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miércoles, 25 de mayo de 2011

El miedo en la Iglesia hoy


Pedro José GÓMEZ SERRANO*

«No hay que tener miedo de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte...
De lo que hay que tener miedo es del propio miedo».
– Epicteto

«El miedo es mi compañero más fiel; nunca me ha engañado para irse con otro».
– Woody Allen

El miedo es un fenómeno sutil que puede pasarle desapercibido en un primer momento al recién llegado, pero que, conforme pasa el tiempo, se capta con progresiva claridad, por su capacidad de impregnar de un modo paralizante el clima de cualquier grupo social. Y aunque, gracias a Dios, no se trata, ni mucho menos, de su característica más notoria, creo que difícilmente puede negarse el hecho: en la Iglesia tenemos miedo1. Aunque no todos estamos atemorizados por lo mismo. Simplificando mucho un fenómeno extraordinariamente complejo, pero yendo, al mismo tiempo, a lo que creo que es el meollo del asunto, podríamos decir que unos temen el cambio, y otros temen que no cambie nada.
Escribo con dolor. Con más frecuencia de lo que sospecharía una persona ajena a la institución, se producen en nuestra Iglesia situaciones que revelan la existencia de un miedo soterrado: las personas no se atreven a tratar determinados temas abiertamente en las reuniones; ciertos asuntos nunca entran en la agenda oficial de los debates; se habla muchas veces por detrás, críticamente, de los ausentes; se practica la autocensura para evitar males mayores; no se pone por escrito lo que se dice de palabra ni, menos aún, todo lo que se piensa realmente; se realizan consultas opacas para nombramientos decisivos; se alienta, incluso, la delación de comportamientos irregulares ante la autoridad competente; ciertas normas canónicas no se aplican con rigor «a pie de obra», pero los responsables tienen que disimular como pueden...
Esta situación ha hecho que una teóloga –Marifé Ramos– haya señalado con gran agudeza que en la Iglesia católica nos pasamos el tiempo jugando al «escondite inglés»: solo nos movemos creativamente cuando no nos observa el superior. Los obispos se sienten más libres cuando Roma no mira (ya decía el Cardenal Tarancón que algunos padecían tortícolis); los misioneros, cuando se encuentran perdidos en la selva; los párrocos, cuando no reciben la visita pastoral episcopal; los coadjutores, cuando no está cerca el párroco; y los laicos cuando se cierra la puerta de la sala de la reunión de catequesis, liturgia o acción social. Pero, más allá de la indudable ironía que destila la ingeniosa imagen, no parece muy sana esta forma de comportarnos los millones de adultos que formamos parte del Pueblo de Dios.


1. Los síntomas

a) El miedo de quienes rigen la institución
Aunque entre los pastores de la Iglesia hay de todo –como no podía ser de otra manera, dada la enorme dimensión de la comunidad creyente–, me parece que los miembros más influyentes de la jerarquía tienen miedo al cambio, y que ello se detecta en todos los ámbitos de la vida eclesial. Recordemos:
• Hay miedo en lo doctrinal. En las últimas décadas son numerosos los teólogos que se han visto obligados, en unos procesos muy oscuros, a callar, rectificar, abandonar la docencia o dejar de escribir. Sin salir de nuestro entorno cercano, tenemos el caso de José Antonio Pagola y su libro Jesús: una aproximación histórica; pero no podemos olvidar las anteriores dificultades de muchos otros, como Jon Sobrino, Marciano Vidal, José Mª Castillo, Juan Antonio Estrada, Andrés Torres Queiruga o Xabier Pikaza. Más allá de situaciones específicas, existe un claro recelo frente a la teología renovada, plasmado, por ejemplo, en el documento Teología y secularización en España, que atribuye el ascenso de la indiferencia religiosa al pernicioso influjo de determinada teología2: «La tarea de recepción de la enseñanza conciliar aún no ha terminado. Pasados cuarenta años, somos testigos de los frutos valiosos que ha rendido la buena semilla. A la vez, no son pocos los que en este tiempo, amparándose en un Concilio que no existió, ni en la letra ni en el espíritu, han sembrado la agitación y la zozobra en el corazón de muchos fieles» (n. 2). «Los Obispos hemos recordado en varias ocasiones que la cuestión principal a la que debe hacer frente la Iglesia en España es su secularización interna. En el origen de la secularización está la pérdida de la fe y de su inteligencia, en la que juegan, sin duda, un papel importante algunas propuestas teológicas deficientes relacionadas con la confesión de fe cristológica» (n. 5). Hay miedo a la libertad de investigación y, en el fondo, desconfianza con respecto a que la verdad de Dios pueda abrirse camino por su propia luz (Hch 5,38-39). Pero ¿hay el mismo miedo a que la teología no diga nada a la gente y a su vida o a que, directamente, no se entienda?
• Hay miedo en el campo de lo ético. Y aquí tampoco resulta complicado encontrar ejemplos elocuentes. En primer lugar, hay miedo a reconocer los propios fallos morales. Los numerosos casos de pederastia que se han hecho públicos en los últimos tiempos, repartidos por los cinco continentes, y, sobre todo, la práctica sistemática de ocultación de los hechos han revelado un verdadero temor a la transparencia y a afrontar con claridad una enfermedad que se ha extendido, precisamente, por el secreto con que era tratada. La puritana posición oficial de la Iglesia en este terreno impedía afrontar el problema con modestia y naturalidad. La contundencia del magisterio con respecto a una moral sexual que no es aceptada pacíficamente por más del 80% de los bautizados constituye otro caso claro de desconfianza en la madurez moral de las personas. Como es sabido, en contra del parecer muy mayoritario de la comisión de estudio creada al efecto, el papa Pablo VI consideró condenable cualquier medio «artificial» regulador de la fecundidad, señalando que «La Iglesia enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la vida»3. Posteriormente, su sucesor, Juan Pablo II, dejó las cosas aún más claras: «Esta norma moral no permite excepción alguna; ninguna circunstancia personal o social que haya existido, exista o existirá, podrá hacer tal acto debidamente ordenado»4. Nos encontramos, por tanto, con un recelo muy claro hacia la autonomía moral en el ámbito de la afectividad. Pero ¿hay el mismo miedo a que los creyentes no se comprometan crítica y solidariamente en la transformación del mundo?
• Hay miedo en lo litúrgico. Así, al anunciarse la publicación de la instrucción Redemptionis sacramentum, la Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos indicó que su principal objetivo era «detener la negligencia litúrgica». Y el texto confirma esta intención: «En algunos lugares, los abusos litúrgicos se han convertido en una costumbre, lo cual no se puede admitir y debe terminarse» (n. 4). El documento detecta todo tipo de abusos y apela, una y otra vez, al sometimiento a las normas. Por ejemplo: «En algunos lugares se ha difundido el abuso de que el sacerdote parte la hostia en el momento de la consagración, durante la celebración de la santa Misa. Este abuso se realiza contra la tradición de la Iglesia. Sea reprobado y corregido con urgencia» (n. 55). «La homilía, que se hace en el curso de la celebración de la santa Misa y es parte de la misma Liturgia, la hará, normalmente, el mismo sacerdote celebrante, o él se la encomendará a un sacerdote concelebrante, o a veces, según las circunstancias, también al diácono, pero nunca a un laico» (n. 64). La preocupación alcanza al punto de incentivar las denuncias: «Cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice. Conviene, sin embargo, que, en cuanto sea posible, la reclamación o queja sea expuesta primero al Obispo diocesano. Pero esto se haga siempre con veracidad y caridad» (n. 65). Nos encontramos aquí con el miedo a la creatividad y a la espontaneidad en la expresión simbólica de la fe. Pero ¿preocupa del mismo modo el aburrimiento generalizado de los fieles en los actos de culto, la falta de espíritu festivo o comunitario, por no hablar de la falta de sintonía entre lo celebrado y lo vivido?
• Hay miedo a lo comunitario. La falta de igualdad que se da entre los bautizados hipoteca la realización de una verdadera fraternidad. Hoy no solo hay recelo frente a los seglares, sino, sorprendentemente, verdadera desconfianza ante los religiosos y religiosas y su relativa autonomía carismática. Con todo, la manifestación más sangrante de la discriminación es la de género. Así, el documento litúrgico anteriormente citado señala con respecto a los monaguillos: «a esta clase de servicio al altar pueden ser admitidas niñas o mujeres, según el juicio del Obispo diocesano y observando las normas establecidas» (n. 47). Y es que no solo las mujeres no pueden ser papas, obispas, presbíteras o diáconas –en los distintos grados del ministerio ordenado–, según estableciera el papa Pablo VI en 19765, sino que ni siquiera pueden acceder a los ministerios instituidos de «lector» y «acólito», siendo, por otra parte, las participantes más numerosas de casi todas las asambleas litúrgicas y quienes realizan, de hecho, la mayoría de los servicios eclesiales. Ignorando la revolucionaria afirmación paulina según la cual «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Sigue preocupando a nuestros pastores si existe fundamento histórico o teológico que avale la igualdad, olvidando que en la raíz de este problema hay algo tan sencillo como que somos herederos de una secular tradición patriarcal asentada en una injusta distribución del poder. Pero ¿preocupa del mismo modo el escándalo de la desigualdad o el alejamiento de los jóvenes más conscientes de las lacras de la discriminación o el clericalismo?

b) El miedo de muchos cristianos es otro
Detectar o enumerar los miedos que acechan a la multitud de los creyentes es tarea imposible. Un colectivo numeroso comparte los temores mencionados hasta ahora. Pero otro amplio grupo tiene miedo, por el contrario, de que la Iglesia, por su excesivo inmovilismo, pierda contacto con la cultura actual y desconecte por completo de las nuevas generaciones, perdiendo el tren de la historia. Y esto ocurre no solo entre sectores de cristianos más o menos radicales o hipercríticos, sino entre personas que ocupan toda clase de posiciones dentro de la Iglesia (pastores, laicos, religiosos, teólogos, militantes...) y que encarnan muy diversas espiritualidades.
La enorme capacidad de los nuevos medios de comunicación ha multiplicado las manifestaciones de este temor, que llegan casi a diario a las pantallas de nuestros ordenadores. La lucidez de los diagnósticos, la calidad de los argumentos, la viabilidad de las propuestas, los tonos propios de cada escrito y la sensibilidad eclesial que reflejan son muy distintos, pero no hay duda de que expresan una preocupación común muy extendida. Menciono algunos documentos de este género que me han llegado, sin hacer nada por buscarlos, en los últimos tiempos:
• «Ante la crisis eclesial» (20-4-2009): manifiesto firmado por Juan Antonio Estrada, Inmanol Zubero y dos centenares de creyentes y teólogos españoles.
• «La Iglesia en el abismo» (31-1-2010): carta abierta al papa Benedicto XVI, del jesuita egipcio Henri Ovulad.
• «La iglesia corre el riesgo de convertirse en una subcultura» (3-4-2010): entrevista en «Le Monde» a Monseñor Rouet, Arzobispo de Poitiers.
• «Carta abierta a los obispos católicos de todo el mundo» (15-4-2010): escrita por Hans Küng con motivo del quinto aniversario del pontificado de Benedicto XVI.


2. El diagnóstico

Quisiera empezar por dejar meridianamente claro que comprendo perfectamente que, ante la vertiginosa velocidad de los cambios que se han producido en los últimos años, los máximos responsables de la Iglesia se vean atenazados, en cierta medida, por el miedo. El futuro de la Iglesia se encuentra hoy sometido a una fuerte incertidumbre. Más aún, detecto un temor casi sagrado y subjetivamente honesto en muchos miembros de la jerarquía que no desean traicionar, en modo alguno, el tesoro recibido y del que se sienten custodios. En ocasiones, esta convicción llega a manifestarse explícitamente en los siguientes términos: «Yo no puedo cambiar eso, aunque me pareciera bien». Así, el ya citado documento Redemptionis sacramentum afirma: «La misma Iglesia no tiene ninguna potestad sobre aquello que ha sido establecido por Cristo» (n. 10). Varias veces los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han expresado esa limitación de conciencia insuperable ante las demandas de ciertas reformas, como la del acceso de las mujeres al ministerio ordenado.
Sinceramente, creo que también puede existir un miedo legítimo o razonable por lo que se refiere a otras dos cuestiones. Una tiene que ver con la prudencia con que, necesariamente, tiene que ser gobernada una institución bimilenaria formada por centenares de millones de miembros y que aspira a regular un ámbito tan delicado como el de las creencias religiosas. En este terreno, la precipitación, los virajes bruscos o la frivolidad pueden tener consecuencias muy negativas. Más aún, los responsables de cualquier institución tienen el deber de preservar sus señas de identidad y evitar que la ingenuidad, la maldad o la inercia de los individuos la traicione. De ahí la necesidad intrínseca de algún principio de gobierno eclesial. Por otra parte, los dos últimos papas, y en particular Benedicto XVI, han temido que se generalice un clima cultural que podría denominarse de «relativismo radical», con respecto a la verdad, el bien y la belleza, que terminen adulterando y trivializando el significado profundo del acontecimiento cristiano o negando la consistencia sagrada de lo humano6; un clima que adultere, desfigure o abarate la salvación que trae Jesucristo y que convierta todo en opinable o modificable. Su oposición firme al relativismo, en un contexto de permisividad ética y de escepticismo intelectual, más allá del modo concreto en que se ha ejercido, es para mí signo de valor y de coraje.
Sin embargo, junto a la aceptación de que ciertos temores están justificados, es necesario reconocer que en nuestra Iglesia hay también temor a la libertad, exceso de control, fuerte legalismo ritual, recelo frente a la innovación, discriminaciones efectivas y un soterrado deseo de poder institucional que de ningún modo pueden legitimarse desde el Evangelio, por dos motivos. Por una parte, porque Jesucristo –nuestro referente último– fue radicalmente libre y no se dejó someter por el temor. Se mostró creativo en la reformulación de la tradición judía, vivió desde una total obediencia a su conciencia por encima de cualquier ley, sometió el culto a Dios a la lógica de la entrega de la existencia y creó unas comunidades profundamente fraternas. Pero, además, si algo caracterizó a Jesús y puede en parte explicar su dramático final, fue su lucha infatigable contra una religión que oprimía doctrinalmente, cargaba de culpabilidades a los sencillos, separaba lo sagrado de lo profano y sancionaba institucionalmente, en nombre de Dios, diferencias entre los seres humanos. No deberíamos volver a tropezar en la misma piedra.
Todas las instituciones –y particularmente las religiosas– poseen mecanismos de defensa orientados a mantener su poder e influencia y ven con malos ojos a los críticos, disidentes, reformadores y profetas, aunque, paradójicamente, sean muchas veces estos últimos los que aportan las pistas necesarias para que la institución se renueve y mantenga su vigencia a lo largo del tiempo. Por el hecho de ser cristianos no deberíamos dar por supuesto que hemos superado las tentaciones del judaísmo. Y no olvidemos que el miedo de sus dirigentes se encuentra en la base de la crucifixión de Jesús. Como muy bien explica el jesuita Adolfo Chércoles en su clásico cursillo sobre las Bienaventuranzas, aunque las autoridades judías aducen en varios momentos –según los evangelios– «motivaciones nobles» para perseguir a Jesús (la blasfemia o la transgresión de la Ley), a la hora de la verdad acabaron condenándolo por miedo: «más vale que muera uno por el pueblo» (Jn 11, 50); «este ha dicho que iba a destruir el Templo» (Mt 26, 61)... Es decir, miedo a que Jesús alterara el orden público y ello desencadenara la represión romana –que solía ser implacable– y miedo a que pusiera en cuestión el orden religioso, económico y social vinculado al Templo, que era la fuente de su prestigio y su riqueza. Aunque a este miedo hubo de sumarse, para consumarse el despropósito, el del propio Pilato, quien, según parece, no tenía de entrada mucho interés en condenar a Jesús –en quien no percibía peligro alguno–, pero que, cuando sospechó que los dirigentes judíos podían acusarlo en Roma de blando –«si sueltas a ese, eres enemigo del Cesar» (Jn 19, 12)–, decidió que era mucho más conveniente para su propia seguridad autorizar la ejecución de Jesús.
Pero cuando el miedo es el principal factor configurador de la vida de un grupo social y la autoridad se encuentra fuertemente centralizada, las consecuencias negativas no se hacen esperar. En particular, dos: la persecución –suave o intensa– de todo el que «no sale en la foto» y la incapacidad para el cambio. El motivo es sencillo: la dinámica del miedo tiende a premiar los comportamientos dóciles, poco aventurados e incondicionales y a penalizar aquellos otros marcados por la originalidad, la crítica o la discrepancia. Y cuando esto ocurre, en lugar de buscar nuevos caminos para hacer posible la misión, se dedica mucho más tiempo a la búsqueda de chivos expiatorios, dentro y fuera de la institución. Se intenta exorcizar el miedo a base de control y se desarrollan actitudes que refuerzan el problema inicial, como el abuso del silencio, el secretismo o la generalización de técnicas de maquillaje institucional (negar los elementos de crisis; organizar eventos multitudinarios que refuercen la identidad; etc.). En definitiva, el miedo conduce a vivir reactivamente, mirando al pasado, en lugar de hacerlo propositivamente, mirando al futuro.
Quisiera, por último, hacer mención de dos argumentos frecuentemente utilizados por la jerarquía para justificar las medidas restrictivas que estamos criticando. Uno es el posible «escándalo de los sencillos» ante situaciones innovadoras o irregulares en el plano de la liturgia, la moral, la reflexión teológica o la organización eclesial. Mi experiencia indica, más bien, lo contrario: lo que hoy escandaliza a la inmensa mayoría de los sencillos –y tengo cierto conocimiento al respecto, porque vivo en el humilde barrio de Pan Bendito de Madrid– es que se dificulte la actividad de los teólogos y que en las homilías –mal preparadas– se les hable de las Escrituras como si fueran cuentos para niños; que en la Iglesia existan signos de riqueza; que se condene –sin matiz alguno– a los divorciados, a los homosexuales y a quienes desean una paternidad o maternidad ejercidas en libertad; que los famosos parezcan obtener la nulidad tan fácilmente; que no exista una natural y efectiva igualdad de género o que se ponga el grito en el cielo por pequeñas modificaciones de los ritos celebrativos que no atentan a su sentido profundo. Lo que de verdad hoy escandaliza a la inmensa mayoría de los creyentes es la hipocresía, la búsqueda de privilegios, la falta de coherencia cristiana, el disimulo, el legalismo o el rigorismo moral...
El otro argumento que utiliza la estrategia del miedo para inhibir la crítica transparente es el de la «lealtad institucional», que va mucho más allá de lo «justo y necesario». Como es sabido, precisamente por no dañar la imagen de la Iglesia se han mantenido en secreto los numerosos casos de abusos a menores que mencionábamos antes, trasladando a los responsables a otras parroquias cuando amenazaban con salir a la luz sus comportamientos. Algo parecido ha ocurrido con casos de embarazos causados por ministros ordenados, sobre los que ha caído un «tupido velo». Una vez más, hay que señalar que tales estrategias son, a un tiempo, contrarias al talante evangélico y completamente contraproducentes en el terreno práctico. Cuando se «descubre el pastel», la crisis de credibilidad resulta mucho más aguda, ya que a la debilidad humana –relativamente comprensible– se añade, en este caso, la complicidad institucional. El amor a la Iglesia debe hacer que nuestras palabras sean siempre constructivas, respetuosas y, en la medida de lo posible, objetivas, pero en ningún caso falsas, aduladoras o contemporizadoras con el mal.
En definitiva, la Iglesia tiene todavía cierto miedo a los valores nucleares de la modernidad –libertad, igualdad, fraternidad– y a algunos de la postmodernidad –placer, subjetividad, relatividad–, y ello dificulta notablemente su encarnación en la cultura actual y la realización de su misión liberadora. Naturalmente, la aceptación plena de estos valores –evangélicamente realizados, como es lógico– implicaría la necesidad de llevar a cabo una reforma estructural de un profundo calado que, hoy por hoy, parece superior a lo que la cúpula de la Iglesia considera oportuno realizar.


3. El tratamiento

¿Cómo situarnos evangélicamente ante el miedo? En primer lugar, mirándolo a la cara para desenmascarar sus coartadas. Porque, como el miedo no resulta atractivo, solemos acudir a todo tipo de racionalizaciones justificadoras que, en el ámbito religioso, suelen ser sumamente piadosas. En general, desvelar los motivos inconfesados de ciertos comportamientos restrictivos contribuye a desactivar el miedo. La cultura del miedo se alimenta del ocultamiento. Trabaja a gusto en el silencio, pero no en la comunicación transparente. Se hace fuerte con la complicidad de todos, pero se resiente con la valentía de los que no se callan. Como el temor cobra poder con nuestra fantasía, poner nombre a aquello que nos da miedo sirve también para que recupere su dimensión real.
Y debemos empezar por señalar que, aunque Jesús, como todos los seres humanos, padeció el miedo, no se dejó dominar por él. El miedo es, en primer lugar, una manifestación de falta de fe (por cierto, una de las recriminaciones más frecuentes de Jesús a sus discípulos, según los evangelios). El miedo global –no el circunscrito a un riesgo concreto– implica una falta de confianza en la fuerza de Dios para empujar la historia hacia una mayor humanización, una falta de confianza en la responsabilidad y generosidad de los seres humanos en general y de los bautizados en particular, una falta de confianza en el futuro, cuya novedad será acompañada también por el Espíritu Santo. La fe implica coraje y una visión de la vida que se encuentre abierta a lo mejor y que no perciba todo cambio como amenaza. Si no podemos añadir «un codo» a nuestra existencia (Mt 6,27), ¿cómo vamos a pretender orientar la historia a base de control o de límites?
Pero, por otro lado, a mi parecer el factor genético que impide a la Iglesia superar su miedo al cambio es la equivocada sacralización de las mediaciones, que en el pasado permitían vivir y expresar el cristianismo, pero que hoy resultan inadecuadas, por encarnarse en unos moldes culturales caducos. Se interpreta como voluntad de Dios, precipitadamente, lo que no son sino cristalizaciones históricas del hecho cristiano. Algunas de ellas tan legítimas en su momento como desfasadas en el nuestro. Y a algunos les parece que, al modificar lo que se había tenido y presentado como voluntad divina, la credibilidad de la Iglesia queda en entredicho. Lo paradójico es que la obsesiva fidelidad a la letra de la institución eclesial –que olvida interesadamente los innumerables cambios que se han producido en casi todos los ámbitos de la vida cristiana a lo largo de la historia¬– puede acabar con el espíritu evangélico o alejarlo de los cauces por donde discurre la vida. Solo Dios es absoluto, no nuestras imágenes, símbolos, normas y ritos. Por eso, para que el Evangelio pueda seguir experimentándose entre nosotros resulta completamente imprescindible que se pueda concebir y realizar conforme a los mejores valores de la cultura actual.
En un terreno más práctico, me parece sugerente señalar que, cuando el miedo atenaza a su pacientes, los psicólogos suelen preguntarles: ¿Qué es lo peor que podría pasarte si se cumplieran tus peores vaticinios? Curiosamente, adoptar esa perspectiva, suele proporcionar una notable tranquilidad al enfermo y abrir su horizonte vital a muchas posibilidades realistas y constructivas. En la Iglesia la jerarquía y los fieles deberíamos preguntarnos con más frecuencia: ¿Qué pasaría si nos atreviéramos a cambiar esto o lo otro...? Y, más teológicamente, deberíamos abandonarnos como Pablo en un acto de confianza mayor: «¿Quién nos separará del amor de Dios?» (Rm 8,35) Nada ni nadie. Y para quienes viven anclados en esta certeza no hay temor a «revisarlo todo y quedarse con lo bueno» (1 Tes 5,22).
Otra pregunta importante que podemos hacernos como comunidad eclesial para darnos cuenta del coste de esta situación es la siguiente: ¿A dónde nos lleva vivir del miedo? Porque este nos orienta en un sentido muy preciso y bastante dañino: la búsqueda de seguridad a toda costa, el recelo ante las diferencias, la desconfianza hacia los miembros más autónomos de la comunidad, la añoranza del pasado, una visión pesimista de la historia y de las demás fuerzas sociales, etc. Este clima asfixia la alegría, la iniciativa, la paz y la confianza que deberían ser «marca de la casa» entre los cristianos. Hoy, por desgracia, nos encontramos lejos de la visión esperanzada del concilio Vaticano II cuando afirmaba: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia»7.
Hace poco me encomendaron hacer un comentario a la Carta a Diogneto para aplicarla a nuestro contexto8. Al releerla, me produjo una magnífica impresión. Los cristianos del siglo II eran pocos, tenían que reformular su fe en la cultura helenista, padecían frecuentes persecuciones, no eran entendidos en muchas de sus convicciones..., pero no vivían amargados, encogidos, decepcionados o a la defensiva. Sin nada que perder y todo que ganar, irradiaban entusiasmo y ponían sus mejores esfuerzos en cultivar a fondo el Evangelio, en lugar de criticar al mundo y quejarse de sus dificultades. Tendían puentes simbólicos con la cultura dominante para expresar su fe, ponían toda su confianza en la providencia divina, se adaptaban sin problema a los usos y costumbres de su época, testimoniando al mismo tiempo un «género de vida superior» basado en la entrega generosa y el servicio mutuo; aceptaban las críticas sin desanimarse y manifestaban sus creencias sin complejos; no pretendían dominar a la sociedad, sino servirla. A mi modo de ver, hemos de recuperar esta actitud de fondo.
Y como el miedo se supera llamando a las cosas por su nombre, en más de una ocasión he recordado las hermosas palabras del teólogo Ratzinger, mucho antes de acceder al pontificado, pidiendo franqueza en el seno de la Iglesia para que esta pudiera enfrentarse a los nuevos desafíos. Su consejo resulta hoy, a todas luces, pertinente: «La verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores, que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Lo que necesita la Iglesia de hoy y de todos los tiempos no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras»9. Lo que ocurre es que, aunque estemos teóricamente de acuerdo en que «la verdad nos hará libres» (Jn 8,32), también somos conscientes de que el precio de la verdad acaba siendo muy alto cuando no coincide con lo que espera escuchar el status quo.


4. El pronóstico

Pronostico reservado. Así se expresan los médicos cuando el paciente no se encuentra en situación crítica pero podría recaer con facilidad; cuando no se sabe aún, a ciencia cierta, si tenderá a la mejoría o al agravamiento de su dolencia. Y así podríamos definir la situación actual de la Iglesia. Desafiada por un cambio cultural sin precedentes que ha sobrepasado su capacidad natural de adaptación, necesita recuperar la confianza en sí misma y avanzar en la búsqueda de nuevos caminos para hacerse presente en el mundo como «signo e instrumento» de la salvación que trajo Jesús, si no quiere quedar recluida en el museo de las religiones venerables.
No se trata de que la Iglesia renuncie ahora a su identidad para ponerse a la moda y ser mejor aceptada por la opinión pública, sino, por el contrario, que trabaje con honestidad para ser aquello que ella misma considera tan esencial, que se lo pide al mismo Dios en una de las plegarias de la Eucaristía: «Danos entrañas de misericordia ante toda la miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando»10.
Y el Evangelio, cuando se cree de verdad en él, es un potente antídoto contra el miedo. Los cristianos no podemos temer lo que nos depare el futuro, ni articular la vida comunitaria desde la lógica del miedo. Ya lo dijo Jesús, preparándonos para la novedad permanente de la historia: «Conviene que yo me vaya; porque, si no me voy, no vendrá el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré [...] Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16,7 y 13).
Tenía razón Epicteto, a quien citábamos al iniciarse este artículo: «hay que tener miedo al miedo». Y en situaciones de temor, que pueden distorsionar muy negativamente nuestra percepción de la realidad y nuestra praxis, no hay nada más importante que volver a la fuente de la fe. Como decía el obispo Juan Mª Uriarte a los miembros de su diócesis al iniciarse el adviento de 2007: «La esperanza vence al miedo»11, porque «donde hay amor no hay temor» (1 Jn 4,18).











* Profesor de Economía Mundial. Universidad Complutense. Madrid. .
1. Las reflexiones que siguen continúan las plasmadas en el artículo «No tengáis miedo»: Sal Terrae 1.085 (enero 2005), pp. 39-52. En este caso me centro en los «temores internos».
2. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (Instrucción pastoral del 3 de marzo de 2006).
3. PABLO VI, Humanae vitae, n. 6 (Carta encíclica publicada en julio de 1968).
4. Afirmación realizada por Juan Pablo II en el Pontificio Instituto para estudios del Matrimonio y la Familia en noviembre de 1988.
5. PABLO VI, Inter insigniores (Declaración sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial, 15 de octubre de 1976).
6. Ha sido el tema central de las tres encíclicas de BENEDICTO XVI: Deus caritas est (25-XII-2005); Spe salvi (30-X-2007) y Carias in veritate (29-VI-2010).
7. VATICANO II, Gaudium et Spes, n 1.
8. GÓMEZ SERRANO, Pedro José, «Comentario a la Carta a Diogneto en un mundo laico»: Misión Joven 401 (junio 2010), pp. 19-30.
9. RATZINGER, Joseph, El verdadero pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, p. 293.
10. MISAL ROMANO, Plegaria eucarística V b.
11. URIARTE, Juan Mª, La esperanza vence al miedo [1 Juan 4, 17-18] (Carta pastoral de Adviento de 2007).

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