El despliegue de fuegos artificiales en la inauguración olímpica y en la clausura de los juegos, ampliamente difundido por la televisión japonesa, producía una impresión ambigua para quienes lo contemplábamos desde Tokyo. Beijing y Tokyo, dos ciudades tan cerca y tan lejos, pensábamos. China y Japón: dos tradiciones con vínculos de sangre cultural, pero sin acabar de reconciliarse.
Pirotecnia y tecnología intentaban convertir la noche de Beijing en un mediodía radiante. Pero el espectador crítico adivina tras la cortina de humo de las apariencias: hay una realidad sombría de millones de habitantes para quienes la fiesta no es fiesta; hay también una realidad penosa de la falta de reconciliación chino-japonesa.
Como contrapunto a las transmisiones luminosas de la olimpíada, es inevitable pensar, desde Tokyo, en dos enfoques que no son noticia, aunque merecerían serlo: la ciudadanía china puesta en cuarentena para no contaminar los olímpicos y la memoria histórica japonesa anestesiada.
Tras la cortina de humo de la exaltación nacional en la ceremonia inaugural, se ocultaba la otra cara de la China oprimida. En la transmisión del desfile de competidores por naciones, las cámaras enfocaron incesantemente a los centenares de azafatas que marcaban la trayectoria, deteniéndose una y otra vez para mostrar sus rostros sonrientes y el ritmo acompasado y esbelto de sus extremidades. Si esa fue la imagen de la mujer china que se grabó en el subconsciente del público, sería una cortina de humo que tapa la opresión y discriminación de millones de mujeres.
Antes de que la mano férrea del control policial se avalanzase sobre la prensa extranjera, reporteros espabilados pudieron enviar a sus redacciones las fotos de la campaña de “saneamiento” y “lavado de cara” que precedió a los juegos: posters gigantescos ocultando los mercadillos que no dan la imagen, vallas metálicas disimulando la fachada de los barrios en demolición, expulsión de vendedores ambulantes, detenciones masivas de posibles disidentes y un largo etcétera que incluye paradójicamente a la larga cola de “solicitantes de justicia”. Es una vieja tradición que se remonta a los viejos tiempos imperiales: acudir a la capital a reclamar los derechos conculcados en provincias. Presume el discurso oficial de tener una oficina de admisión de reclamaciones. Pero la lista y cola de solicitudes se convirtió esta vez en registro de detenciones preventivas...
Otra cortina de humo: la de las sonrisas diplomáticas de los respectivos líderes, que disimulaban la otra cara de las relaciones chino-japonesas. Ni el Museo japonés del templo Yasukuni, en Tokyo, ni el Museo y monumento memorial a las víctimas de la masacre de Nanjing, ayudan a la reconciliación de los pueblos mediante una memoria histórica equilibrada.
El museo japonés muestra los vivas triunfadores de las tropas japonesas que penetran por la brecha abierta en la muralla de la capital china en 1937. Pero disimula la masacre etiquetándola anacrónicamente como “campaña contra el terrorismo”. Intentos como éste de revivir la ideología militarista de preguerra por parte de la minoría nostálgica japonesa se han reflejado en el movimientoe revisión de libros de texto, llamando “intervención liberadora” a la “invasión” japonesa de países asiáticos antes de la guerra del Pacífico.
De este modo, la reacción del extremo opuesto por parte China está servida. Los visitantes del Memorial chino de la masacre de Nanjing pasean por la esplanada en cuyo suelo están grabadas en bronce las huellas de los pies de los supervivientes y su atención queda polarizada en el número de trescientas mil víctimas y las fotos de osarios exhumados. Las generaciones jóvenes de ambos países, que hacen visita turística se sienten distantes de una historia que sospechan se les transmite desfigurada por ambos lados.
Historiadores de los dos países, en unión con investigadores coreanos, han fomentado la inicitaiva de redactar estudios en colaboración más equilibrados, para que la memoria histórica no se ideologice. Pero la clase política dirigente de sus respectivos países no sale de su conservadurismo.
La reconciliación que se llevó a cabo en Europa tras la segunda guerra mundial está por hacerse en el noroeste asiático. Tanto China como Japón necesitarían para ello resucitar la memoria de su antigua sabiduría. “Si el débil está a punto de tropezar y caer, échale una mano. Hacerlo es humano. No hacerlo es inhumano”, decía Mencio.
El rollo de escritura tradicional que nos maravilló con su conjunción de danza y caligrafía en la ceremonia de apertura de los olímpicos remitía a los tiempos de Confucio y contenía un mensaje que, si se pusiera en práctica, garantizaría la dignidad y derechos humanos en Oriente y Occidente. Pero la contradicción entre la propaganda y la realidad es demasiado palpable.
En el desfile olímpico se hizo gala de mostrar decenas de atuendos regionales, correspondientes a la diversidad cultural de países en el territorio chino. Pero, ¿Cómo se compagina con lo que está ocurriendo en el Tibet?
Pirotecnia y tecnología intentaban convertir la noche de Beijing en un mediodía radiante. Pero el espectador crítico adivina tras la cortina de humo de las apariencias: hay una realidad sombría de millones de habitantes para quienes la fiesta no es fiesta; hay también una realidad penosa de la falta de reconciliación chino-japonesa.
Como contrapunto a las transmisiones luminosas de la olimpíada, es inevitable pensar, desde Tokyo, en dos enfoques que no son noticia, aunque merecerían serlo: la ciudadanía china puesta en cuarentena para no contaminar los olímpicos y la memoria histórica japonesa anestesiada.
Tras la cortina de humo de la exaltación nacional en la ceremonia inaugural, se ocultaba la otra cara de la China oprimida. En la transmisión del desfile de competidores por naciones, las cámaras enfocaron incesantemente a los centenares de azafatas que marcaban la trayectoria, deteniéndose una y otra vez para mostrar sus rostros sonrientes y el ritmo acompasado y esbelto de sus extremidades. Si esa fue la imagen de la mujer china que se grabó en el subconsciente del público, sería una cortina de humo que tapa la opresión y discriminación de millones de mujeres.
Antes de que la mano férrea del control policial se avalanzase sobre la prensa extranjera, reporteros espabilados pudieron enviar a sus redacciones las fotos de la campaña de “saneamiento” y “lavado de cara” que precedió a los juegos: posters gigantescos ocultando los mercadillos que no dan la imagen, vallas metálicas disimulando la fachada de los barrios en demolición, expulsión de vendedores ambulantes, detenciones masivas de posibles disidentes y un largo etcétera que incluye paradójicamente a la larga cola de “solicitantes de justicia”. Es una vieja tradición que se remonta a los viejos tiempos imperiales: acudir a la capital a reclamar los derechos conculcados en provincias. Presume el discurso oficial de tener una oficina de admisión de reclamaciones. Pero la lista y cola de solicitudes se convirtió esta vez en registro de detenciones preventivas...
Otra cortina de humo: la de las sonrisas diplomáticas de los respectivos líderes, que disimulaban la otra cara de las relaciones chino-japonesas. Ni el Museo japonés del templo Yasukuni, en Tokyo, ni el Museo y monumento memorial a las víctimas de la masacre de Nanjing, ayudan a la reconciliación de los pueblos mediante una memoria histórica equilibrada.
El museo japonés muestra los vivas triunfadores de las tropas japonesas que penetran por la brecha abierta en la muralla de la capital china en 1937. Pero disimula la masacre etiquetándola anacrónicamente como “campaña contra el terrorismo”. Intentos como éste de revivir la ideología militarista de preguerra por parte de la minoría nostálgica japonesa se han reflejado en el movimientoe revisión de libros de texto, llamando “intervención liberadora” a la “invasión” japonesa de países asiáticos antes de la guerra del Pacífico.
De este modo, la reacción del extremo opuesto por parte China está servida. Los visitantes del Memorial chino de la masacre de Nanjing pasean por la esplanada en cuyo suelo están grabadas en bronce las huellas de los pies de los supervivientes y su atención queda polarizada en el número de trescientas mil víctimas y las fotos de osarios exhumados. Las generaciones jóvenes de ambos países, que hacen visita turística se sienten distantes de una historia que sospechan se les transmite desfigurada por ambos lados.
Historiadores de los dos países, en unión con investigadores coreanos, han fomentado la inicitaiva de redactar estudios en colaboración más equilibrados, para que la memoria histórica no se ideologice. Pero la clase política dirigente de sus respectivos países no sale de su conservadurismo.
La reconciliación que se llevó a cabo en Europa tras la segunda guerra mundial está por hacerse en el noroeste asiático. Tanto China como Japón necesitarían para ello resucitar la memoria de su antigua sabiduría. “Si el débil está a punto de tropezar y caer, échale una mano. Hacerlo es humano. No hacerlo es inhumano”, decía Mencio.
El rollo de escritura tradicional que nos maravilló con su conjunción de danza y caligrafía en la ceremonia de apertura de los olímpicos remitía a los tiempos de Confucio y contenía un mensaje que, si se pusiera en práctica, garantizaría la dignidad y derechos humanos en Oriente y Occidente. Pero la contradicción entre la propaganda y la realidad es demasiado palpable.
En el desfile olímpico se hizo gala de mostrar decenas de atuendos regionales, correspondientes a la diversidad cultural de países en el territorio chino. Pero, ¿Cómo se compagina con lo que está ocurriendo en el Tibet?
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