El padre Agustín Rodríguez tiene como objetivo integrar a los gitanos de la Cañada Real de Madrid.
No es uno de ellos, pero en cinco años se ha convertido en parte de la familia. Con su barba crecida, una coleta canosa y las ropas ‘hippies’, el padre Agustín Rodríguez, de 45 años, acude todos las semanas al ‘Gallinero’, un asentamiento chabolista de 150 familias rumanas (mil personas aproximadamente), situado en la Cañada Real de Madrid, muy cerca de la carretera de Valencia. No oficia misas en el ‘Gallinero’ pero ayuda a los gitanos en sus papeleos y sus demandas.
De las 1500 personas que viven en el ‘Gallinero’, la mitad son níños-
Las viviendas de cartón y madera se arremolinan entre los restos de una antigua fábrica, donde empieza la vieja calle de Francisco Álvarez. Esta vía, prácticamente en desuso desde la construcción de la autovía de circunvalación, es un atajo estratégico para los camiones de la basura y volquetas con escombros que se dirigen a la incineradora y escombrera de Valdemingómez. Muy cerca de la desviación muchos niños juegan despreocupados por los camiones que pasan cada día rozando el asentamiento.
La llegada del sacerdote alborota la tranquilidad de los habitantes. Las mujeres están en la puerta de sus chabolas mirando y escuchando atentas lo que dice el religioso, de vez en cuando se nota su presencia por el resplandor de sus dientes dorados. Los hombres desfilan para darle la mano.
Los gitanos ya conocen de memoria el jeep rojo del párroco que los lleva y los trae, según la urgencia. Los niños se amontonan a su alrededor y apenas puede caminar en medio de ese mar de chavales semidesnudos. Con un montón de papeles y pasaportes pasa por las chabolas donde queda pendiente algún trámite.
“Falta una copia de los pasaportes de los niños, debes sacar una y luego dármela para que las lleve otra vez al Ayuntamiento”. El rumano escucha con atención las indicaciones del párroco y mueve afirmativamente la cabeza de rato en rato.
El padre Agustín ayuda a los rumanos a empadronarse en el distrito de Villa de Vallecas y gestionar sus tarjetas de sanidad. Los traslada a la ciudad para que regularicen sus papeles o al médico cuando el caso es urgente y cualquier otro trámite. Además vela para que los niños en edad escolar sean incorporados en alguna escuela cercana.
Ion Stefan y su mujer, Lucía, han acudido el martes a hacer sus papeles de residencia. El sacerdote los acompañó hasta la Junta Municipal del distrito para renovar su permiso y fue él quien gestionó los documentos mientras ellos esperaban afuera del edificio. Otra parada obligatoria fue el hospital donde debían renovar la tarjeta de sanidad, pero la falta de algunos requisitos pospuso el trámite unos días. En el trayecto de retorno al Gallinero, la pareja le consulta a Rodríguez sobre un posible derribo de chabolas. “Ante esa situación procuren tener a mano sus papeles y pasaportes, es lo mas importante que deben salvar”, les aconseja, mientras los tranquiliza afirmando que en caso de desalojo la Comundiad debe buscarles un nuevo lugar donde ubicarlos.
La mitad de la población son niños
A unos metros de las chabolas una unidad del Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid atiende a una decena de niños delgados y sucios que en brazos de sus madres parecen enfermos. Uno de los principales problemas, especialmente los menores de dos años, son las infecciones estomacales porque viven en medio de la basura y hay muchas ratas en el lugar, explica uno de los médicos.
No hace muchos días estas mismas madres tenían que hacer guardia para que las ratas no atacaran a sus hijos pequeños. La proliferación de los roedores movilizó a los gitanos y a la parroquia. El padre Agustín peregrinó hasta al Ayuntamiento para que al menos los camiones basureros recojan la basura que los gitanos amontonaron al borde de la carretera, compraron veneno y aunque no se extinguió la plaga, al menos la población de roedores ha disminuido.
De las mil personas que viven en el Gallinero, la mitad son niños. Es por eso que una de las prioridades del padre y otros voluntarios es apoyar la escolarización de los menores.
“Al principio cuesta convencer a los padres que sus hijos tienen que ir a la escuela. Para ellos un hijo representa una fuente más de ingreso y por eso tampoco controlan la natalidad”, sostiene Rodríguez quien ha logrado que este año 150 niños gitanos acudan a diferentes centros del distrito de Villa de Vallecas, 100 más que el año pasado.
Pese a los problemas de adaptación, el miedo y la autoexclusión cada vez son más los menores que acuden a las escuelas. “La marginación en las escuelas es uno de los inconvenientes, especialmente cuando los niños van sucios o son violentos. En algunas los han recibido bien pero en otras les han puesto pegas” lamenta el sacerdote.
“La gente cree que porque los niños están en la carretera pidiendo limosna sólo están ahí para robar, los rechazan y tienen miedo de ellos. Los medios de comunicación han hecho que la sociedad los estigmatice como peligrosos”, afirma con preocupación. Su lucha es demostrar que los gitanos rumanos de El Gallinero pueden reinsertarse con apoyo de los demás.
La iglesia de los dolores de cabeza
Dejando a un lado el Gallinero, el sacerdote también debe supervisar las obras de la Iglesia de la Cañada Real, que se encuentra en otro sector, el más peligroso de la zona. El trapicheo y la presencia de toxicómanos es el ‘pan de cada día’. Los tiroteos y raptos expréss hacen del ingreso a la iglesia, ‘la calle de la amargura’. “Un día me dirigía a la iglesia y empezó un tiroteo, tuve que refugiarme detrás del contenedor de la basura”, relata el sacerdote.
Al final de un terreno baldío y al lado de un vertedero clandestino se levanta la construcción humilde de la iglesia, sin vallas ni protectores. Está rodeada por decenas de carros en cuyo interior varios toxicómanos se inyectan. El hall de la iglesia ha sido tomado por los drogadictos quienes se cubren con cartones para no ser molestados. Con signos evidentes de un incendio y convertida en urinario, la iglesia además debe soportar el robo de los cables de electricidad. “No podemos echarlos y aunque lo hiciéramos no se irían, entonces debemos aprender a convivir con ellos” dice resignado el cura de los gitanos.
No es uno de ellos, pero en cinco años se ha convertido en parte de la familia. Con su barba crecida, una coleta canosa y las ropas ‘hippies’, el padre Agustín Rodríguez, de 45 años, acude todos las semanas al ‘Gallinero’, un asentamiento chabolista de 150 familias rumanas (mil personas aproximadamente), situado en la Cañada Real de Madrid, muy cerca de la carretera de Valencia. No oficia misas en el ‘Gallinero’ pero ayuda a los gitanos en sus papeleos y sus demandas.
De las 1500 personas que viven en el ‘Gallinero’, la mitad son níños-
Las viviendas de cartón y madera se arremolinan entre los restos de una antigua fábrica, donde empieza la vieja calle de Francisco Álvarez. Esta vía, prácticamente en desuso desde la construcción de la autovía de circunvalación, es un atajo estratégico para los camiones de la basura y volquetas con escombros que se dirigen a la incineradora y escombrera de Valdemingómez. Muy cerca de la desviación muchos niños juegan despreocupados por los camiones que pasan cada día rozando el asentamiento.
La llegada del sacerdote alborota la tranquilidad de los habitantes. Las mujeres están en la puerta de sus chabolas mirando y escuchando atentas lo que dice el religioso, de vez en cuando se nota su presencia por el resplandor de sus dientes dorados. Los hombres desfilan para darle la mano.
Los gitanos ya conocen de memoria el jeep rojo del párroco que los lleva y los trae, según la urgencia. Los niños se amontonan a su alrededor y apenas puede caminar en medio de ese mar de chavales semidesnudos. Con un montón de papeles y pasaportes pasa por las chabolas donde queda pendiente algún trámite.
“Falta una copia de los pasaportes de los niños, debes sacar una y luego dármela para que las lleve otra vez al Ayuntamiento”. El rumano escucha con atención las indicaciones del párroco y mueve afirmativamente la cabeza de rato en rato.
El padre Agustín ayuda a los rumanos a empadronarse en el distrito de Villa de Vallecas y gestionar sus tarjetas de sanidad. Los traslada a la ciudad para que regularicen sus papeles o al médico cuando el caso es urgente y cualquier otro trámite. Además vela para que los niños en edad escolar sean incorporados en alguna escuela cercana.
Ion Stefan y su mujer, Lucía, han acudido el martes a hacer sus papeles de residencia. El sacerdote los acompañó hasta la Junta Municipal del distrito para renovar su permiso y fue él quien gestionó los documentos mientras ellos esperaban afuera del edificio. Otra parada obligatoria fue el hospital donde debían renovar la tarjeta de sanidad, pero la falta de algunos requisitos pospuso el trámite unos días. En el trayecto de retorno al Gallinero, la pareja le consulta a Rodríguez sobre un posible derribo de chabolas. “Ante esa situación procuren tener a mano sus papeles y pasaportes, es lo mas importante que deben salvar”, les aconseja, mientras los tranquiliza afirmando que en caso de desalojo la Comundiad debe buscarles un nuevo lugar donde ubicarlos.
La mitad de la población son niños
A unos metros de las chabolas una unidad del Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid atiende a una decena de niños delgados y sucios que en brazos de sus madres parecen enfermos. Uno de los principales problemas, especialmente los menores de dos años, son las infecciones estomacales porque viven en medio de la basura y hay muchas ratas en el lugar, explica uno de los médicos.
No hace muchos días estas mismas madres tenían que hacer guardia para que las ratas no atacaran a sus hijos pequeños. La proliferación de los roedores movilizó a los gitanos y a la parroquia. El padre Agustín peregrinó hasta al Ayuntamiento para que al menos los camiones basureros recojan la basura que los gitanos amontonaron al borde de la carretera, compraron veneno y aunque no se extinguió la plaga, al menos la población de roedores ha disminuido.
De las mil personas que viven en el Gallinero, la mitad son niños. Es por eso que una de las prioridades del padre y otros voluntarios es apoyar la escolarización de los menores.
“Al principio cuesta convencer a los padres que sus hijos tienen que ir a la escuela. Para ellos un hijo representa una fuente más de ingreso y por eso tampoco controlan la natalidad”, sostiene Rodríguez quien ha logrado que este año 150 niños gitanos acudan a diferentes centros del distrito de Villa de Vallecas, 100 más que el año pasado.
Pese a los problemas de adaptación, el miedo y la autoexclusión cada vez son más los menores que acuden a las escuelas. “La marginación en las escuelas es uno de los inconvenientes, especialmente cuando los niños van sucios o son violentos. En algunas los han recibido bien pero en otras les han puesto pegas” lamenta el sacerdote.
“La gente cree que porque los niños están en la carretera pidiendo limosna sólo están ahí para robar, los rechazan y tienen miedo de ellos. Los medios de comunicación han hecho que la sociedad los estigmatice como peligrosos”, afirma con preocupación. Su lucha es demostrar que los gitanos rumanos de El Gallinero pueden reinsertarse con apoyo de los demás.
La iglesia de los dolores de cabeza
Dejando a un lado el Gallinero, el sacerdote también debe supervisar las obras de la Iglesia de la Cañada Real, que se encuentra en otro sector, el más peligroso de la zona. El trapicheo y la presencia de toxicómanos es el ‘pan de cada día’. Los tiroteos y raptos expréss hacen del ingreso a la iglesia, ‘la calle de la amargura’. “Un día me dirigía a la iglesia y empezó un tiroteo, tuve que refugiarme detrás del contenedor de la basura”, relata el sacerdote.
Al final de un terreno baldío y al lado de un vertedero clandestino se levanta la construcción humilde de la iglesia, sin vallas ni protectores. Está rodeada por decenas de carros en cuyo interior varios toxicómanos se inyectan. El hall de la iglesia ha sido tomado por los drogadictos quienes se cubren con cartones para no ser molestados. Con signos evidentes de un incendio y convertida en urinario, la iglesia además debe soportar el robo de los cables de electricidad. “No podemos echarlos y aunque lo hiciéramos no se irían, entonces debemos aprender a convivir con ellos” dice resignado el cura de los gitanos.
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