Comentando la Palabra de Dios
Is. 56, 1. 6-7. Por medio de Jesús, Dios se ha hecho cercanía del hombre. Dios jamás ha abandonado a los suyos. Para los Israelitas la Palabra de Dios se ha hecho Ley que los guía; por eso tratan, no sólo de entenderla, sino de cumplirla hasta los más mínimos detalles, y le entonan cantos de alabanza. Para algunos Israelitas más abiertos al Señor, su Palabra también ha tomado cuerpo en los profetas, a quienes escuchan como al mismo Dios y se dejan conducir por Él.
Llegada la plenitud de los tiempos la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, no sólo mostrándonos el camino que nos conduce al Padre, sino haciéndose Camino, Verdad y Vida para nosotros para que lleguemos al Monte Santo y nos llenemos eternamente de alegría en nuestro Dios y Padre.
En nuestros días la Palabra se ha hecho Iglesia, no al margen de Jesús, pues lo tiene a Él por Cabeza. A la Iglesia corresponde la responsabilidad de continuar haciendo presente en la historia al Hijo Encarnado, Salvador de todo. Dios así ha querido exaltar a los humildes y humillar hasta el suelo a los poderosos para que sirvan de camino que pisan los pies de los humildes y los pobres.
Ojalá y, fortalecidos y guiados por el Espíritu de Dios, nos mantengamos fieles al Señor y seamos, en verdad, la manifestación del Reino de Dios en nuestro mundo, no humillados, sino exaltados a la diestra del Padre por nuestra fe en Cristo Jesús.
Sal. 67 (66). Que Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga. Él nos ha unido a sí mismo por medio de Jesús, su Hijo, constituido en Cabeza de la Iglesia. En Él nosotros participamos de la Vida de Dios. Unidos a Él a nosotros corresponde hacer conocer a toda la tierra la bondad del Señor y su obra salvadora.
El anuncio del Evangelio no nos llevará sólo a transmitir conocimientos eruditos a los demás acerca de Aquel que es la Palabra encarnada, sino que nos hará, sobre todo, entregar a Cristo para que habite en cada una de las personas de todos los tiempos y lugares. Sólo entonces haremos llegar, no sólo el conocimiento del Evangelio, sino el Evangelio mismo, que es Cristo, para que ilumine y salve a todos los pueblo. Sólo entonces dejaremos de ser portadores de dolor, de sufrimiento y de muerte, y nuestra vida, al igual que la de todas las naciones, se convertirá en un canto de alabanza, continuamente elevado hacia nuestro Dios y Padre. Entonces la bendición, la paz y la alegría eterna, que Dios da a los que le viven fieles, serán nuestras ya desde ahora, y después en el gozo eterno.
Rom. 11, 13-15. 29-32. El que diga que no tiene pecado es un mentiroso, pues la Verdad no está en él. A pesar de vivir como enemigos de Dios, Él nos envió a su propio Hijo para reconciliarnos con Él y hacernos, junto con Él, hijos suyos. Quienes nacimos sin pertenencia al pueblo de los Israelitas, pertenecíamos a un pueblo rebelde, pecador y sin esperanza. Pero los judíos, al rechazar a Cristo, entraron también ellos a formar parte de los rebeldes contra Dios. Todos, judíos y no judíos, hemos recibido una manifestación de la Misericordia Divina, pues, gracias a la obediencia de un sólo hombre, Cristo Jesús, hemos sido salvados.
Todo cae dentro del plan salvador de Dios, de quien proviene todo, por quien todo ha sido hecho, y hacia el que se orienta todo. Orientemos hacia Él nuestra vida y no continuemos siendo rebeldes al Señor. Dejemos que su salvación llegue a nosotros y nos haga criaturas nuevas, que manifiesten con sus buenas obras que en verdad hemos aceptado la gracia y la misericordia de Dios en nuestra vida.
Mt. 15, 21-28. Jesús es el Enviado del Padre para reunir a los hijos que el pecado había dispersado. Él es consciente de que ha venido como el Pastor que busca, incansablemente, a las ovejas que se han extraviado. Su ministerio se desenvuelve conforme a la cultura de su tiempo. Por eso nos da a entender que el Mensaje de salvación debería ser anunciado primero a los judíos. Llegará el momento en que envíe a sus discípulos a anunciar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Ese Mensaje de Salvación no es sólo para ser escuchado, sino para liberar al hombre de sus ataduras al pecado y a la muerte. Y esto con la finalidad de que todos seamos criaturas nuevas en Cristo. El Señor, a quienes no pertenecíamos al Pueblo de los elegidos, no nos dio las migajas que caen de la mesa de los hijos, sino que nos sentó a su Mesa para que podamos disfrutar en plenitud de la Vida de Dios y de la participación de su Espíritu Santo. Sólo si tenemos puesta nuestra fe en Cristo podremos, por nuestra unión a Él, llegar a ser hijos de Dios.
Vivamos no sólo como quienes esperan de Dios sus dones, sino como quienes, al recibir la vida de Dios se preocupan, a impulsos del mismo Espíritu Santo, en hacerla llegar a todos, sin darnos jamás descanso en ello, y sin rechazar a alguien por su cultura, ni por su condición social, ni por sus miserias y pecados. Sabemos que muchas veces nuestra fe es puesta a prueba; sin embargo jamás desconfiemos del Señor, pues Él nos ama y está siempre dispuesto a velar por nosotros, que somos sus hijos.
Recordemos que nuestra fe se engrandece sólo cuando seguimos amando a Dios y confiando en Él a pesar de que tengamos que pasar por momentos demasiado arduos y difíciles.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
El Señor nos convoca para sentarnos a su Mesa y alimentarnos con su Palabra y con el Pan de Vida. Ese alimento no es sólo para que lo guardemos como un don para nosotros. El Señor nos quiere apóstoles suyos. Por eso a quienes llamó los purificó; a quienes purificó los llenó de su Vida y a quienes llenó de su Vida los envió como testigos suyos en el mundo a través de la historia.
Nosotros hemos venido en este día a participar de la Vida que el Señor nos ofrece. Y venimos con la intención de dejar a un lado nuestros ídolos. Nuestro corazón, en adelante, sólo ha de pertenecer al Señor. Él será el centro de nuestra vida, de nuestro amor y de nuestra entrega en favor de los demás. No sólo contemplamos la entrega de Cristo por nosotros.
Sabemos que, por nuestra unión a Él, también nosotros hemos de tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
Por eso los que participamos de la Mesa del Señor no podemos volver a nuestra vida diaria para sentarnos en la mesa de los demonios. Si somos sinceros en nuestra unión con Cristo deben haber quedado atrás nuestras maldades y vicios. Si antes fuimos unos malvados, ahora, renovados en Cristo, hemos de vivir de un modo santo y justo.
Es verdad que estando en una continua relación con el mundo muchas veces encontraremos la ocasión de ser injustos y de hacer el mal a los demás. El Señor nos invita e impulsa diciendo: En el mundo tendréis muchas tribulaciones; pero ¡ánimo! no tengan miedo, yo he vencido al mundo. Si muchas veces nos encontramos con personas que tal vez se han vuelto enemigos nuestros, no los despreciemos; no pasemos de largo ante su dolor, ante su pobreza, ante su sufrimiento, ante sus desesperanzas diciendo que si ellos se lo buscaron, ellos lo encontraron.
Cristo nos invita a dar, no sólo las migajas de nuestro amor, de nuestra ayuda; sino a dar incluso nuestra propia vida, como Él lo hizo por nosotros, para que los demás recobren su dignidad y vivan como hijos de Dios y hermanos nuestros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vernos y amarnos como hermanos, velando unos por otros y preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los más desprotegidos, o a los que viven lejos del Señor, hasta que, todos juntos, podamos sentarnos eternamente a la Mesa de nuestro Dios y Padre. Amén.
Llegada la plenitud de los tiempos la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, no sólo mostrándonos el camino que nos conduce al Padre, sino haciéndose Camino, Verdad y Vida para nosotros para que lleguemos al Monte Santo y nos llenemos eternamente de alegría en nuestro Dios y Padre.
En nuestros días la Palabra se ha hecho Iglesia, no al margen de Jesús, pues lo tiene a Él por Cabeza. A la Iglesia corresponde la responsabilidad de continuar haciendo presente en la historia al Hijo Encarnado, Salvador de todo. Dios así ha querido exaltar a los humildes y humillar hasta el suelo a los poderosos para que sirvan de camino que pisan los pies de los humildes y los pobres.
Ojalá y, fortalecidos y guiados por el Espíritu de Dios, nos mantengamos fieles al Señor y seamos, en verdad, la manifestación del Reino de Dios en nuestro mundo, no humillados, sino exaltados a la diestra del Padre por nuestra fe en Cristo Jesús.
Sal. 67 (66). Que Dios tenga piedad de nosotros y nos bendiga. Él nos ha unido a sí mismo por medio de Jesús, su Hijo, constituido en Cabeza de la Iglesia. En Él nosotros participamos de la Vida de Dios. Unidos a Él a nosotros corresponde hacer conocer a toda la tierra la bondad del Señor y su obra salvadora.
El anuncio del Evangelio no nos llevará sólo a transmitir conocimientos eruditos a los demás acerca de Aquel que es la Palabra encarnada, sino que nos hará, sobre todo, entregar a Cristo para que habite en cada una de las personas de todos los tiempos y lugares. Sólo entonces haremos llegar, no sólo el conocimiento del Evangelio, sino el Evangelio mismo, que es Cristo, para que ilumine y salve a todos los pueblo. Sólo entonces dejaremos de ser portadores de dolor, de sufrimiento y de muerte, y nuestra vida, al igual que la de todas las naciones, se convertirá en un canto de alabanza, continuamente elevado hacia nuestro Dios y Padre. Entonces la bendición, la paz y la alegría eterna, que Dios da a los que le viven fieles, serán nuestras ya desde ahora, y después en el gozo eterno.
Rom. 11, 13-15. 29-32. El que diga que no tiene pecado es un mentiroso, pues la Verdad no está en él. A pesar de vivir como enemigos de Dios, Él nos envió a su propio Hijo para reconciliarnos con Él y hacernos, junto con Él, hijos suyos. Quienes nacimos sin pertenencia al pueblo de los Israelitas, pertenecíamos a un pueblo rebelde, pecador y sin esperanza. Pero los judíos, al rechazar a Cristo, entraron también ellos a formar parte de los rebeldes contra Dios. Todos, judíos y no judíos, hemos recibido una manifestación de la Misericordia Divina, pues, gracias a la obediencia de un sólo hombre, Cristo Jesús, hemos sido salvados.
Todo cae dentro del plan salvador de Dios, de quien proviene todo, por quien todo ha sido hecho, y hacia el que se orienta todo. Orientemos hacia Él nuestra vida y no continuemos siendo rebeldes al Señor. Dejemos que su salvación llegue a nosotros y nos haga criaturas nuevas, que manifiesten con sus buenas obras que en verdad hemos aceptado la gracia y la misericordia de Dios en nuestra vida.
Mt. 15, 21-28. Jesús es el Enviado del Padre para reunir a los hijos que el pecado había dispersado. Él es consciente de que ha venido como el Pastor que busca, incansablemente, a las ovejas que se han extraviado. Su ministerio se desenvuelve conforme a la cultura de su tiempo. Por eso nos da a entender que el Mensaje de salvación debería ser anunciado primero a los judíos. Llegará el momento en que envíe a sus discípulos a anunciar el Evangelio hasta el último rincón de la tierra. Ese Mensaje de Salvación no es sólo para ser escuchado, sino para liberar al hombre de sus ataduras al pecado y a la muerte. Y esto con la finalidad de que todos seamos criaturas nuevas en Cristo. El Señor, a quienes no pertenecíamos al Pueblo de los elegidos, no nos dio las migajas que caen de la mesa de los hijos, sino que nos sentó a su Mesa para que podamos disfrutar en plenitud de la Vida de Dios y de la participación de su Espíritu Santo. Sólo si tenemos puesta nuestra fe en Cristo podremos, por nuestra unión a Él, llegar a ser hijos de Dios.
Vivamos no sólo como quienes esperan de Dios sus dones, sino como quienes, al recibir la vida de Dios se preocupan, a impulsos del mismo Espíritu Santo, en hacerla llegar a todos, sin darnos jamás descanso en ello, y sin rechazar a alguien por su cultura, ni por su condición social, ni por sus miserias y pecados. Sabemos que muchas veces nuestra fe es puesta a prueba; sin embargo jamás desconfiemos del Señor, pues Él nos ama y está siempre dispuesto a velar por nosotros, que somos sus hijos.
Recordemos que nuestra fe se engrandece sólo cuando seguimos amando a Dios y confiando en Él a pesar de que tengamos que pasar por momentos demasiado arduos y difíciles.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
El Señor nos convoca para sentarnos a su Mesa y alimentarnos con su Palabra y con el Pan de Vida. Ese alimento no es sólo para que lo guardemos como un don para nosotros. El Señor nos quiere apóstoles suyos. Por eso a quienes llamó los purificó; a quienes purificó los llenó de su Vida y a quienes llenó de su Vida los envió como testigos suyos en el mundo a través de la historia.
Nosotros hemos venido en este día a participar de la Vida que el Señor nos ofrece. Y venimos con la intención de dejar a un lado nuestros ídolos. Nuestro corazón, en adelante, sólo ha de pertenecer al Señor. Él será el centro de nuestra vida, de nuestro amor y de nuestra entrega en favor de los demás. No sólo contemplamos la entrega de Cristo por nosotros.
Sabemos que, por nuestra unión a Él, también nosotros hemos de tomar nuestra cruz de cada día e ir tras sus huellas.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
Por eso los que participamos de la Mesa del Señor no podemos volver a nuestra vida diaria para sentarnos en la mesa de los demonios. Si somos sinceros en nuestra unión con Cristo deben haber quedado atrás nuestras maldades y vicios. Si antes fuimos unos malvados, ahora, renovados en Cristo, hemos de vivir de un modo santo y justo.
Es verdad que estando en una continua relación con el mundo muchas veces encontraremos la ocasión de ser injustos y de hacer el mal a los demás. El Señor nos invita e impulsa diciendo: En el mundo tendréis muchas tribulaciones; pero ¡ánimo! no tengan miedo, yo he vencido al mundo. Si muchas veces nos encontramos con personas que tal vez se han vuelto enemigos nuestros, no los despreciemos; no pasemos de largo ante su dolor, ante su pobreza, ante su sufrimiento, ante sus desesperanzas diciendo que si ellos se lo buscaron, ellos lo encontraron.
Cristo nos invita a dar, no sólo las migajas de nuestro amor, de nuestra ayuda; sino a dar incluso nuestra propia vida, como Él lo hizo por nosotros, para que los demás recobren su dignidad y vivan como hijos de Dios y hermanos nuestros.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vernos y amarnos como hermanos, velando unos por otros y preocupándonos de hacer el bien a todos, especialmente a los más desprotegidos, o a los que viven lejos del Señor, hasta que, todos juntos, podamos sentarnos eternamente a la Mesa de nuestro Dios y Padre. Amén.
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