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lunes, 25 de agosto de 2008

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: "El precio de la vida eterna"

"Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho..." Con estas palabras se abre la lectura del Evangelio de este domingo. Llegados al capítulo 16, hemos leído más de la mitad del Evangelio de Mateo, y aquí aparece algo nuevo para los apóstoles que después se repetirá con más insistencia: Jesús tenía que ir a Jerusalén a morir y resucitar al tercer día. El Evangelio nos conserva tres anuncios de su pasión.

La frase "desde entonces" sugiere la pregunta: ¿Desde cuándo? ¿Por qué ahora y no antes? ¿Qué cosa determinó este comienzo? El punto determinante es la confesión de Pedro: "Tú eres el Cristo" (en hebreo: el Mesías). Jesús acepta esta definición de su identidad; pero ordena a sus discípulos "que no dijesen a nadie que él era el Cristo" (Mt 16,20). Y acto seguido comienza a instruirlos así: "que en Jerusalén debía sufrir mucho de parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser matado y resucitar al tercer día". ¿Qué relación hay entre ambas cosas: entre su condición de Mesías y este destino trágico que él anunciaba? Aparentemente ninguna. El anuncio de Jesús resultaba más bien contradictorio para los apóstoles.

A todo hebreo del tiempo, formado en las Escrituras, Mesías sugería inmediatamente la imagen del rey David. El era el Mesías por excelencia y su reinado quedó en la conciencia popular como un tiempo proverbial, tal vez el único momento de su historia en que Israel fue un pueblo unido, soberano y en posesión de todos sus confines. Cuando se hablaba del que había de venir, del Mesías "hijo de David", se pensaba en la restauración de esa misma situación. Esto explica la incomprensión de Pedro cuando Jesús anuncia su pasión y muerte: "¡Lejos de tí, Señor! ¡De ninguna manera te sucederá eso!". Por inspiración divina, Pedro había confesado: "Tú eres el Cristo". Esta era una verdad revelada por Dios. Pero Dios quería decir algo mucho más profundo y pleno con esas palabras. Los pensamientos de los hombres se referían a un Mesías como lo fue David; los pensamientos de Dios proyectaban a un Mesías como lo fue Jesús. Aquí más que nunca se verifica lo que dijo Dios por boca de Isaías: "Vuestros pensamientos no son mis pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos; cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos a vuestros caminos y mis pensamientos a vuestros pensamientos" (Is 55,8-9).

Jesús era el Mesías que congregaría en unidad no sólo a Israel, sino a toda la humanidad, y lo haría destruyendo el pecado que es la fuerza dispersiva más potente. El pecado destruyó la unión tan estrecha entre Adán y Eva, el pecado destruyó el amor fraterno entre Caín y Abel, el pecado fue la causa de las confusión de lenguas y la dispersión de los pueblos, el pecado sigue destruyendo hoy los hogares, las familias, las naciones. Para salvarnos de esta fuerza de muerte que es el pecado y devolvernos la vida, Jesús debía morir en la cruz como víctima de expiación. Esta era su forma de ser Mesías y rey. Su reinado no abarca sólo los confines de Israel, sino que se extiende a todo el universo. Tiene su representación más evidente en la Iglesia Católica, que es una y universal. Desde el principio el demonio quiso apartar a Jesús de esta misión, tentandolo con el ofrecimiento de reinos y poder de este mundo (recordemos el episodio de las tentaciones). Y Jesús lo rechazó decididamente: "¡Apartate, Satanás!" (Mt 4,10). En el Evangelio de hoy, Pedro rechaza la idea que el Mesías tuviera que sufrir y objeta la misión que Jesús venía a cumplir. Por eso merece la misma reprensión. Es que si en algo Jesús fue estricto, fue en la absoluta fidelidad a su misión, tal como se la había encomendado su Padre.

Pero también respecto de la misión de cada uno de nosotros los pensamientos de Dios difieren de los humanos como el cielo de la tierra. Mientras los hombres en general buscan afanosamente "pasarlo bien", gozar de comodidad, alejar las molestias y sacar el mayor partido de cada momento ("carpe diem" decían los paganos), por su parte, Jesús enseña: "Si alguno quiere venir en pos de mí, nieguese a sí mismo, tome su cruz y sigame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará". Esta es nuestra misión. Ella incluye la negación de sí mismo y la cruz; pero concluye en la resurrección y la vida eterna. Cualquiera que se detenga a considerar atentamente esta frase de Cristo observará que encierra una paradoja. Es que Jesús juega con dos aspectos de la palabra "vida". Su dicho se entiende así: el que quiera gozar al máximo en esta vida terrena, sin negarse en nada, terminará perdiendo esta misma vida (con la muerte) y también la vida eterna; en cambio, el que entregue su vida, consumiendola en el servicio de los demás, encontrará la vida eterna, que consiste en la paz y alegría en este mundo y la felicidad sin fin en el otro.

Alcanzar la vida eterna es el fin para el cual hemos sido creados. Si la misión del rey ideal, según la Biblia, es velar por la vida del huérfano, de la viuda y del desvalido, Jesús es el rey por excelencia. El murió para que nosotros tuvieramos vida eterna, como nos enseñó: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). A esta vida se refiere Jesús en sus magníficas sentencias: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?" Estas frases son tan evidentes e impactantes por sí mismas que cualquier comentario debe enmudecer. Encierran una verdad tan maciza que ellas solas han sido argumento suficiente para convertir a pecadores en mártires y santos.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Auxiliar de Los Angeles (Chile)

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