¿Qué es el Reino de Dios?
Durante el ciclo A de la liturgia, la Iglesia nos presenta al Evangelio de san Mateo, cuyo tema central es el Reino de Dios y que escucharemos a lo largo del año; pero que resuena desde los primeros domingos del Tiempo Ordinario. Para entender bien este tema tan importante, comenzamos con un ejemplo:
Cuando nosotros éramos niños, nuestros padres y maestros nos entretenían o nos hacían dormir con los cuentos de reyes, hadas, príncipes y princesa; todos con su corte, pajes, soldados y sirvientes, viviendo en palacios o castillos fantásticos y lujosos. Todavía en la televisión, los niños pueden ver algo de ello, en las fábulas o historietas, que son tan entretenidas. En la actualidad, conocemos algunas monarquías, formas de gobierno, en las cuales, los reyes son sus jefes principales, como España o Inglaterra (Reino Unido).
En cambio nuestro país, Costa Rica, es una república, en la que el Jefe de Estado es un representante del pueblo, el presidente, nuestro jefe supremo. Pero en toda república, la soberanía la tiene el pueblo. El presidente es sólo su representante. De allí que nos cueste entender la monarquía como forma de gobierno, sencillamente porque nunca hemos tenido un rey.
Por eso, cuando decimos “reino”, la palabra puede significar dos cosas distintas: o bien expresa el territorio en que gobierna el rey, el país o el lugar (por ejemplo, el Reino de España), o también la realeza o soberanía que el rey ejerce (aquí podemos hablar de “reinado”). ¿Cuál es el significado predominante en los evangelios? En la mayoría de los casos, la expresión que encontramos: “reino de Dios”, debemos entenderla como “reinado de Dios”. Es decir, los textos de los evangelios hablan sobre todo, de la realeza o soberanía de Dios, de su “reinado”.
En otras palabras, la expresión “reino de Dios” quiere decir, por una parte, que Dios es rey y, por otra, que ejerce su soberanía o reinado sobre los hombres y sobre todo lo que existe. Con esto descartamos aquello que muchas veces imaginamos: que el reino de Dios es algo que está más allá de este mundo, fuera de nosotros, en el más allá, en el cielo... Por eso Jesús, sin definir el concepto de “reino de Dios”, trata de explicarlo con parábolas, sacadas de la vida cotidiana del pueblo, como la Iglesia nos lo presentará en estos domingos del mes de Julio.
Jesús, pues, nos habla del reino de Dios, que “está cerca”, “que está llegando”, “que está en medio de nosotros”, como algo que no ocupa un lugar concreto (un país, un territorio, una ciudad o un pueblo, por ejemplo), sino como algo que lo llena todo, que lo ocupa todo. Reino de Dios es presencia de Dios, su soberanía amorosa, su actividad entre nosotros, que quiere liberarnos de todos los males y llevarnos a un destino de felicidad y de salvación, es decir, el reino como algo que también hemos de esperar que suceda en el futuro.
Este reino de Dios o reinado de Dios, se hizo presente en Cristo, que anuncia su llegada (ver Mc 1, 15; Mt 4, 23), con su encarnación, predicación, enseñanzas y signos. Ahora bien, para los judíos de su tiempo, que conocían la experiencia de la monarquía en tiempos antiguos, de emperadores y soberanos, pues habían tenido reyes en el pasado, vivían bajo el reinado de Herodes, del emperador romano o su representante, el gobernador o procurador romano (Pilato); las palabras de Jesús les eran muy familiares y fáciles de entender. Se trataba el reino de algo muy metido en la conciencia del pueblo desde hacía siglos atrás. No para nosotros que, al no vivir en esa cultura judía de aquellos tiempos, esto no es del todo claro. Por eso, es importante que tratemos de entenderlo con las parábolas que Jesús usa, para tratar de explicarlo o hacerlo entender.
La parábola es una comparación tomada de la vida real, de la naturaleza o de la vida diaria, para explicar una verdad, un concepto. Era un recurso que los maestros judíos utilizaban para la enseñanza, a veces en forma de proverbio popular (1S 10, 12; 24, 14; Jb 27,1; Ez 17,1), y que tenían como objetivo enseñar, llevar a la gente a la reflexión, por medio de imágenes muy llamativas o bellas, muy conocidas por todos. Por ejemplo, la del sembrador tirando la semilla en el campo, la mujer haciendo el pan, los pescadores pescando...
Por medio de estas comparaciones bellas y sencillas, tomadas de la vida cotidiana en la que vivió Jesús, Él llama a la reflexión y busca la manera de entrar en diálogo con sus oyentes. De allí que las parábolas hacen “destapar el velo” un poco, no del todo, acerca del misterio del reino de Dios. Jesús dice: “el reino de Dios es como..., se parece a un sembrador, una red, se puede comparar con una semilla, con un tesoro.”
En Mateo 13, 1‐52 tenemos siete parábolas que tratan sobre la naturaleza o misterio del reino de Dios. En la parábola del sembrador, con su correspondiente explicación (Mt 13, 3‐9. 18‐23), se nos enseñan los modestos comienzos del reino, así como su resultado final maravilloso (una abundante cosecha), con la enseñanza de Jesús y las diversas disposiciones para acogerlo (la palabra).
Las parábolas de la cizaña, de la mostaza y de la levadura (Mt 13, 24‐31‐33), ilustran los comienzos sencillos y sin apariencia del reino, que se hace presente en el campo del mundo (trigo y cizaña), pero con una fuerza dinámica y poderosa que lo transforma (como mostaza o levadura en la masa), y que, al final, sus resultados serán magníficos (Mt 13, 31‐33). Y finalmente, las parábolas del tesoro, la perla y la red barredera (Mt 13, 44‐50), indican el valor inmenso del reino, por el cual se deja todo, y cómo el reino culminará en el juicio, que sucederá al final de los tiempos (peces buenos y malos).
Los comienzos del reino son muy humildes, muy modestos, y apenas se pueden percibir (ver Mt 4, 17). Inaugurado por el “Sembrador” (Cristo) que sale a sembrar, debe fructificar hasta la cosecha definitiva, de manera misteriosa y más allá de las contradicciones y los fracasos aparentes. Nada puede impedir que siga adelante, y sin duda alguna, terminará por transformarlo todo. Por él vale la pena sacrificarlo todo, incluso hasta los bienes más preciosos. El reino ya se ha hecho visible, con la predicación y los signos de Jesús, pero sólo al final se manifestará plenamente.
Como vemos, el reino de Dios en nada se parece a una forma de gobierno humano, no es ninguna realidad política, por más que alguna quiera imitarlo o se inspire en él, sino la realización plena del ser humano, una realidad tan extraordinaria, de la cual apenas tenemos alguna idea, pero con la que todos soñamos. En efecto, los seres humanos, frágiles, débiles y necesitados, acosados por tantas limitaciones, el mal, el pecado, la muerte y el dolor; soñamos con que nada de esto exista: los enfermos desean recuperar la salud, los presos su libertad, los pobres ansían tener
lo necesario para vivir, los hambrientos, el pan de cada día, los que viven en guerra, suspiran por la paz.
En una palabra, el reino de Dios es un cambio radical del mundo, una forma insospechada de comunidad y de convivencia humana, un triunfo de los valores de Dios. Es la suma de todos los bienes y la desaparición de todos los males. Es la humanidad ideal, con la que soñaron los profetas de Israel (Is 11, 6‐9), por la cual luchó, murió y resucitó Jesús (ver Lc 4, 16‐22), y con la cual soñamos actualmente los hombres.
Es todo un proyecto, en el que la Iglesia es servidora, y en el que todos y todas debemos y podemos colaborar. Es vida abundante, es justicia, es amor desbordante, es paz, es salud, inmortalidad, fraternidad y entendimiento entre los seres humanos. Es un don inmerecido que Dios nos hace, pero que debemos hacerlo posible.
¿Es posible un mundo justo, apacible, bello, en el que podamos todos ser plenamente felices? ¿Donde nadie sufra o se enferme, donde nadie se peleé con nadie? ¿Es posible este nuevo paraíso? (ver Ap 21, 1‐4; 22, 1‐3). Cada quien se lo debe contestar, en la medida en que viva estos valores del Reino, que Jesús nos enseñó.
Cuando nosotros éramos niños, nuestros padres y maestros nos entretenían o nos hacían dormir con los cuentos de reyes, hadas, príncipes y princesa; todos con su corte, pajes, soldados y sirvientes, viviendo en palacios o castillos fantásticos y lujosos. Todavía en la televisión, los niños pueden ver algo de ello, en las fábulas o historietas, que son tan entretenidas. En la actualidad, conocemos algunas monarquías, formas de gobierno, en las cuales, los reyes son sus jefes principales, como España o Inglaterra (Reino Unido).
En cambio nuestro país, Costa Rica, es una república, en la que el Jefe de Estado es un representante del pueblo, el presidente, nuestro jefe supremo. Pero en toda república, la soberanía la tiene el pueblo. El presidente es sólo su representante. De allí que nos cueste entender la monarquía como forma de gobierno, sencillamente porque nunca hemos tenido un rey.
Por eso, cuando decimos “reino”, la palabra puede significar dos cosas distintas: o bien expresa el territorio en que gobierna el rey, el país o el lugar (por ejemplo, el Reino de España), o también la realeza o soberanía que el rey ejerce (aquí podemos hablar de “reinado”). ¿Cuál es el significado predominante en los evangelios? En la mayoría de los casos, la expresión que encontramos: “reino de Dios”, debemos entenderla como “reinado de Dios”. Es decir, los textos de los evangelios hablan sobre todo, de la realeza o soberanía de Dios, de su “reinado”.
En otras palabras, la expresión “reino de Dios” quiere decir, por una parte, que Dios es rey y, por otra, que ejerce su soberanía o reinado sobre los hombres y sobre todo lo que existe. Con esto descartamos aquello que muchas veces imaginamos: que el reino de Dios es algo que está más allá de este mundo, fuera de nosotros, en el más allá, en el cielo... Por eso Jesús, sin definir el concepto de “reino de Dios”, trata de explicarlo con parábolas, sacadas de la vida cotidiana del pueblo, como la Iglesia nos lo presentará en estos domingos del mes de Julio.
Jesús, pues, nos habla del reino de Dios, que “está cerca”, “que está llegando”, “que está en medio de nosotros”, como algo que no ocupa un lugar concreto (un país, un territorio, una ciudad o un pueblo, por ejemplo), sino como algo que lo llena todo, que lo ocupa todo. Reino de Dios es presencia de Dios, su soberanía amorosa, su actividad entre nosotros, que quiere liberarnos de todos los males y llevarnos a un destino de felicidad y de salvación, es decir, el reino como algo que también hemos de esperar que suceda en el futuro.
Este reino de Dios o reinado de Dios, se hizo presente en Cristo, que anuncia su llegada (ver Mc 1, 15; Mt 4, 23), con su encarnación, predicación, enseñanzas y signos. Ahora bien, para los judíos de su tiempo, que conocían la experiencia de la monarquía en tiempos antiguos, de emperadores y soberanos, pues habían tenido reyes en el pasado, vivían bajo el reinado de Herodes, del emperador romano o su representante, el gobernador o procurador romano (Pilato); las palabras de Jesús les eran muy familiares y fáciles de entender. Se trataba el reino de algo muy metido en la conciencia del pueblo desde hacía siglos atrás. No para nosotros que, al no vivir en esa cultura judía de aquellos tiempos, esto no es del todo claro. Por eso, es importante que tratemos de entenderlo con las parábolas que Jesús usa, para tratar de explicarlo o hacerlo entender.
La parábola es una comparación tomada de la vida real, de la naturaleza o de la vida diaria, para explicar una verdad, un concepto. Era un recurso que los maestros judíos utilizaban para la enseñanza, a veces en forma de proverbio popular (1S 10, 12; 24, 14; Jb 27,1; Ez 17,1), y que tenían como objetivo enseñar, llevar a la gente a la reflexión, por medio de imágenes muy llamativas o bellas, muy conocidas por todos. Por ejemplo, la del sembrador tirando la semilla en el campo, la mujer haciendo el pan, los pescadores pescando...
Por medio de estas comparaciones bellas y sencillas, tomadas de la vida cotidiana en la que vivió Jesús, Él llama a la reflexión y busca la manera de entrar en diálogo con sus oyentes. De allí que las parábolas hacen “destapar el velo” un poco, no del todo, acerca del misterio del reino de Dios. Jesús dice: “el reino de Dios es como..., se parece a un sembrador, una red, se puede comparar con una semilla, con un tesoro.”
En Mateo 13, 1‐52 tenemos siete parábolas que tratan sobre la naturaleza o misterio del reino de Dios. En la parábola del sembrador, con su correspondiente explicación (Mt 13, 3‐9. 18‐23), se nos enseñan los modestos comienzos del reino, así como su resultado final maravilloso (una abundante cosecha), con la enseñanza de Jesús y las diversas disposiciones para acogerlo (la palabra).
Las parábolas de la cizaña, de la mostaza y de la levadura (Mt 13, 24‐31‐33), ilustran los comienzos sencillos y sin apariencia del reino, que se hace presente en el campo del mundo (trigo y cizaña), pero con una fuerza dinámica y poderosa que lo transforma (como mostaza o levadura en la masa), y que, al final, sus resultados serán magníficos (Mt 13, 31‐33). Y finalmente, las parábolas del tesoro, la perla y la red barredera (Mt 13, 44‐50), indican el valor inmenso del reino, por el cual se deja todo, y cómo el reino culminará en el juicio, que sucederá al final de los tiempos (peces buenos y malos).
Los comienzos del reino son muy humildes, muy modestos, y apenas se pueden percibir (ver Mt 4, 17). Inaugurado por el “Sembrador” (Cristo) que sale a sembrar, debe fructificar hasta la cosecha definitiva, de manera misteriosa y más allá de las contradicciones y los fracasos aparentes. Nada puede impedir que siga adelante, y sin duda alguna, terminará por transformarlo todo. Por él vale la pena sacrificarlo todo, incluso hasta los bienes más preciosos. El reino ya se ha hecho visible, con la predicación y los signos de Jesús, pero sólo al final se manifestará plenamente.
Como vemos, el reino de Dios en nada se parece a una forma de gobierno humano, no es ninguna realidad política, por más que alguna quiera imitarlo o se inspire en él, sino la realización plena del ser humano, una realidad tan extraordinaria, de la cual apenas tenemos alguna idea, pero con la que todos soñamos. En efecto, los seres humanos, frágiles, débiles y necesitados, acosados por tantas limitaciones, el mal, el pecado, la muerte y el dolor; soñamos con que nada de esto exista: los enfermos desean recuperar la salud, los presos su libertad, los pobres ansían tener
lo necesario para vivir, los hambrientos, el pan de cada día, los que viven en guerra, suspiran por la paz.
En una palabra, el reino de Dios es un cambio radical del mundo, una forma insospechada de comunidad y de convivencia humana, un triunfo de los valores de Dios. Es la suma de todos los bienes y la desaparición de todos los males. Es la humanidad ideal, con la que soñaron los profetas de Israel (Is 11, 6‐9), por la cual luchó, murió y resucitó Jesús (ver Lc 4, 16‐22), y con la cual soñamos actualmente los hombres.
Es todo un proyecto, en el que la Iglesia es servidora, y en el que todos y todas debemos y podemos colaborar. Es vida abundante, es justicia, es amor desbordante, es paz, es salud, inmortalidad, fraternidad y entendimiento entre los seres humanos. Es un don inmerecido que Dios nos hace, pero que debemos hacerlo posible.
¿Es posible un mundo justo, apacible, bello, en el que podamos todos ser plenamente felices? ¿Donde nadie sufra o se enferme, donde nadie se peleé con nadie? ¿Es posible este nuevo paraíso? (ver Ap 21, 1‐4; 22, 1‐3). Cada quien se lo debe contestar, en la medida en que viva estos valores del Reino, que Jesús nos enseñó.
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