las naciones» (Mt 28,19-20).
La comunidad de seguidores de Jesús se convierte así, como tal grupo, en pastor de la humanidad. Naturalmente que esta tarea no debe significar ningún privilegio, ni ningún poder sobre los hombres; es, en el sentido más estricto de la palabra, un servicio de defensa de la vida, la libertad y la felicidad de las gentes, una propuesta apasionada, pero siempre respetuosa, dirigida a todo el que sienta la necesidad de buscar un modo de vivir alternativo al que nos ofrece el mundo este.
Esta es una tarea que compete a todos los seguidores de Jesús. Y el hecho de que haya en la Iglesia personas que se entregan a esta tarea con una especial dedicación no puede ser una excusa para los demás.
Lo que no parece que pretenda formar Jesús es una casta de profesionales de lo religioso. A los doce, y a todos los que habrán de seguir después, les dice que acepten la solidaridad de quienes los reciban («Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí que se lo merezca y quedaos en su casa hasta que os vayáis»), pero que no acepten una paga por el anuncio del mensaje de libertad y vida que deben proclamar; la buena noticia ha de ser siempre un regalo, un don, una muestra de solidaridad y amor: «De balde lo recibisteis, dadlo de balde».
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