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lunes, 7 de julio de 2008

XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Homilía y Recursos para la Homilía

"SALIÓ EL SEMBRADOR A SEMBRAR"
Publicado por Agustinos España


Como la lluvia

"Esto dice el Señor: Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo..." (Is 55,10)
Lluvia deseada que humedece la tierra seca, haciendo posible la esperanza de una nueva primavera. Lluvia que baja del cielo limpiando el aire y la tierra, barriendo el polvo que ensució el ambiente, manchándolo hasta el punto de no poder respirar. Lluvia que corre por los mil canales que riegan la tierra pobre de los hombres. Lluvia que llena los cacharros, grandes y pequeños, donde guardamos el agua que nos mantiene con vida, la que nos da energía para iluminar nuestras oscuras noches, para calentar nuestros hogares, para llenarlos de música y de palabras, de imágenes vivas...
Aguas tempestuosas, aguas temidas, aguas que se desbordan, que arrastran con ímpetu imparable cuanto se les pone por delante. Aguas que saben de tragedia, de vidas tronchadas, de cuerpos muertos que flotan junto con mil cosas íntimas. Aguas que se tragan tantas vidas, aguas que absorben furiosas, aguas que crispan las manos que se hunden sin posibilidad de agarrarse a nada. Aguas que pudren la sementera, que se llevan de un solo golpe la ilusión de todo el año, o de la vida entera.

"Así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía..." (Is 55,11)
Así es la palabra de tu boca. Agua que baja del cielo con una potencialidad concreta, con una fuerza determinada, con una misión que cumplir. Unas veces será agua buena que salva y da vida, otras agua fatídica que condena y mata. Sea lo que fuere tu agua, Señor, tu palabra no se quedará baldía, conseguirá el resultado propuesto.
Y todo depende de quien recibe la palabra. Porque tú siempre eres el mismo. Tu palabra es siempre una palabra buena, una palabra de amor que intenta iluminar, encender, serenar, consolar, animar. Nosotros somos los responsables del resultado final. Por eso llegaste a decir que en realidad Tú no juzgarías a nadie, sino que tus palabras serán las que juzguen en el último día.

Las acequias de Dios

"Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida" (Ps 64,10)
La acequia de Dios va llena de agua, dice el texto sacro. El salmista canta emocionado al Señor, impresionado ante el magnífico espectáculo que se extiende ante sus ojos: surcos que abren la tierra y reflorecen en anchos sembrados, verdes plantaciones que se alzan en pleno verano bajo la caricia de las aguas que se deslizan por los arcaduces y canales.
En definitiva es Dios quien hace posible la fecundidad de las tierras. El que ha puesto el latido de la vida en los pequeños gérmenes que encierra toda semilla, ese latido misterioso que se desarrolla independiente de la acción del hombre que sólo tuvo que sembrar... "Tú preparas los trigales -dice también nuestro salmo-, riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes".
Adoración que no encuentra palabras, o que rompe sus sentimientos en canciones. Contemplación gozosa de la grandeza divina, rutilante en los esplendores del verano. En el sol que madura dorando los frutos, en el agua que nos sacia y refrigera, en la brisa fresca del amanecer. Gratitud profunda y sincera ante este Dios que nos ha entregado la tierra, para que trabajando en ella alcancemos el Cielo.

"Coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia" (Ps 64,12)
Es tiempo de cosechar, de recoger el fruto de muchas horas de afanes y esfuerzos. El cantor de Dios habla hoy de los ricos pastizales del páramo, de las colinas que se orlan de alegría. También nos dice que las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.
Las imágenes, realidades vivas en nuestros campos, elevan el corazón y la mente de quienes creen en Dios. De un modo o de otro el Señor bendice nuestro trabajo. Hemos de ser conscientes de que cuanto logramos procede en definitiva del Altísimo, porque, como dice san Pablo, ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento.

Seamos humildes para reconocer nuestra impotencia y recurrir a quien todo lo puede, solicitanto confiados su ayuda. Seamos también agradecidos para reconocer que el agua que riega nuestra tierra y nuestro espíritu, procede en último término de las acequias de Dios.

Libertad gloriosa

"Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá..." (Rom 8,18)
Pablo es consciente de lo que pesa el trabajo del hombre sobre la tierra, puesto que él vive una existencia dura de sacrificios y esfuerzos continuos. Aparte de la predicación del Evangelio y de atender a los cristianos recién bautizados, el Apóstol trabaja con sus manos para mantenerse sin ser gravoso a nadie. Sus circunstancias personales le llevan a actuar de este modo peculiar, distinto del modo de hacer de los otros apóstoles, que prácticamente abandonan su profesión para entregarse de lleno a la misión que el Señor les había encomendado.
Y Pablo que sabe de fatigas y penalidades nos dice de forma categórica que todo eso es nada en comparación con la gloria que nos espera. Sí, vale la pena vivir esta gozosa aventura de entregarse en cuerpo y alma al Señor, llevar a cabo esta sublime tarea de divinizar todo lo humano que cada día hacemos. Por mucho que nos cueste ser fieles al Señor, nunca llegaremos a dar más de lo que Él nos entrega ya ahora, de lo que Él nos entregará en el más allá.

"... para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rom 8,21)
Es una realidad comprobable el hecho de que una cierta esclavitud encadena, de un modo o de otro, a todos los hombres. Incluso aquellos que parecen más libres, están en cierta forma mediatizados en el uso de su libertad. A veces lo que les tiraniza les llega de fuera, otras veces son fuerzas internas, pasiones difíciles de controlar.
Y sin embargo, Dios nos quiere libres. Él nos ha traído la única y verdadera liberación que un hombre puede poseer y gozar, no sólo aquí en la tierra sino también allá en el Cielo. Es la gloriosa libertad de los hijos de Dios, la libertad del amor.
En la medida en que amemos a lo divino, en esa misma medida seremos libres y comenzaremos a disfrutar de esa maravillosa liberación cristiana, tan distinta de cualquier otra liberación terrena. Amar a los demás por el amor de Dios, querer a todos por Cristo. Sólo así seremos realmente libres y dichosos.

Qué buena siembra

"Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago..." (Mt 13,1)
La gente se arremolina en torno a Jesús, sus palabras tienen el sabor de lo nuevo, su mirada es limpia y frontal, su gesto sereno y atrayente, su conducta valiente y franca... Por otra parte aparece sencillo, amigo de los niños, inclinado a curar a los enfermos, aficionado a estar con los despreciados por la sociedad de su tiempo, amigo de publicanos y pecadores. Y, sin embargo, su manera de enseñar tenía una especial autoridad, tan distinta de la de los escribas y los fariseos.
La muchedumbre se siente atraída, le sigue por doquier, le gusta verle y escucharle. Por eso en alguna ocasión, como en este pasaje, Jesús se sube a una barca y se separa un poco de la orilla. Era aquella barca una curiosa cátedra, y la ribera del lago una insólita aula, abierta a los cielos, mirándose en el agua. El silencio de la tarde se acentúa con la atención de todos los que escuchan las enseñanzas del Rabbí de Nazaret. Su palabra brota serena e ilusionada, es una siembra abundante, desplegada en redondo abanico por la diestra mano del sembrador. Es una simiente inmejorable, la más buena que hay en los graneros de Dios. Su palabra misma, esa palabra viva, tajante como espada de doble filo. Una luz que viene de lo alto y desciende a raudales, iluminando los más oscuros rincones del alma, una lluvia suave y penetrante que cae del cielo y que no retorna sin haber producido su fruto.

Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda tan buena sementera. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia. Que no seamos camino pisado por todos, ni piedras y abrojos que no dejen arraigar lo sembrado, ni permitan crecer el tallo ni granar la espiga. Vamos a roturar nuestra vida mediocre, vamos a suplicar con lágrimas al divino sembrador que tan excelente siembra no se quede baldía. Dios es el que da el crecimiento, Él puede hacer posible lo imposible: que esta nuestra tierra muerta dé frutos de vida eterna.


RECURSOS PARA LA HOMILÍA

Nexo entre las lecturas.

La liturgia de este día se mueve como un péndulo entre dos verdades importantes. De una parte se subraya la eficacia de la Palabra de Dios. Todo aquello que Dios dice es verdadero y encontrará su cumplimiento en el momento oportuno. Ella, la Palabra de Dios, desciende desde el cielo como lluvia que empapa y fecunda la tierra (1L). Por otra parte, aparece la necesidad de que el terreno esté bien preparado para acoger la semilla y producir fruto. Aunque el sembrador siembra a voleo y con auténtica generosidad y a pesar de que la semilla tiene una virtualidad propia, se requiere que la tierra esté preparada y bien dispuesta (EV). El tema es de grande interés, se trata de la colaboración entre la gracia de Dios y la aportación de la libertad humana. Una comprensión exacta y profunda de la liturgia de este día, nos conduce sin duda a una vida cristiana más auténtica y más comprometida, fundada ciertamente en la eficacia de la Palabra de Dios, pero al mismo tiempo responsable de los dones recibidos y de la necesidad de producir fruto. Por su parte, el texto de la carta a los romanos nos muestra que la creación entera está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. Nos encontramos en una situación paradójica: el hombre ha sido ya salvado y redimido por la obra de Cristo, pero aún le queda peregrinar en la tierra hacia la posesión plena de Dios. “Ya, pero todavía no”. La imagen de un parto que entraña simultáneamente gozo y dolor, expresa adecuadamente la situación del cristiano: posee las primicias del espíritu, pero gime hasta llegar a la redención de su cuerpo (2L).


Mensaje doctrinal.


1. La Palabra de Dios es eficaz. La Palabra de Dios revela, pero al mismo tiempo obra aquello que revela. Ella es verdadera y es eficaz. Esta segunda característica es la que aparece más claramente en el texto del deutero Isaías que hoy consideramos. La imagen, tomada de la vida del campo, es particularmente sugestiva y penetrante: la lluvia y la nieve caen del cielo, pero antes de tornar nuevamente allá, fecundan la tierra y producen un fruto abundante. De igual modo la Palabra de Dios desciende del cielo, pero no torna sin llevar un fruto. Esta afirmación es altamente consoladora para quien tiene en suma estima la Palabra de Dios y medita en ella “ día y noche”. Podemos afirmar que toda la Biblia está penetrada de esta verdad. En ella se funda la esperanza del pueblo, sobre todo en los momentos de mayor angustia y adversidad, pues la Palabra de Dios no puede quedar incumplida. El texto de Isaías se encuadra en la dura prueba del exilio, ante ella Israel medita la promesa del Señor: Dios ha prometido la liberación del exilio como un nuevo éxodo; no se puede dudar de que esto tendrá lugar porque Dios cumple aquello que dice. Su palabra no es vana sino eficaz. Esta Palabra posee además una dimensión creativa. Produce una nueva realidad que no existía y hace nuevas todas las cosas.

El salmo 32 explica esta verdad:

Por la palabra de Yahveh fueron hechos los cielos
por el soplo de su boca toda su compañía.
Pues él habló y fue así,
mandó él y se hizo.
Sal 33, 6,9.

Así la Palabra de Dios es creadora. Creadora de la historia, especialmente de la historia salvífica. En cada instante tiene el poder de crear, de dar la vida, de ofrecer la salvación. En realidad esta Palabra de Dios es su plan salvífico es la expresión de su amor que se ha concretado en su alianza con Abraham (la promesa de una descendencia numerosa - y la promesa de la tierra) con Moisés (la Alianza sinaítica constituye el pueblo y hace presente la cercanía del Señor). Esta alianza encuentra su máxima expresión en Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada. Él nos manifiesta el amor del Padre y nos envía su Espíritu para llevar a cumplimiento el plan de salvación en su cuerpo que es la Iglesia.

2. El sembrador y la esperanza. La experiencia humana nos demuestra que junto con la siembra nace la esperanza del sembrador. La siembra tiene su origen y raíz en la esperanza, pues nadie sembraría si no tuviera la confianza de recoger un fruto; pero al mismo, la siembra alimenta la esperanza. Al ponerse a trabajar el sembrador en la preparación de la tierra y en el esparcimiento de la semilla, su espíritu se llena de esperanza y de gozo al ver en el futuro realizada la promesa de su trabajo. De este modo el sembrador tiene su mirada puesta, no tanto en los trabajos presentes, llenos de fatiga y sudor, sino en el futuro que promete una valiosa cosecha.

La fecundidad de la que nos habla la parábola del Señor es simbólica. En realidad en los terrenos de Palestina la fertilidad de la tierra arroja al máximo el diez por uno. Hablar por la tanto, del treinta, sesenta y cien por uno, supone una fertilidad que supera con mucho las posibilidades de la tierra misma y posee un carácter simbólico. Ahora bien, el sembrador lanza su semilla a voleo y sabe que parte de su semilla se pierde, cae en tierra infértil, se queda al margen del camino, se la comen los pájaros, cae entre piedras y espinos... Sin embargo, no por ello deja de sembrar; muy por el contrario, cuanto mayor pueda ser el riesgo de que el terreno no produzca todo lo deseado, tanto mayor será el cuidado de sembrar con la mayor de las artes posibles. Mal sembrador sería el que guardase la semilla en el saco por temor de los peligros. Debe enfrentar con entereza de ánimo los riesgos del terreno y debe seguir sembrando, pues únicamente con una siembra generosa se puede esperar una cosecha ubérrima.

Lo espléndido de la parábola es que no obstante que el terreno es irregular y no ofrece excesivas garantías, el sembrador lanza su semilla y, algunos meses más tarde, la semilla empieza a producir su fruto, en algunos casos treinta en otros sesenta y en el cien por uno. Ello confirma que el sembrador tenía razón en sembrar con generosidad y grande sacrificio. Era preciso no ahorrarse esfuerzo alguno y aprovechar con inteligencia el tiempo disponible. Un sembrador que, previendo que parte de su semilla quedase fuera del camino, renunciase a sembrar y a intentar nuevos caminos, obraría insensatamente. No manifestaría plena confianza en el poder de la semilla para vencer los obstáculos y crecer, incluso en aquellos lugares donde la tierra no asegura ni el treinta por uno. En realidad, el sembrador no puede dejar de sembrar. Es aquí donde se revela la profundidad de vida de esos hombres, los santos, que no se conceden descanso en su labor apostólica. Nos sorprende ver cuántas y cuan valiosas obras han puesto en pie en un arco relativamente corto de tiempo. Pensemos en santo Tomás de Aquino y la Suma de Teología por ejemplo, o en san Juan Bosco que en poco tiempo puso en pie innumerables instituciones en favor de los jóvenes. El mundo está en espera de la manifestación de los Hijos de Dios.


Sugerencias pastorales.

1. Hay que vivir sembrando. Hay algunos que ante las dificultades de los tiempos presentes se echan atrás, pierden el sentido de su existencia, se dejan arrebatar por el miedo y la inhibición en la práctica del bien. La liturgia de este día nos invita más bien a lo contrario: a confiar en la eficacia de la palabra.

Espontáneamente viene a nuestra mente la exhortación del apóstol de las gentes: Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. 2 Tm 4,2. Proclama la Palabra, sé un buen sembrador, no te reserves tiempo ni energías. En tu esfuerzo de hoy está tu esperanza del mañana. En tu lucha cotidiana, está el descanso de una vida eterna con Dios y una fecundidad espiritual que supera con mucho las cualidades mismas del terreno. Insiste a tiempo y destiempo, es decir, siembra a manos llenas. Ten confianza en la semilla, prepara el terreno, aprovecha el día, porque la vida es corta y la eternidad ya ha comenzado.

Ninguno de los sacerdotes prisioneros en Dachau durante el último conflicto mundial imaginó ni siquiera de lejos que su testimonio de vida, de amor a la eucaristía, de caridad cristiana, vencería el odio del adversario, rompería las alambradas de espinas y los campos de concentración y daría frutos en cientos de sacerdotes que vienen detrás iluminados por su fidelidad y testimonio. La semilla había caído en el surco y empezaba a fructificar.

2. Es necesario preparar el terreno. La parábola del sembrador invita espontáneamente a hacer examen de la propia vida. ¿Qué tipo de terreno soy yo? ¿Qué tipo de terreno ofrezco a la semilla que Dios pone en mi alma? Sería de desear que en este día entráramos al fondo del alma y nos decidiésemos con sinceridad a ser buen terreno, a cultivar nuestra alma, quitando piedras y espinos, es decir, pasiones desordenadas, vicios y pecados. La palabra de Dios suena en nuestra alma como campana que toca a rebato, es decir, como invitación para reunir las fuerzas espirituales de frente al enemigo de nuestra alma (el orgullo, el amor propio, el demonio, el mundo) y preparemos el terreno con la gracia, la virtud.

Pero también es necesario preparar el terreno de las almas encomendadas. Los padres deben preparar el terreno en el corazón de sus hijos para acoger el amor de Dios. Los maestros educan no sólo las mentes, sino primeramente el corazón y el alma de sus educandos. Todos somos responsables del bien espiritual y material de nuestros hermanos. Todos tenemos la obligación de preparar el terreno para la llegada de Dios. No nos cansemos de ser buenos agricultores de los surcos divinos, no nos cansemos de preparar el camino para que Jesucristo halle una digna acogida en el corazón de las personas.

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