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miércoles, 10 de septiembre de 2008

Espiritualidad: Ocho Bienaventuranzas Paulinas


Francisco RAMÍREZ FUEYO, SJ

En las cartas de Pablo no encontraremos una versión de las Bienaventuranzas tal como se encuentran en los evangelios de Mateo o de Lucas. De hecho, pocas son las palabras de Jesús transmitidas por los evangelistas que son recordadas de forma explícita por Pablo. Por citar sólo dos de éstas, podríamos recordar las palabras de la Última Cena (1 Cor 11,24-25) o la palabra sobre el divorcio (1 Cor 7,10-11). Es posible que algunas de las tradiciones que se conservan en los actuales evangelios no fueran conocidas por Pablo, o que las conociera con formas algo diversas. Pero también es cierto que el Apóstol, más que citar palabras de Jesús, en muchos momentos parece hacerse eco de ellas. El evangelio de Jesús ha pasado por su vida, ha resonado en su corazón y ha sido formulado con palabras e imágenes propias para acomodarlo a la vida de sus comunidades. Vamos a intentar espigar en sus cartas algunos de estos ecos que podríamos llamar «Bienaventuranzas paulinas».


Estad alegres...

La primera bienaventuranza paulina se queda aquí. No hay bienaventuranzas sin felicidad, sin alegría.
San Pablo tiene fama de serio. En los iconos se le muestra con semblante adusto y rostro fino, larga barba y poco pelo. Se le reconoce con facilidad por la espada que blande; las llaves de Pedro resultan, al menos como icono, algo más amables. Su biografía como celoso o fanático de la ley y perseguidor de la Iglesia (Gal 1,13-14; Flp 3,6), su teología, con puntos que los menos entendidos tardamos en entender (2 Pe 3,15-16), y algunos pasajes de tono duro en sus cartas (Gal 3,1; 1 Cor 4,21; 5,3-5; 2 Cor 10,6) contribuyen al estereotipo de hombre duro y ascético.
Pablo tuvo que ser, sin embargo, un hombre alegre. Y eso que su vida no fue en absoluto fácil: la profunda ruptura, en su interior y en su círculo familiar y social, que supuso su fe en Cristo (Rm 9,3); las incomprensiones, zancadillas y persecuciones de todo tipo (2 Cor 11,23-27); los problemas de sus comunidades (2 Cor 11,28-29); su mala salud (Gal 4,13; 1 Cor 2,3; 2 Cor 12,7)...
Todo ello no impide que la palabra «alegría» sea una de sus preferidas (sin ser exhaustivos: Rm 15,13; 2 Cor 2,3; 7,4; Gal 5,22; Flp 1,4.25; 4,1; 1 Tes 1,6; 2,19; 3,9; Flm 1,7...), hasta el punto de que para Pablo el Reino de Dios se caracteriza por la «justicia y paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rm 14,17). Las llamadas de Pablo a «estar alegres« (1 Tes 5,16; Flp 4,4) quedan en ocasiones, por desgracia, algo postergadas en el bosque espeso de las teologías paulinas. De ahí que las «bienaventuranzas» paulinas comiencen con un «estad alegres».
Normalmente, el adjetivo «bienaventurados» nos hace mirar al futuro, a la «buena ventura» aún por venir. Pero las «bienaventuranzas» no son sólo una promesa: son una proclamación, un anuncio que brota del corazón de quien las vive o las intuye. ¿Cómo es el corazón de quien proclama las bienaventuranzas?
Las «bienaventuranzas» de Pablo se dirigen a cristianos, y a cristianos que han tenido experiencia del Espíritu, o experiencias del Espíritu. Las «bienaventuranzas» de Pablo no son simple anuncio de algo futuro, sino recuerdo de lo que ya ha sido vivido por estos creyentes, la mayoría convertidos no hace mucho tiempo. El recuerdo se actualiza, se renueva en el presente y se hace confianza para el futuro.
Las bienaventuranzas nacen de la fe y se apoyan en la fe, pero no menos en la experiencia real y concreta de la salvación presente. Son una invitación a recordar y recuperar la alegría, el gozo del momento en que el tesoro fue encontrado (Mt 13,44). ¿Qué nos pasa, cómo es que el tesoro que tenemos muchas veces no va acompañado de la alegría?
Pablo respondería que «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Cor 4,7). Frecuentemente entendemos esto como referido a nuestra fragilidad humana, a la distancia entre los ideales y nuestra realidad. Es cierto que los seres humanos no estamos a la altura de nuestros ideales; pero lo que Pablo quiere decir con esta frase tan conocida es algo distinto: el barro somos nosotros mismos, no por ser frágiles, sino por ser de pobre apariencia. El tesoro que se nos ha confiado, que llevamos en nosotros, no resulta atractivo a primera vista; y, sin embargo, ¡qué maravillas de alegría y felicidad encierra para quienes lo descubren! Porque el tesoro que se nos ha confiado no es aparente; porque su forma exterior es pobre, «de barro», es necesario tomarlo de vez en cuando, como los judíos la Torah, en nuestras manos, y bailar y cantar con él. Acostumbrarnos a amar el barro, descubrir la belleza oculta tras la pobre apariencia que tiene la vida según el evangelio. Quizá no vengan del todo mal aquí los versos de Silvio Rodríguez:
«...debes amar la arcilla que va en tus manos,
debes amar su arena hasta la locura,
y si no, no la emprendas, que será en vano,
sólo el amor alumbra lo que perdura,
sólo el amor convierte en milagro el barro».


Estad alegres, los que visitáis,
porque seréis visitados

Más allá de los estereotipos que de él podamos tener, el Pablo histórico tenía, sin duda, una personalidad enormemente atractiva. De ello dan buena cuenta sus viajes y sus éxitos misioneros; el gran número de colaboradores, hombres y mujeres, de que se fue rodeando; el amor y el cariño que, como un padre o una madre, volcaba en las comunidades: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos» (1 Cor 4,14-15; cf. 2 Cor 6,13); «¡hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Gal 4,19; cf. Flm 1,10). Estas comunidades le correspondieron frecuentemente con un cariño similar (Gal 4,15).
Un signo de esta preocupación «paternal» por sus comunidades son las visitas que les hacía, bien como un alto en el camino, bien para quedarse un tiempo más largo. Sólo en el caso de Corinto, sabemos al menos de tres visitas (2 Cor 12,14; cf. 1 Cor 16,2.5; 2 Cor 1,15-16.23; etc.). Puede parecer poco, pero en un mundo donde los caminos se recorren a pie o a lomos de animal, con peligrosas travesías en barco, decidirse a visitar a esta o aquella comunidad suponía muchas jornadas de viaje y abundantes riesgos. Quien haya peregrinado a pie a Santiago de Compostela o a otros lugares sabe lo que suponen horas y horas de cansancio para recorrer en un día apenas veinte, treinta o, los más resistentes, cuarenta kilómetros. No se hacía un viaje de este tipo en balde ni por capricho, sino con el firme deseo de encontrarse con otros y de convertir esta visita, como la visita de Dios a Abrahán en Mambré (Gn 18,1-10; Rm 9,9), en una ocasión única de gracia y de amistad (Flp 1,26). Pablo prefiere no ir a Corinto llevando consigo la tristeza (2 Cor 2,1); prefiere prepararse para que el encuentro sea fuente de alegría y oportunidad para el reposo (Rm 15,32; 1 Cor 16,17). No por casualidad el Reino de Dios es alegría y reposo (Rm 14,17; cf. Heb 3,11). No pocas veces sufre Pablo por no poder llevar a cabo la visita deseada o planeada (Rm 1,10.13; 15,22; 1 Cor 4,18-19; Flp 2,24).
Pablo es «apóstol» de Cristo, no sólo porque es enviado por el Señor, sino porque su presencia es representación de Cristo: es Cristo mismo quien se acerca a las comunidades a través de Pablo (Rm 15,29). Y las cartas son «apostólicas» porque son una forma de hacer presente al apóstol ausente (1 Cor 5,3). Las cartas traían consigo la letra, o al menos la firma o el saludo, de quien la enviaba: «mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propio puño» (Gal 6,11-18; cf. Flm 1,19; 1 Cor 16,21).
Podemos decir que muchas de estas comunidades respondieron a Pablo con cariño similar al suyo. En sus cartas vemos que también Pablo se alegra con la visita de sus amigos y discípulos (1 Cor 16,21), quienes en ocasiones le socorren en momentos de mucha angustia. Epafrodito, enviado desde Filipos para asistir y acompañar a Pablo en su cárcel, probablemente en Éfeso, es «apóstol» de la comunidad (Flp 2,25: «apóstol vuestro», dice literalmente el griego): modo de hacer presente en la cárcel el cariño de toda la iglesia de Filipos.
Hoy hemos ganado en facilidad de comunicación. La frialdad del correo electrónico se compensa con la facilidad para hablar y ver a quien está distante. La comunicación es tan frecuente como, las más de las veces, superficial. «Hay más teléfonos móviles que conversaciones», escribía hace tiempo un articulista. Quizá debamos recuperar el arte y el sentido profundo del visitar. En nuestros ritmos de vida algo acelerados, visitamos poco a los demás; y cuando lo hacemos, ¿en nombre de qué o de quién lo hacemos? Como a Apolo (1 Cor 16,12), Pablo nos insiste en la importancia de visitarnos unos a otros.


Estad alegres, los que mantenéis el Espíritu,
porque viviréis de sus frutos

Las bienaventuranzas son un lenguaje del Espíritu; lo cual no significa que sean algo arcano o esotérico, sino que hablan a quien tiene experiencia de Dios e invitan a ella. Se dice con frecuencia, y es verdad, que en las cartas de Pablo es difícil a menudo distinguir cuándo se habla del Espíritu de Dios, es decir, del Espíritu Santo, y cuándo se habla del espíritu del ser humano. Sin poder aquí ir más allá, digamos esto: en muchas ocasiones la palabra «Espíritu» designa el campo de encuentro entre Dios y el ser humano, allí donde el Espíritu Santo se encuentra con el espíritu del hombre o de la mujer.
Hoy es frecuente encontrarse con personas que hablan de un «vacío» en su interior. Hace poco tiempo, dos escritores, Álvaro Mutis y Javier Ruiz Portella, propusieron un «Manifiesto contra la muerte del espíritu». Entre otras cosas, decían: «Lo que nos mueve no es la inquietud ante la muerte de Dios, sino ante la del espíritu: ante la desaparición de ese aliento por el que los hombres se afirman como hombres y no sólo como entidades orgánicas. La inquietud que aquí se expresa es la derivada de ver desvanecerse ese afán gracias al cual los hombres son y no sólo están en el mundo; esa ansia por la que expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego, toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significación».
Pero ¿dónde hallar ese espíritu que es parte de nuestra existencia? ¿Cómo alcanzar esa realidad que imaginamos oculta en las profundidades de nuestro ser? ¿Cómo colmar esa necesidad de sentido y de asombro ante la existencia?
En vano buscaremos en Pablo un viaje al interior de la conciencia humana, un esfuerzo introspectivo hacia esa profundidad del ser humano. Pablo prefiere hablar de lo que brota de un corazón habitado por el Espíritu: «En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gal 5,22-23). Paradójicamente, sólo lo que mana «de dentro» y llega a los demás «llena» el corazón del ser humano. Ya lo dice el autor de Hechos: que hay más felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Ejercitarse en la práctica del amor concreto es buen camino para reavivar el Espíritu que nos habita.
Nuestro problema es que, en nuestra actividad, nuestro dar es, casi inevitablemente, búsqueda de nosotros mismos: damos, pero esperamos recibir algo a cambio. Cuando no hay contrapartida, sufrimos, experimentamos frustración y desengaño, sentimos que hemos perdido algo. Sólo el Espíritu del Dios que es puro don, puro amor, es capaz de transformar nuestros frustrados intentos de «salvar nuestra vida» en auténtico perder la vida para salvarla.


Estad alegres, los justificados,
porque sois ya parte de la Nueva Creación

La justificación en Pablo es más que un perdón. Dios nos amó «cuando éramos pecadores» (Rm 5,8) y nos justificó con su muerte, sin que de parte del hombre hubiese un gesto previo de arrepentimiento, una «obra» que nos hiciese, si no merecedores, sí al menos predispuestos a ser perdonados. Lo que es destruido en la cruz no es sólo nuestro pecado, sino el pecado (Rm 8,2-3), su fuerza. Esto hay que explicarlo.
Cuando Dios mira al ser humano, no ve ya al pecador, sino al Hijo que fue obediente hasta la muerte. Dios ve en cada hombre y en cada mujer la criatura que Él mismo creó y que sueña con convertir en un hijo a imagen de su Hijo Jesús. En cierto modo, el pecado deja de existir, no porque la criatura no peque, sino porque el amor de Dios no se fija en él («si llevas cuenta de los pecados, Señor, ¿quién resistirá?»: Sal 130,3). Si algún dicho de Pablo se acerca en su forma a las bienaventuranzas de Jesús, es precisamente este: «Bienaventurados (felices, alegres) aquellos cuyas maldades fueron perdonadas, y cubiertos sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no imputa culpa alguna» (Rm 4,7-8).
Este perdón de Dios no es abstracto, sino histórico. Dios Padre, al entregar a su Hijo a la muerte y resucitarlo, no sólo puso en evidencia que el pecado no es nada comparado con el poder de Dios, sino que inauguró una nueva humanidad, una humanidad reconciliada con Dios, llamada a participar de su misma vida divina. Pablo lo dirá claramente en la Segunda Carta a los Corintios: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,19). Poco antes, en 2 Cor 5,17, Pablo ha dicho que «quien está en Cristo es una nueva creación». Dios, al justificar, crea algo nuevo, hace del antiguo hombre pecador una criatura nueva.
Algo de esto debió de intuir el autor anónimo, de mediados del siglo XV, de un cuadro que se conserva en la Galería de Arte (Gemäldegalerie) de Berlín. El cuadro lleva por título «La decisión de la salvación» (Der Ratschluss der Erlösung) y está atribuido al taller de Konrad Witz. En él se muestra a la Trinidad: el Padre invita al Hijo a la encarnación para salvar a la humanidad, mientras le muestra un libro que sostiene entre sus manos. Lo que me impresiona es que en ese librito no hay nada escrito, sus hojas están en blanco. Es quizás el libro donde se narra la historia de la salvación, que está aún por escribir (cf. Ex 32,32-33; Sal 69,29; 139,16; Is 29,11; Ez 2,9). O quizá sea el libro donde se anota la historia humana, donde se anotan las buenas obras y los pecados de los seres humanos (Ez 9,2-4; Dn 12,1; Mal 3,16). En cualquier caso, es un libro en blanco: todo está abierto, todo es posible, todo es nuevo. Cuando Dios se decide a salvar, poco importa el pasado: todo puede ser amado, redimido, transformado en gracia.
El pasado que cada ser humano ha vivido puede funcionar como trampolín para el futuro o como obstáculo en la vida. Si es necesario ser sinceros y contemplar con verdad nuestra vida, no menos necesario es descubrir que su verdad más profunda es el amor de Dios y su proyecto de salvación para el hombre.
La experiencia de san Ignacio puede ayudarnos a comprender esto. A los pocos meses de su conversión en Loyola, Ignacio experimentó una fortísima crisis de escrúpulos, los cuales le hacían volver de forma obsesiva sobre los pecados del pasado, queriendo confesarlos una y otra vez, pensando que en ninguna confesión había sido suficientemente exhaustivo en el pecado y en la culpa. Tan grande era su desesperación que en varias ocasiones le rondó la tentación del suicidio. Su liberación vino de la mano del discernimiento típicamente ignaciano, al caer en la cuenta de que todo aquello, con apariencia de virtud, no hacía sino apartarle del amor a Dios y le llevaba a renunciar a la vida de servicio que había iniciado.
Nuestra historia, la historia de una comunidad, de una parroquia, debe ser leída siempre de modo que ilusione en el camino hacia Dios, que anime a emprender nuevas iniciativas de servicio humilde y generoso.


Estad alegres, los que habéis conocido el amor de Dios,
porque sois capaces de amar

Podemos entender esto releyendo el texto de Rm 7,18s. En primer lugar, Pablo habla de un hombre dividido entre su deseo y su actuación: «Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero».
En segundo lugar, este descubrimiento le lleva a pensar que el cuerpo obedece, no a la ley de Dios, sino a la del pecado: «Y si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros».
Y acaba con lo que bien podría llamarse una «malaventuranza paulina»: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?».
Éste es uno de los pasajes más famosos de las cartas de Pablo, pero ¡qué mal interpretado!
Este «hombre perdido» del que se habla no es cristiano. Demasiadas veces nos hemos identificado con esta persona. Pero esta persona no somos nosotros. Pablo describe a un hombre dividido entre su querer y su hacer, entre el hombre «interior» y el «exterior». Pero Pablo no está describiendo la realidad de todo ser humano. Pablo se mete en la piel de la persona no redimida, la que no ha conocido el amor de Dios en Cristo, la que no ha llegado a la fe, la que no ha recibido el Espíritu. El «hombre perdido» de Rm 7,18s es quien vive sometido aún a la ley, a una ley que exige, pero que no da la fuerza para cumplir aquello que manda (Gal 3,11-12); a eso le llama Pablo «la maldición de la ley» (Gal 3,13).
El evangelio es otra cosa. El evangelio no tiene otra ley que la del amor (la «ley de Cristo» de la que habla en 1 Cor 9,21 y en Gal 6,2), y sí da la fuerza para cumplirla. El cántico del hombre perdido de Rm 7 se cierra con la gran acción de gracias del que se sabe liberado de la ley, del que se sabe amado más allá de sus obras, y que es «animado» por el Espíritu a entregarse con toda la humildad y generosidad de la que es capaz. Nuestra propensión a identificarnos con el «yo» aún no redimido, nuestra dificultad para aceptar esta irrupción escatológica de la gracia, la expresó bien W.G. Kümmel: «¿Cómo es que nuestro cristianismo se aleja tanto del paulino que, en realidad, nos reconocemos en la imagen paulina del no cristiano?».


Estad alegres, los débiles,
porque conocéis la fuerza del evangelio

En 1 Cor 7,21 Pablo pone un ejemplo para explicar que no es necesario cambiar de estado para ser agradable a Dios. El ejemplo, entre otros, es el del esclavo, que en la sociedad de Pablo representaba, en término generales, el sector de menos dignidad y consideración social. La interpretación de este pasaje es muy discutida. Algunos traducen: «¿Eras esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Y, aunque puedas hacerte libre, aprovecha más bien tu condición de esclavo». Otros prefieren: «¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te preocupes, aunque, si tienes oportunidad de hacerte libre, aprovéchala». Una vía media entre estas dos traducciones sería algo así como: «aunque exista la posibilidad de que algún día seas libre, aprovecha por el momento esta situación».
En cualquier caso, Pablo no está consagrando el inmovilismo social ni bendiciendo el conformismo ante las situaciones injustas. Lo que Pablo quiere decir es que el haber creído en Cristo y haber recibido el Espíritu produce, ya desde ahora, una transformación en la situación del hombre creyente, en su relación con el mundo. La «Nueva Creación» es real, toca la realidad.
El estoicismo de Séneca, Epicteto o Plutarco consiste en soportar la realidad, en buscar la libertad interior a pesar de las circunstancias adversas. Pablo no es estoico. La acción de Dios toca la realidad, la transforma. Pero –y ésta es la paradoja– produce esta transformación desde la debilidad.
El evangelio no es un programa de conquista de derechos ni una propuesta de lucha por la igualdad social o económica. Tampoco se opone a ello: antes bien, la lucha por la justicia y por unas condiciones de vida dignas es una consecuencia del evangelio. Pero su núcleo creyente es que la liberación ya se ha producido. No es la realidad social o política, el puesto de trabajo o el sueldo, lo que determina lo que una persona es y lo que puede o no puede hacer. Esas cosas son sólo decoración, apariencia, en cierto modo engaño (cf. 1 Cor 7,31). La misma propiedad tiene algo de ficción: el cristiano «compra, pero no posee», dirá en 1 Cor 7,30.
Pablo no niega la realidad, sino que pone al ser humano y la acción de Dios por encima de esos condicionamientos. El cristiano no está esclavizado a las circunstancias en las que vive. La obediencia a Dios no depende de la situación en que uno vive, ni la libertad que brota del hecho de ser «Nueva Creación». Podemos mucho más de lo que creemos, de lo que se nos dice o se nos hace creer.
Lejos de una ideología alienante, que lleve a despreocuparse del mundo, el mensaje de Pablo es revolucionario. No se trata de acabar con la pobreza o la debilidad, sino que Dios, paradójicamente, salva desde la pobreza y la debilidad, escoge lo que el mundo desprecia para salvar: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza (es decir, con su modo pobre de vivir)» (2 Cor 8,9). El modo sencillo y pobre de vida que caracterizó a Jesús es la riqueza que estamos llamados a descubrir y a vivir (cf. 2 Cor 6,10: «como pobres que enriquecemos a muchos»). El pobre es manifestación de Dios, no sólo en forma negativa (ausencia de valores que consideramos dignos de los hijos de Dios), sino también positiva: la pobreza puede ser signo de Dios en la medida en que se transforma en expresión de libertad y de don.


Estad alegres, los sencillos,
porque a vosotros os he elegido

Cuando leemos los primeros capítulos de la Primera Carta a los Corintios, vemos que los cristianos de aquella ciudad, por decirlo de un modo popular, «se han subido a la parra». Algunos están comenzando a formular la fe con lenguajes que a Pablo le resultan excesivamente ilustrados. Algunos tienen experiencias espirituales, como pronunciar durante la oración palabras extrañas e incomprensibles («hablar lenguas»: capítulos 12, 13, 14), en son lenguas propias de ángeles (1 Cor 13,1), que les hacen creerse superiores a los demás y en cierto modo ya salvados.
En aquella época, como aún hoy, las experiencias espirituales podían usarse para lograr un cierto reconocimiento social, una fama o prestigio, un cierto «status». Aún hoy, en algunos lugares, la elección de la vida sacerdotal o religiosa puede ocultar un cierto deseo de promoción social. Más sutil, sin embargo, es el uso de nuestras actividades apostólicas como forma de promocionarnos a nosotros mismos. Tampoco es infrecuente, al escuchar relatos de vocación, notar una tal insistencia en lo mucho a lo que se renunció, que uno se pregunta si en realidad era tanto y si en realidad se renunció a ello.
Pablo dará dos buenas recetas contra el engreimiento. En primer lugar, contemplar la propia realidad con ojos sinceros: «¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es» (1 Cor 1,26-28).
La segunda receta es aún más eficaz: hacerse consciente de que vivimos gracias a otros: «¿qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4,7). La gratitud es el mejor antídoto contra la vanidad y el camino más seguro hacia la pobreza de espíritu. Y sin esta pobreza de espíritu, ninguna pobreza material y ningún compromiso con los pobres será pobreza evangélica.
Pero la gratitud debe dar paso a la sorpresa. Volviendo a los corintios, lo más llamativo es que Dios haya elegido, de todos los habitantes de Corinto, a aquellos que parecían menos dotados y dignos de recibir el don del evangelio. Así es como actúa Dios, hablando a través de los sencillos. Que esto no sea excusa para justificar nuestras limitaciones, pero sí motivo para alabar a Dios.
En nuestras parroquias, escuelas y centros de formación, el evangelio prende muchas veces en las personas más sencillas. Esto no es sólo debido a una predisposición mayor a aceptar la Palabra de Dios. Es, en su nivel más profundo, el modo en que Dios mismo actúa y nos habla. ¿Sabemos escuchar a este Dios que se nos acerca a través de estas personas?


Estad alegres, los que respondéis al mal con el bien,
porque eso es ser cristiano

Querer a los que te quieren, eso lo hacen los paganos (cf. Mt 5,46-47; Lc 6,33). Querer a los que no buscan nuestro bien, eso ya es más difícil, pero incluso esto pueden hacerlo los paganos. El creyente está invitado todavía a algo más: a alegrarse de sufrir la injusticia (1 Cor 6,7).
Pongo un ejemplo: hace poco tiempo, el que esto escribe se vio, por imprevistos de la vida, en una gran ciudad europea sin lugar «donde reposar la cabeza». Las llamadas a diversas casas de su orden religiosa no dieron resultado, con la consiguiente indignación de quien se siente mal-tratado, de quien se siente privado de aquello a lo que tiene derecho. En realidad, por más que se luche contra sentimientos de enfado, es difícil vencerlos mientras sigamos convencidos de que se está cometiendo con nosotros una injusticia o un atropello.
Qué actual, al menos en su segunda parte, suena en casos así la invitación a la pobreza de espíritu de san Francisco de Asís: «hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los divinos oficios y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por sola una palabra que parece ser injuriosa para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y enseguida se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu».
Y aún más conmovedor es recordar en esas circunstancias aquella invitación del Poverello al hermano León: «Escribe –le dijo– cuál es la verdadera alegría: [...] vuelvo de Perusa y, ya de noche avanzada, llego aquí; es tiempo de invierno, todo está embarrado, y el frío es tan grande que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría congelada, que hacen heridas en las piernas hasta brotar sangre de las mismas. Y todo embarrado, helado y aterido, me llego a la puerta; y, después de estar un buen rato tocando y llamando, acude el hermano [..] y dice: “Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino. Aquí no entras [...]”. Te digo: si he tenido paciencia y no he perdido la calma, en esto está la verdadera alegría, y también la verdadera virtud y el bien del alma».
Quién así sufre la injusticia no sólo perdona, sino que está devolviendo bien por bien. Para quien tiene un alto concepto de sí mismo, para quien su identidad, su «yo», está ligado a sus derechos, a sus posesiones, a sus saberes, cualquier merma en ellos es vista como una agresión de la que hay que defenderse o, como mucho, hay que soportar. Para quien su «yo» está identificado con el Cristo pobre y humilde, el crucificado en el que creemos, las asperezas, persecuciones e injusticias, son ocasión para despojarse de lo que le sobra y alegrarse de poder vivir más plenamente el salmo 16: «yo digo al Señor, tú eres mi bien / me ha tocado un lote hermoso / me encanta mi heredad».


* Profesor de Sagrada Escritura. Universidad Pontificia Comillas (Madrid).

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