I. LA PALABRA DE DIOS
1Re 19,9.11-13: “Ponte de pie en el monte ante el Señor”
En aquellos días, cuando Elías llegó al Horeb, el monte de Dios, se metió en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo:
—“Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!”.
Vino un huracán tan violento que hacía temblar las montañas y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego.
Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se quedó de pie a la entrada de la cueva.
Sal 84,9-13: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”
Rom 9,1-5: “El Mesías está por encima de todo”
Hermanos:
Les hablo con toda verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un excluido de la compañía de Cristo.
Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la Ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
Mt 14,22-33: “Mándame ir hacia ti andando sobre el agua”
En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús ordenó a sus discípulos que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo.
Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida:
—“¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”.
Pedro le contestó:
—“Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”.
Él le dijo:
—“Ven”.
Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
—“Señor, sálvame”.
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
—“¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”.
En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Los de la barca se postraron ente él, diciendo:
—“Verdaderamente eres Hijo de Dios”.
Aquella tarde el Señor Jesús había realizado un signo asombroso al multiplicar cinco panes y dos peces para dar de comer a miles. Este signo había encendido los entusiasmos mesiánicos de la multitud, tanto que se proponían hacerle rey (ver Jn 6,14-15). ¿Acaso no serían sus mismos Apóstoles, testigos privilegiados de aquel milagro asombroso, los primeros en experimentar un intenso entusiasmo? ¿Cuál no sería su asombro, luego de este espectacular signo realizado, signo que confirmaba a todas luces que Él era el Mesías esperado? Con la multitud enfervorizada, luego de correrse la noticia como reguero de pólvora, es de suponer que el Señor Jesús quisiese en primer lugar asegurar a sus discípulos obligándoles a subir a las barcas para ir delante de Él a Cafarnaum y quedar Él solo con la multitud para “despedir a la gente”, para calmar a la multitud enfervorizada. En efecto, podemos suponer que ante el alboroto suscitado el Señor con todo el peso de su autoridad obligó (que eso significa el verbo utilizado por el evangelista: enagkrasen) a sus Apóstoles a separarse de la multitud y marchar en la barca “a la otra orilla”.
Luego de obligar a sus Apóstoles a apartarse del lugar de la escena el Señor Jesús “despide” a la gente. El mismo verbo griego que se traduce por “despedir”, apolysas, lo utiliza Mateo también cuando habla de cualquiera que despide a su mujer (5,31; 19,9), en otras palabras, cuando se divorcia de ella. No necesariamente es, pues, un despedirse de buenas maneras, ni en buenos términos, sino que entraña más una separación forzosa que implica un rechazo, un firme y decidido “no” a los excitados mesianistas políticos que quieren proclamarlo rey (ver Mt 16,23).
Al caer la noche el Señor sube a solas al monte a orar. Era usual que el Señor Jesús se retirase a orar de noche, y ya en otras ocasiones el Señor había elegido un monte como lugar de oración (ver Lc 6,12; 9,28). El monte era el lugar típico en el que Dios se manifestaba a sus elegidos, como es el caso del profeta Elías (ver 1ª. lectura) o de Moisés. También el Hijo de Dios se dirige a la montaña para el diálogo íntimo con su Padre.
El Señor es un hombre de oración. Y si bien dedicaba largas horas a los momentos fuertes de oración, su oración no se interrumpía pasados esos momentos: su oración se prolongaba en la medida en que permanecía siempre en presencia de su Padre, en sintonía y profunda comunión con Él. Toda su acción era sin duda una oración incesante, un acto de alabanza ininterrumpido al Padre, en la medida en que no buscaba sino llevar a cabo su obra, cumplir fielmente sus designios reconciliadores (ver Jn 4,32).
Mientras Él rezaba, la barca con los discípulos avanzaba con dificultad en el Mar de Galilea. Aquella noche el viento era fuerte y las aguas estaban agitadas. Relata G. Riciotti que “ya entrada la primavera, es frecuente en el lago de Tiberiades que, después de un día caluroso y sereno, hacia el declinar del sol, sobrevenga desde las montañas dominantes un viento frío y fuerte en dirección sur, viento que continúa y crece más cada vez hasta la mañana, haciendo la navegación bastante difícil”.
Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. Los discípulos “se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma”. ¿Quién en su sano juicio podría pensar que era un hombre de carne y hueso quien se acercaba caminando tranquilamente sobre las aguas? Los seres humanos, los vivos, no caminan sobre las aguas. Es comprensible que pensaran que se trataba de un fantasma, considerando además que este tipo de creencias, como en nuestros días, también eran comunes entre las gentes de entonces.
En la concepción judía de aquella época las aguas eran consideradas como el dominio de la muerte, símbolo de inestabilidad. Dios es reconocido como dueño de los cielos, aquel que «anda sobre las olas del mar» (Job 9,8). Asimismo, para la mentalidad oriental y judía, caminar sobre algo (un país, por ejemplo) o pisarlo significaba ejercer pleno dominio sobre ello. Al caminar sobre las aguas el Señor Jesús expresaba claramente su señorío y soberanía sobre el mar, símbolo del caos y del dominio de la muerte. En clave religiosa, este hecho era una afirmación de su divinidad, otra manera —clara y fuerte— de decir que Él era —y es— verdaderamente Dios.
A los asustados discípulos el Señor les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. La expresión “ego eimí”, que en esta versión litúrgica se traduce por “soy yo”, debe entenderse más bien como un “Yo soy”. Al decir “Ego eimí”, “Yo soy”, se identifica no sólo como Jesús, sino que de este modo, como dice San Jerónimo, «podían conocer [los discípulos] que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos: “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy me ha mandado a ustedes” (Ex 3,14).» La expresión del Señor Jesús puede entenderse entonces como un “no teman, soy Jesús, tengan confianza en mí, porque Yo soy Dios que está con ustedes.”
Entonces Pedro le contestó: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Las palabras de Pedro traducidas como “si eres tú”, en griego ei su ei, no tienen un sentido condicional, como quien pone en duda que se trate verdaderamente del Señor Jesús y por ello exige una demostración. En caso de duda, ¿quién en su sano juicio pediría poder caminar sobre el agua como señal de que verdaderamente es quien dice ser? Las palabras de Pedro, en el original griego, expresan en cambio absoluta certeza. El sentido de sus palabras es este: “ya que eres tú, puesto que eres tú, mándame ir hacia ti.” Pedro no pide una señal que demuestre que Jesús es verdaderamente quien dice ser, sino que pide ir hacia Él. ¿Le atrae acaso un deseo de participar de su poder, de su señorío sobre el dominio de la muerte y los elementos del caos?
Invitado por el Señor, Pedro se puso a andar sobre las aguas. Mas al sentir la fuerza del viento se llenó de miedo y empezó a hundirse. En su angustia gritó al Señor para que lo salve. Él “extendió la mano, lo agarró y le dijo: ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’”.
El Señor relaciona el hundimiento de Pedro con un momento de duda, de poca fe y confianza en Él. Al experimentar el ímpetu de las olas y la fuerza del viento, Pedro se deja vencer por el miedo que lo lleva a desconfiar en el Señor. Entonces, de un momento para otro, todo lo que era firme y sólido bajo sus pies deja de serlo, la seguridad que se tenía desaparece para dar paso a una experiencia de total inseguridad y “hundimiento”, de no tener dónde afirmarse, de ahogarse en medio de las aguas turbulentas. Para Pedro y para todo discípulo, llamado a hallar su consistencia en el Señor Jesús, esta duda significa hundirse en las profundidades del mar, de la muerte, a menos que acuda nuevamente al Señor implorando humildemente su auxilio. Sólo la fe y confianza en Dios le devuelven la solidez y consistencia.
Luego de rescatar el Señor a Pedro, “en cuanto subieron a la barca, se calmó el viento.” Se trata de una nueva manifestación del señorío del Señor Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza. Él somete los elementos del caos como el viento fuerte y el mar agitado.
Ante tantos signos realizados por el Señor, sobre todo por aquellos que manifestaban un dominio total sobre la naturaleza, “los de la barca se postraron ante él, diciendo: ‘Realmente eres Hijo de Dios’”. La acción de arrodillarse ante el Señor unida a la confesión tú eres el Hijo de Dios obedece indudablemente a que ven en Jesús un poder omnipotente y divino. Más que mostrar un profundo respeto a quien se reconoce como Mesías, se trata de una confesión de su divinidad.
Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra terrible fragilidad e inconsistencia. Sin embargo, como no nos gusta sentirnos ni mostrarnos frágiles, y porque tenemos una como “necesidad de seguridad”, hacemos todo lo posible para olvidar esa realidad, aprendemos a ser autosuficientes y a manejarnos en la vida de tal manera que tengamos todo bajo control. Incluso llegamos a manipular situaciones y/o personas para que todo salga “como yo lo he planeado”. Así nos sentimos seguros, tranquilos, dueños de los diversos acontecimientos de la vida.
¿Y cuando las cosas escapan de mi control? ¿Cuando las cosas no suceden como yo esperaba? ¿Cuando inesperadamente muere un ser querido? ¿Cuando fracasa mi negocio o mi matrimonio? ¿Cuando tenía mis planes hechos y percibo el llamado del Señor que cambia todos mis planes? ¿Cuando un hijo/a me anuncia que quiere consagrar su vida al Señor? ¿Cuando me toca una durísima prueba? Entonces parece que el suelo bajo nuestros pies se licua, parece que caemos al vacío, el miedo nos invade, queremos pisar firme y no encontramos dónde. ¡Cuánta inseguridad y miedo experimentamos en esos momentos! Y aunque nos esforcemos en demostrar que todo está bien, que somos fuertes, inquebrantables, interiormente sentimos que todo se desmorona.
Es entonces cuando experimentamos las dificultades, la inseguridad, la fragilidad, cuando debemos aprender a mantenernos firmes en la fe. Es entonces cuando hemos de decirle al Señor: «¡Ya que eres Tú, mándame ir donde Ti sobre las aguas»! Que pueda yo también caminar sobre el mar embravecido de las pruebas que experimento en mi vida. Que pueda, apoyado en Ti, sostenido por Tu fuerza, caminar con firmeza en medio de todo lo inseguro, de todo lo inestable. Que pueda, hasta llegar a Ti definitivamente, afrontar con confianza y sin miedo los vientos más fuertes y las olas más encrespadas de esta vida! Señor, ¡hazme firme en la fe, para que en Ti encuentre siempre la seguridad y firmeza que tanto necesito!
Así, pues, en los momentos más difíciles de tu vida, eleva tu mirada al Señor, busca en Él tu fortaleza. Implora el auxilio divino, suplica a tu Padre que te libre de la prueba, pero añade siempre a tu súplica esta otra: «pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Así, manifestando tu disposición a abrazarte firmemente a la Cruz, serás fiel discípulo de Cristo. Recuerda que el Señor Jesús, en la oración insistente, encontró la fuerza para abrazarse a la Cruz con valentía y serenidad.
Y si no sabes cómo rezar en esos momentos, recuerda que los salmos son escuela de oración. En ellos aprendemos a rezar como Dios mismo ha querido que recemos, y es que Dios ha inspirado estas bellas poesías-oraciones para enseñarnos a dirigirnos a Él en las diversas circunstancias de nuestra vida. María y Jesús también aprendieron a rezar con los salmos. El Señor incluso en medio del tormento de la Cruz rezaba con palabras de los salmos: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Sal 22[21],2ss); «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31[30],6). Son dos salmos que en medio de la prueba manifiestan una profunda confianza en Dios. Así tú también, cuando pases por momentos de prueba y tribulación, cuando te experimentes frágil y débil, pon las palabras del salmista en tu mente y en tu corazón, recitándolos incesantemente con tus labios. (ver Sal 18[17],3-7.32.47; 19[18],15; 27[26],5; 31[30],3-4; 40[39],3; 61[60], 3; 62[61], 3; 7-8; 71[70],3; 94[93],22)
San Jerónimo. «Cuando dice: “Yo soy”, no añade quién es Él; ya porque por el timbre de la voz tan conocida a ellos, podían comprender quién les hablaba en medio de las tinieblas de una noche tan oscura; o ya porque podían conocer que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos (Ex 3,14): “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy, me ha mandado a vosotros”. Pedro dio pruebas en todas las ocasiones de una fe grandísima y con esta fe tan ardiente, creyó (mientras los demás se callaban) que con el poder de su Maestro podría hacer lo que no podía con sus fuerzas naturales».
San Juan Crisóstomo: «Es evidente que en el milagro de andar sobre las aguas, se ve el dominio del Señor sobre el mar».
San Agustín: «Pedro puso, desde luego, su esperanza en el Señor y todo lo pudo por el Señor. Como hombre tuvo miedo, pero se volvió al Señor. Por eso sigue: “Y como empezase a hundirse, dio voces.” ¿Y podía acaso el Señor abandonar al que zozobraba, oyendo sus súplicas?»
San Juan Crisóstomo: «No mandó el Señor a los vientos que se calmasen, sino que extendió su mano y asió a Pedro, porque era necesario que tuviese fe. Porque cuando nos falta a nosotros lo que es propiamente nuestro, lo que es de Dios jamás falta y para manifestarle que no era el furor del viento sino su poca fe lo que le hacía temer por su vida, le dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Palabras que dan a entender que, si hubiera tenido mucha fe, no hubiera temido que el viento lo dañase».
San Juan Crisóstomo: «Ved cómo el Señor va enseñando poco a poco a todos hasta en las cosas más elevadas. Antes reprende al mar y ahora demuestra más su poder andando sobre el mar, mandando a otro andar también y salvándolo cuando peligraba. Por eso decían de Él: “Verdaderamente Hijo de Dios es”, cosa que hasta entonces no habían dicho».
San Agustín: «En un sólo apóstol (esto es, en Pedro, el primero del colegio apostólico y su cabeza y en quien estaba representada la Iglesia), se nos significan las dos cosas, esto es, la fuerza cuando andaba sobre las aguas y la debilidad cuando dudó. Cada uno tiene su tempestad en la pasión que lo domina. ¿Amas a Dios? Andas sobre las aguas y tienes a tus pies el temor del mundo. ¿Amas al mundo? Él te sumergirá; pero cuando tu corazón esté agitado por el placer, invoca la divinidad de Cristo, a fin de vencer las pasiones.»
157: La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humana, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural». «Diez mil dificultades no hacen una sola duda».
506: María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe «no adulterada por duda alguna» y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la Madre del Salvador: «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo».
2610: Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: «todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, «todo es posible para quien cree» (Mc 9, 23), con una fe «que no duda» (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la «falta de fe» de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la «poca fe» de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la «gran fe» del centurión romano y de la cananea.
Las dudas de fe
644: Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía: creen ver un espíritu. «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados» (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda y, en la última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
2088: El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe: La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
Otros pecados contra la fe
2089: La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos».
«Su pregunta no es fruto de la duda. María no duda. La interrogante surge como un anhelo de mayor luz, pues al parecer María no llegaba a entender en ese instante cómo podía armonizarse esa sublime maternidad ofrecida con su propósito de no conocer varón. La pregunta cumple la tarea de explicitar el secreto de la voluntad de virginidad de María».
«María renuncia a su comodidad, a sus planes, a sus seguridades, y se lanza a la gran aventura de seguir lo que Dios le pide, de someterse a lo inseguro, e incluso a lo doloroso. ¡Vaya ejemplar lección! Renuncia a lo seguro de lo que ve, por la promesa, por lo invisible, por lo que no ve. Algo intuye, algo cree saber, pero es una seguridad interior. Ciertamente Ella algo comprende; lo suficiente para decidir, pues sólo sobre la base de conocimiento podía hacer uso de su libertad. Y Dios así lo quiso. Y el Magisterio lo confirma: “María no fue un mero instrumento pasivo en las manos de Dios —enseña la Lumen gentium—, sino cooperadora de la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” (n. 56). María, la más preciada de las criaturas de Dios, “la favorecida”, hizo uso de su voluntad; se entregó libremente. ¡Pero qué lejos de la certeza de lo tangible, de la comprensión total! Por ello San Alfonso María de Ligorio la ha llamado: “Madre de la fe”. Con la seguridad de “realidades que no se ven” (Heb 11,1), se lanzó a la extraordinaria aventura de seguir a Dios.
»El consentimiento de María, testimonio de su sólida fe, ejemplo de obediencia, modelo para nosotros, no estuvo libre de tensiones y desgarramientos; era mucho lo que arriesgaba, y el camino era hasta cierto punto incierto. ¡Qué ejemplo para los que buscan seguridades tangibles! Claro que María había gustado de las cosas divinas, y eso es bastante más de lo que muchos tenemos en este mundo lleno de tramposas ilusiones y quimeras. Pero es la fe la que la impulsa, y es desde su generosidad que responde. Iluminada por la fe, nada la arredra. Cree que el asunto es fundamental y responde generosamente, prontamente, con voluntad de permanencia, desde lo profundo.
»Tan grande fue su fe, más grande que la del mismo Abraham, que esperando contra toda esperanza, creyó; y creyó algo que desafiaba no sólo la posibilidad humana, como en el caso de Abraham, sino todo lo imaginable. María acepta lo que ha sido, es y será un tremendo desafío a la debilidad de la razón caída. Lo hace sin regateos, en un Hágase responsable que asume todo lo que viene después, en claro antecedente de esa bendita “locura” de la que hablará luego San Pablo. Y, así, por el Hágase se ve convertida en Madre de Dios».
En aquellos días, cuando Elías llegó al Horeb, el monte de Dios, se metió en una cueva donde pasó la noche. El Señor le dijo:
—“Sal y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!”.
Vino un huracán tan violento que hacía temblar las montañas y hacía trizas las peñas delante del Señor; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego.
Después del fuego, se oyó una brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se quedó de pie a la entrada de la cueva.
Sal 84,9-13: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”
Rom 9,1-5: “El Mesías está por encima de todo”
Hermanos:
Les hablo con toda verdad en Cristo; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, en mi corazón, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne, quisiera incluso ser un excluido de la compañía de Cristo.
Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la Ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según la carne, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.
Mt 14,22-33: “Mándame ir hacia ti andando sobre el agua”
En aquel tiempo, inmediatamente después de la multiplicación de los panes, Jesús ordenó a sus discípulos que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo.
Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida:
—“¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”.
Pedro le contestó:
—“Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”.
Él le dijo:
—“Ven”.
Pedro bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
—“Señor, sálvame”.
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
—“¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”.
En cuanto subieron a la barca, se calmó el viento. Los de la barca se postraron ente él, diciendo:
—“Verdaderamente eres Hijo de Dios”.
II. APUNTES
Aquella tarde el Señor Jesús había realizado un signo asombroso al multiplicar cinco panes y dos peces para dar de comer a miles. Este signo había encendido los entusiasmos mesiánicos de la multitud, tanto que se proponían hacerle rey (ver Jn 6,14-15). ¿Acaso no serían sus mismos Apóstoles, testigos privilegiados de aquel milagro asombroso, los primeros en experimentar un intenso entusiasmo? ¿Cuál no sería su asombro, luego de este espectacular signo realizado, signo que confirmaba a todas luces que Él era el Mesías esperado? Con la multitud enfervorizada, luego de correrse la noticia como reguero de pólvora, es de suponer que el Señor Jesús quisiese en primer lugar asegurar a sus discípulos obligándoles a subir a las barcas para ir delante de Él a Cafarnaum y quedar Él solo con la multitud para “despedir a la gente”, para calmar a la multitud enfervorizada. En efecto, podemos suponer que ante el alboroto suscitado el Señor con todo el peso de su autoridad obligó (que eso significa el verbo utilizado por el evangelista: enagkrasen) a sus Apóstoles a separarse de la multitud y marchar en la barca “a la otra orilla”.
Luego de obligar a sus Apóstoles a apartarse del lugar de la escena el Señor Jesús “despide” a la gente. El mismo verbo griego que se traduce por “despedir”, apolysas, lo utiliza Mateo también cuando habla de cualquiera que despide a su mujer (5,31; 19,9), en otras palabras, cuando se divorcia de ella. No necesariamente es, pues, un despedirse de buenas maneras, ni en buenos términos, sino que entraña más una separación forzosa que implica un rechazo, un firme y decidido “no” a los excitados mesianistas políticos que quieren proclamarlo rey (ver Mt 16,23).
Al caer la noche el Señor sube a solas al monte a orar. Era usual que el Señor Jesús se retirase a orar de noche, y ya en otras ocasiones el Señor había elegido un monte como lugar de oración (ver Lc 6,12; 9,28). El monte era el lugar típico en el que Dios se manifestaba a sus elegidos, como es el caso del profeta Elías (ver 1ª. lectura) o de Moisés. También el Hijo de Dios se dirige a la montaña para el diálogo íntimo con su Padre.
El Señor es un hombre de oración. Y si bien dedicaba largas horas a los momentos fuertes de oración, su oración no se interrumpía pasados esos momentos: su oración se prolongaba en la medida en que permanecía siempre en presencia de su Padre, en sintonía y profunda comunión con Él. Toda su acción era sin duda una oración incesante, un acto de alabanza ininterrumpido al Padre, en la medida en que no buscaba sino llevar a cabo su obra, cumplir fielmente sus designios reconciliadores (ver Jn 4,32).
Mientras Él rezaba, la barca con los discípulos avanzaba con dificultad en el Mar de Galilea. Aquella noche el viento era fuerte y las aguas estaban agitadas. Relata G. Riciotti que “ya entrada la primavera, es frecuente en el lago de Tiberiades que, después de un día caluroso y sereno, hacia el declinar del sol, sobrevenga desde las montañas dominantes un viento frío y fuerte en dirección sur, viento que continúa y crece más cada vez hasta la mañana, haciendo la navegación bastante difícil”.
Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. Los discípulos “se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma”. ¿Quién en su sano juicio podría pensar que era un hombre de carne y hueso quien se acercaba caminando tranquilamente sobre las aguas? Los seres humanos, los vivos, no caminan sobre las aguas. Es comprensible que pensaran que se trataba de un fantasma, considerando además que este tipo de creencias, como en nuestros días, también eran comunes entre las gentes de entonces.
En la concepción judía de aquella época las aguas eran consideradas como el dominio de la muerte, símbolo de inestabilidad. Dios es reconocido como dueño de los cielos, aquel que «anda sobre las olas del mar» (Job 9,8). Asimismo, para la mentalidad oriental y judía, caminar sobre algo (un país, por ejemplo) o pisarlo significaba ejercer pleno dominio sobre ello. Al caminar sobre las aguas el Señor Jesús expresaba claramente su señorío y soberanía sobre el mar, símbolo del caos y del dominio de la muerte. En clave religiosa, este hecho era una afirmación de su divinidad, otra manera —clara y fuerte— de decir que Él era —y es— verdaderamente Dios.
A los asustados discípulos el Señor les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. La expresión “ego eimí”, que en esta versión litúrgica se traduce por “soy yo”, debe entenderse más bien como un “Yo soy”. Al decir “Ego eimí”, “Yo soy”, se identifica no sólo como Jesús, sino que de este modo, como dice San Jerónimo, «podían conocer [los discípulos] que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos: “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy me ha mandado a ustedes” (Ex 3,14).» La expresión del Señor Jesús puede entenderse entonces como un “no teman, soy Jesús, tengan confianza en mí, porque Yo soy Dios que está con ustedes.”
Entonces Pedro le contestó: “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua”. Las palabras de Pedro traducidas como “si eres tú”, en griego ei su ei, no tienen un sentido condicional, como quien pone en duda que se trate verdaderamente del Señor Jesús y por ello exige una demostración. En caso de duda, ¿quién en su sano juicio pediría poder caminar sobre el agua como señal de que verdaderamente es quien dice ser? Las palabras de Pedro, en el original griego, expresan en cambio absoluta certeza. El sentido de sus palabras es este: “ya que eres tú, puesto que eres tú, mándame ir hacia ti.” Pedro no pide una señal que demuestre que Jesús es verdaderamente quien dice ser, sino que pide ir hacia Él. ¿Le atrae acaso un deseo de participar de su poder, de su señorío sobre el dominio de la muerte y los elementos del caos?
Invitado por el Señor, Pedro se puso a andar sobre las aguas. Mas al sentir la fuerza del viento se llenó de miedo y empezó a hundirse. En su angustia gritó al Señor para que lo salve. Él “extendió la mano, lo agarró y le dijo: ‘¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?’”.
El Señor relaciona el hundimiento de Pedro con un momento de duda, de poca fe y confianza en Él. Al experimentar el ímpetu de las olas y la fuerza del viento, Pedro se deja vencer por el miedo que lo lleva a desconfiar en el Señor. Entonces, de un momento para otro, todo lo que era firme y sólido bajo sus pies deja de serlo, la seguridad que se tenía desaparece para dar paso a una experiencia de total inseguridad y “hundimiento”, de no tener dónde afirmarse, de ahogarse en medio de las aguas turbulentas. Para Pedro y para todo discípulo, llamado a hallar su consistencia en el Señor Jesús, esta duda significa hundirse en las profundidades del mar, de la muerte, a menos que acuda nuevamente al Señor implorando humildemente su auxilio. Sólo la fe y confianza en Dios le devuelven la solidez y consistencia.
Luego de rescatar el Señor a Pedro, “en cuanto subieron a la barca, se calmó el viento.” Se trata de una nueva manifestación del señorío del Señor Jesús sobre las fuerzas de la naturaleza. Él somete los elementos del caos como el viento fuerte y el mar agitado.
Ante tantos signos realizados por el Señor, sobre todo por aquellos que manifestaban un dominio total sobre la naturaleza, “los de la barca se postraron ante él, diciendo: ‘Realmente eres Hijo de Dios’”. La acción de arrodillarse ante el Señor unida a la confesión tú eres el Hijo de Dios obedece indudablemente a que ven en Jesús un poder omnipotente y divino. Más que mostrar un profundo respeto a quien se reconoce como Mesías, se trata de una confesión de su divinidad.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra terrible fragilidad e inconsistencia. Sin embargo, como no nos gusta sentirnos ni mostrarnos frágiles, y porque tenemos una como “necesidad de seguridad”, hacemos todo lo posible para olvidar esa realidad, aprendemos a ser autosuficientes y a manejarnos en la vida de tal manera que tengamos todo bajo control. Incluso llegamos a manipular situaciones y/o personas para que todo salga “como yo lo he planeado”. Así nos sentimos seguros, tranquilos, dueños de los diversos acontecimientos de la vida.
¿Y cuando las cosas escapan de mi control? ¿Cuando las cosas no suceden como yo esperaba? ¿Cuando inesperadamente muere un ser querido? ¿Cuando fracasa mi negocio o mi matrimonio? ¿Cuando tenía mis planes hechos y percibo el llamado del Señor que cambia todos mis planes? ¿Cuando un hijo/a me anuncia que quiere consagrar su vida al Señor? ¿Cuando me toca una durísima prueba? Entonces parece que el suelo bajo nuestros pies se licua, parece que caemos al vacío, el miedo nos invade, queremos pisar firme y no encontramos dónde. ¡Cuánta inseguridad y miedo experimentamos en esos momentos! Y aunque nos esforcemos en demostrar que todo está bien, que somos fuertes, inquebrantables, interiormente sentimos que todo se desmorona.
Es entonces cuando experimentamos las dificultades, la inseguridad, la fragilidad, cuando debemos aprender a mantenernos firmes en la fe. Es entonces cuando hemos de decirle al Señor: «¡Ya que eres Tú, mándame ir donde Ti sobre las aguas»! Que pueda yo también caminar sobre el mar embravecido de las pruebas que experimento en mi vida. Que pueda, apoyado en Ti, sostenido por Tu fuerza, caminar con firmeza en medio de todo lo inseguro, de todo lo inestable. Que pueda, hasta llegar a Ti definitivamente, afrontar con confianza y sin miedo los vientos más fuertes y las olas más encrespadas de esta vida! Señor, ¡hazme firme en la fe, para que en Ti encuentre siempre la seguridad y firmeza que tanto necesito!
Así, pues, en los momentos más difíciles de tu vida, eleva tu mirada al Señor, busca en Él tu fortaleza. Implora el auxilio divino, suplica a tu Padre que te libre de la prueba, pero añade siempre a tu súplica esta otra: «pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Así, manifestando tu disposición a abrazarte firmemente a la Cruz, serás fiel discípulo de Cristo. Recuerda que el Señor Jesús, en la oración insistente, encontró la fuerza para abrazarse a la Cruz con valentía y serenidad.
Y si no sabes cómo rezar en esos momentos, recuerda que los salmos son escuela de oración. En ellos aprendemos a rezar como Dios mismo ha querido que recemos, y es que Dios ha inspirado estas bellas poesías-oraciones para enseñarnos a dirigirnos a Él en las diversas circunstancias de nuestra vida. María y Jesús también aprendieron a rezar con los salmos. El Señor incluso en medio del tormento de la Cruz rezaba con palabras de los salmos: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Sal 22[21],2ss); «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46; Sal 31[30],6). Son dos salmos que en medio de la prueba manifiestan una profunda confianza en Dios. Así tú también, cuando pases por momentos de prueba y tribulación, cuando te experimentes frágil y débil, pon las palabras del salmista en tu mente y en tu corazón, recitándolos incesantemente con tus labios. (ver Sal 18[17],3-7.32.47; 19[18],15; 27[26],5; 31[30],3-4; 40[39],3; 61[60], 3; 62[61], 3; 7-8; 71[70],3; 94[93],22)
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Jerónimo. «Cuando dice: “Yo soy”, no añade quién es Él; ya porque por el timbre de la voz tan conocida a ellos, podían comprender quién les hablaba en medio de las tinieblas de una noche tan oscura; o ya porque podían conocer que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos (Ex 3,14): “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy, me ha mandado a vosotros”. Pedro dio pruebas en todas las ocasiones de una fe grandísima y con esta fe tan ardiente, creyó (mientras los demás se callaban) que con el poder de su Maestro podría hacer lo que no podía con sus fuerzas naturales».
San Juan Crisóstomo: «Es evidente que en el milagro de andar sobre las aguas, se ve el dominio del Señor sobre el mar».
San Agustín: «Pedro puso, desde luego, su esperanza en el Señor y todo lo pudo por el Señor. Como hombre tuvo miedo, pero se volvió al Señor. Por eso sigue: “Y como empezase a hundirse, dio voces.” ¿Y podía acaso el Señor abandonar al que zozobraba, oyendo sus súplicas?»
San Juan Crisóstomo: «No mandó el Señor a los vientos que se calmasen, sino que extendió su mano y asió a Pedro, porque era necesario que tuviese fe. Porque cuando nos falta a nosotros lo que es propiamente nuestro, lo que es de Dios jamás falta y para manifestarle que no era el furor del viento sino su poca fe lo que le hacía temer por su vida, le dice: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” Palabras que dan a entender que, si hubiera tenido mucha fe, no hubiera temido que el viento lo dañase».
San Juan Crisóstomo: «Ved cómo el Señor va enseñando poco a poco a todos hasta en las cosas más elevadas. Antes reprende al mar y ahora demuestra más su poder andando sobre el mar, mandando a otro andar también y salvándolo cuando peligraba. Por eso decían de Él: “Verdaderamente Hijo de Dios es”, cosa que hasta entonces no habían dicho».
San Agustín: «En un sólo apóstol (esto es, en Pedro, el primero del colegio apostólico y su cabeza y en quien estaba representada la Iglesia), se nos significan las dos cosas, esto es, la fuerza cuando andaba sobre las aguas y la debilidad cuando dudó. Cada uno tiene su tempestad en la pasión que lo domina. ¿Amas a Dios? Andas sobre las aguas y tienes a tus pies el temor del mundo. ¿Amas al mundo? Él te sumergirá; pero cuando tu corazón esté agitado por el placer, invoca la divinidad de Cristo, a fin de vencer las pasiones.»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La fe157: La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humana, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural». «Diez mil dificultades no hacen una sola duda».
506: María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe «no adulterada por duda alguna» y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la Madre del Salvador: «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo».
2610: Del mismo modo que Jesús ora al Padre y le da gracias antes de recibir sus dones, nos enseña esta audacia filial: «todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido» (Mc 11, 24). Tal es la fuerza de la oración, «todo es posible para quien cree» (Mc 9, 23), con una fe «que no duda» (Mt 21, 22). Tanto como Jesús se entristece por la «falta de fe» de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la «poca fe» de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la «gran fe» del centurión romano y de la cananea.
Las dudas de fe
644: Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía: creen ver un espíritu. «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados» (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda y, en la última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
2088: El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe: La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
Otros pecados contra la fe
2089: La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. «Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos».
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO FIGARI (transcritas de textos publicados)
«Su pregunta no es fruto de la duda. María no duda. La interrogante surge como un anhelo de mayor luz, pues al parecer María no llegaba a entender en ese instante cómo podía armonizarse esa sublime maternidad ofrecida con su propósito de no conocer varón. La pregunta cumple la tarea de explicitar el secreto de la voluntad de virginidad de María».
«María renuncia a su comodidad, a sus planes, a sus seguridades, y se lanza a la gran aventura de seguir lo que Dios le pide, de someterse a lo inseguro, e incluso a lo doloroso. ¡Vaya ejemplar lección! Renuncia a lo seguro de lo que ve, por la promesa, por lo invisible, por lo que no ve. Algo intuye, algo cree saber, pero es una seguridad interior. Ciertamente Ella algo comprende; lo suficiente para decidir, pues sólo sobre la base de conocimiento podía hacer uso de su libertad. Y Dios así lo quiso. Y el Magisterio lo confirma: “María no fue un mero instrumento pasivo en las manos de Dios —enseña la Lumen gentium—, sino cooperadora de la salvación de los hombres con fe y obediencia libres” (n. 56). María, la más preciada de las criaturas de Dios, “la favorecida”, hizo uso de su voluntad; se entregó libremente. ¡Pero qué lejos de la certeza de lo tangible, de la comprensión total! Por ello San Alfonso María de Ligorio la ha llamado: “Madre de la fe”. Con la seguridad de “realidades que no se ven” (Heb 11,1), se lanzó a la extraordinaria aventura de seguir a Dios.
»El consentimiento de María, testimonio de su sólida fe, ejemplo de obediencia, modelo para nosotros, no estuvo libre de tensiones y desgarramientos; era mucho lo que arriesgaba, y el camino era hasta cierto punto incierto. ¡Qué ejemplo para los que buscan seguridades tangibles! Claro que María había gustado de las cosas divinas, y eso es bastante más de lo que muchos tenemos en este mundo lleno de tramposas ilusiones y quimeras. Pero es la fe la que la impulsa, y es desde su generosidad que responde. Iluminada por la fe, nada la arredra. Cree que el asunto es fundamental y responde generosamente, prontamente, con voluntad de permanencia, desde lo profundo.
»Tan grande fue su fe, más grande que la del mismo Abraham, que esperando contra toda esperanza, creyó; y creyó algo que desafiaba no sólo la posibilidad humana, como en el caso de Abraham, sino todo lo imaginable. María acepta lo que ha sido, es y será un tremendo desafío a la debilidad de la razón caída. Lo hace sin regateos, en un Hágase responsable que asume todo lo que viene después, en claro antecedente de esa bendita “locura” de la que hablará luego San Pablo. Y, así, por el Hágase se ve convertida en Madre de Dios».
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