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martes, 1 de julio de 2008

XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Fieles por encima de todo

Publicado por Servicio Católico

"Así dice el Señor: Alégrate, hija de Sión..." (Zac 9,9)

El profeta Zacarías contempla a través de los siglos, traspasando el muro de los tiempos, la entrada en Jerusalén del rey de Israel, del Salvador del mundo. Su corazón rebosa alborozado y comunica la gran noticia al Pueblo elegido. Muchos lustros después, cuando Jesucristo entre en Jerusalén, aclamado por la muchedumbre, Mateo el evangelista recordará las palabras proféticas de Zacarías, verá cumplido el vaticinio y se reafirmará en la convicción de que Jesús de Nazaret es el Hijo de David, el Cristo de Dios, el Ungido del Padre, el Rey mesiánico.

La multitud que lo vitoreó estaba formada por gente sencilla y por niños. Su cabalgadura fue un borrico. Un retablo sencillo y humilde, unas circunstancias un tanto apoteósicas, vividas en medio del pueblo llano. En contraposición con aquel entusiasmo, los sabios de Israel protestarán ante aquellas aclamaciones que no respondían a la idea que ellos se habían forjado de la llegada del Mesías.

"Dominará de mar a mar..." (Zac 9,10)

Una vez más se muestran como ciegos incurables, gente soberbia que no podía elevarse por encima de las apariencias y percibir la realidad última y escondida, que se encerraba en aquel acontecimiento. Nosotros queremos colocarnos de parte de los niños y de la gente sencilla, queremos ver en Jesús, montado sobre un borrico, a nuestro rey y redentor, que por medio de lo que parecía pequeño y humilde, a través del sacrificio y del dolor, alcanzó la gloria suprema y nos conquistó así nuestra salvación.

Y con la salvación, la paz y la alegría. Paz y alegría que alcanzarán su plenitud en la otra vida, y que se nos dan ya ahora como gozosa primicia. Por eso los cristianos tenemos motivos más que sobrados para ser los más felices de todos los hombres que viven sobre la tierra, aun en medio del sufrimiento o del fracaso. La victoria que lo decide todo es la que se consigue, con la ayuda de Dios, contra el pecado, contra el mundo y contra el demonio. Por todo ello el que tiene a Dios nada le falta, el que vive en gracia participa ya de la dicha eterna.

Fieles por encima de todo
"Te ensalzaré, Dios mío, mi rey..." (Ps 144,1)

Es rey no quien dice serlo, sino quien realmente lo es. Es rey el que reina, el que es dueño y soberano en su reino, el que hace y deshace libremente, según decide su voluntad. Es rey, por otra parte, para una determinada persona, aquel a quien se reconoce como dueño y disponedor de la hacienda y de la propia vida.

En ese sentido en definitiva el único auténtico, sólo Dios es Rey, así con mayúscula. Él ha sido el creador de cuanto existe bajo el cielo y bajo la tierra. Él es, además, quien mantiene el ritmo y el latido de la vida y de la muerte, quien tiene marcado los límites de las aguas y la ruta de los astros.

Tan poderoso es Dios, tan dueño de sus actos, que quiso hacer al hombre un ser libre y lo hizo. Hasta el punto de que su mismo querer, aunque temporalmente, se somete en cierto modo al querer libérrimo del hombre. Éste es el único ser de toda la creación capaz de rebelarse contra Dios y el único capaz de amarle meritoriamente.

"Que te bendigan tus fieles, que proclamen la gloria de tu reino... (Ps 144,1)

Fieles, qué palabra tan maravillosa. Es equivalente a leales, a constantes, a cumplidores de la palabra empeñada, a hom- bres fuertes que permanecen firmes pase lo que pase, atletas que marchan con ímpetu contra corriente, caballeros de todos los tiempos y todos los lugares. Fieles, vale la pena repetía hasta la saciedad aquel hombre de Dios, Josemaría Escrivá. Y qué razón tenía.

Leales al Rey de reyes, vasallos insobornables que saben mantenerse en su propia trinchera, también cuando el combate arrecia y la lucha se encona. Saber estar por encima de las modas y al margen del aplauso o los silbidos de la galería, vivir con todas sus exigencias la condición de cristiano, de hombre ungido para el servicio de Dios.

Reino de Cristo que se perpetúa a través de los siglos, Iglesia de Dios que va llenando las páginas de la Historia con la grandeza del don recibido, por encima de las miserias humanas de quienes la formamos. Perdonando y amando, sosteniendo en la lucha heroica de las pequeñas obligaciones de cada día. Bajo la guía de Cristo van saltando a la vida hombres fuertes y honestos, santos escondidos o manifiestos, mártires de sangre que se vierte, o que se quema escondida y en silencio. Reino de Dios que ilumina y salva con el esplendor de su gloria.

Vivir según el Espíritu

"Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom 8,9)

Bien sabía el Apóstol cómo pesaba la carne que con tanta fuerza le inclinaba al mal. Humildemente confesaba que veía lo que era bueno pero hacía lo malo. Decía que llevamos en vasija de barro el tesoro de la gracia. También habla del ángel de Satanás que le abofetea y le humilla en su carne.

Pero junto a la flaqueza humana está la fuerza divina que se nos infunde en el Bautismo, la gracia de Dios que viene en auxilio de nuestra debilidad. Por eso dice: "el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús, vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros".

"Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis" (Rom 8,13)

Hay que secundar la acción divina. El Señor quiere santificarnos y salvarnos, pero ha de ser con nuestra colaboración. No podemos ser un peso muerto que es preciso levantar a pulso. Hemos de corresponder a su amor. Sí, Él nos extiende los brazos lo mismo que lo hace una madre con su bebé, para abrazarle o para evitar una caída al pequeño. Y si ésta ocurre, le limpia las lágrimas y le anima a seguirÉ

Así es, en definitiva, nuestra historia de hombres que que- remos vivir según el espíritu, aunque el peso de la carne lo haga difícil. Lo importante es, pase lo que pase, seguir intentándolo, rectificar cuantas veces haga falta. Seguros de que nuestro Padre Dios está junto a nosotros. Para que, a pesar de la ley de la carne que nos frena, podamos volar alto y vivir según el espíritu.

Aprended de mí
"Jesús exclamó: Te doy gracias, Padre..." (Mt 11,25)

Muchas veces los evangelistas nos presentan a Jesús en oración. En ocasiones, como en este pasaje, nos refieren el contenido de su plegaria. El Señor, también en esto, es nuestro modelo. Lo primero que podemos aprender de su oración es la frecuencia en hacerla. Por eso también nosotros hemos de orar a menudo, elevar nuestro corazón hasta Dios, para hablarle con sencillez y confianza, con humildad y constancia, y pedirle cuanto necesitemos, o cuanto necesitan los demás, en especial esos que se encomiendan a nuestras oraciones, o por los que tenemos más obligación de rezar.

Y, además de pedir, también agradecer. Son tantos los beneficios que nuestro Padre Dios nos otorga, que deberíamos estar siempre dándole gracias desde lo más íntimo de nuestro ser. Por otra parte, la oración de gratitud es la más agradable a los ojos de Dios. En ella proclamamos su bondad y su soberanía, reconocemos que cuanto tenemos, de Él lo hemos recibido y a Él hemos de consagrarlo.

Parece un contrasentido lo que en esta ocasión dijo Jesús. Resulta que los sabios no entenderán nada. Quizá sepan explicar el porqué de muchas cuestiones, relacionadas incluso con el mis- terio de Dios, pero en realidad no llegarán a comprenderlas, a descubrir el profundo sentido que arrebata el espíritu y lo eleva sobre todo lo material. En cambio, la gente humilde y sencilla descubre el poder y el amor de Dios, es partícipe de los más grandes misterios que nunca, por sus solas fuerzas, puede alcanzar el hombre. Así lo ha querido Dios. Ojalá sepamos reconocer nuestra pequeñez y limitación, ojalá seamos sencillos y humildes. Sólo entonces descubriremos la grandeza del Señor, y experimentaremos la dicha de amarlo.

Jesús se pone como modelo y confiesa con llaneza y claridad su mansedumbre y su humildad. Aprended de mí, nos dice. Si conseguimos aprender esa primera y sencilla lección de Jesucristo, hallaremos el descanso y la paz. Todo será entonces soportable, hasta la mayor preocupación y el más grande agobio se disipará si nos abandonamos como niños en los brazos de nuestro Padre Dios.

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