Al día siguiente, las cruces quedaron solas en lo alto del monte. Los cuerpos habían sido retirados. Estaban preparadas para los siguientes condenados. Los viandantes procuraban mirar para otro lado. El espectáculo no era agradable.
Pero hubo un grupo, unos pocos, que supieron ver más allá de las apariencias. Para ellos la cruz se convirtió en el icono más poderoso de la historia, el más reproducido. Y, sobre todo, paradójicamente, un icono capaz de crear esperanza de vida en el corazón de los que ponían y ponen sus ojos en él. No les hacía olvidar la realidad del dolor ni del sufrimiento. La cruz, lo sabían bien, era lugar de muerte, de humillación. En la cruz tenía lugar la negación más fuerte de todo lo humano. La cruz era el extremo opuesto de lo que Dios quiere para los hombres.
La muerte de Jesús en la cruz había representado en principio la muerte de todas sus palabras, de todo su mensaje. ¿Qué reino ni que abba podían ser verdad cuando su promotor había sido humillado y condenado al peor de todos los suplicios posibles en su época? La conclusión natural habría sido decir que Jesús no era más que un soñador más sino un embaucador. Un sueño bonito pero inútil. Sin futuro ni pasado. Sin realidad. Punto final.
Pero aquel grupo de gente se empeñó en afirmar lo imposible. Jesús había resucitado. La cruz cobraba sentido. La suprema negación se convertía automática en la suprema muestra de amor, en el momento de la entrega, en la muerte que, de nuevo la paradoja, era creadora de vida. La cruz era el icono fundamental.
La cruz se hizo presente en la vida diaria de los creyentes en Jesús. Pequeñas cruces colgadas al cuello. Cruces puestas en las cabeceras de las camas. Grandes cruces presidiendo las asambleas litúrgicas. Cruces en la planta de las iglesias. Cruces a veces plantadas en lo alto de los montes. Cruces vacías. Cruces con la imagen del crucificado. Cruces con la imagen del resucitado. Cruces con la imagen de Cristo en toda su gloria. Cruces con apenas un paño blanco colgando del madero transversal.
Ha habido quien se ha entretenido en decir que los cristianos adoramos a un condenado a muerte , que el signo principal de nuestra fe es un signo de muerte y que seguir teniendo delante la cruz como el icono central de la fe nos lleva a la pasividad frente al dolor y el sufrimiento de la humanidad, que nuestro Dios quiere nuestro sacrificio y nuestra muerte. Ninguna de esas cosas es verdad. La cruz es, ya lo dijo Pablo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles pero para los creyentes es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Con la cruz y por la cruz luchamos sin denuedo por un mundo mejor, tratamos de curar todos los males, de salvar todas las vidas, de estar cerca de los que sufren, de aliviar los dolores y de luchar por la justicia. Estamos comprometidos a que aquella cruz, la de Jesús, sea la última, que nunca más se condene injustamente –¿hay alguna condena justa?, que la violencia sectaria y fratricida se convierta en encuentro de hermanos y hermanas reconciliados en el inmenso y poderoso amor de Dios.
La cruz no es signo de muerte sino de vida, esperanza y compromiso. La cruz nos pone en guardia frente a todo lo que amenaza la dignidad de los hijos e hijas de Dios. En la resurrección de Jesús, en la cruz vacía, encontramos la esperanza y la fuerza para luchar por esos ideales. Cristo está vivo y con nosotros. No son simplemente ideales. Son la promesa de Dios que en Jesús, en su vida y en su muerte, nos mostró su amor.
Hoy seguimos mirando a la cruz. Nos duele el dolor de nuestros hermanos y hermanas, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos curando heridas, reconciliando, siendo misericordiosos, que no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.
Pero hubo un grupo, unos pocos, que supieron ver más allá de las apariencias. Para ellos la cruz se convirtió en el icono más poderoso de la historia, el más reproducido. Y, sobre todo, paradójicamente, un icono capaz de crear esperanza de vida en el corazón de los que ponían y ponen sus ojos en él. No les hacía olvidar la realidad del dolor ni del sufrimiento. La cruz, lo sabían bien, era lugar de muerte, de humillación. En la cruz tenía lugar la negación más fuerte de todo lo humano. La cruz era el extremo opuesto de lo que Dios quiere para los hombres.
¿Desilusionados?
La muerte de Jesús en la cruz había representado en principio la muerte de todas sus palabras, de todo su mensaje. ¿Qué reino ni que abba podían ser verdad cuando su promotor había sido humillado y condenado al peor de todos los suplicios posibles en su época? La conclusión natural habría sido decir que Jesús no era más que un soñador más sino un embaucador. Un sueño bonito pero inútil. Sin futuro ni pasado. Sin realidad. Punto final.
Pero aquel grupo de gente se empeñó en afirmar lo imposible. Jesús había resucitado. La cruz cobraba sentido. La suprema negación se convertía automática en la suprema muestra de amor, en el momento de la entrega, en la muerte que, de nuevo la paradoja, era creadora de vida. La cruz era el icono fundamental.
La cruz se hizo presente en la vida diaria de los creyentes en Jesús. Pequeñas cruces colgadas al cuello. Cruces puestas en las cabeceras de las camas. Grandes cruces presidiendo las asambleas litúrgicas. Cruces en la planta de las iglesias. Cruces a veces plantadas en lo alto de los montes. Cruces vacías. Cruces con la imagen del crucificado. Cruces con la imagen del resucitado. Cruces con la imagen de Cristo en toda su gloria. Cruces con apenas un paño blanco colgando del madero transversal.
Ha habido quien se ha entretenido en decir que los cristianos adoramos a un condenado a muerte , que el signo principal de nuestra fe es un signo de muerte y que seguir teniendo delante la cruz como el icono central de la fe nos lleva a la pasividad frente al dolor y el sufrimiento de la humanidad, que nuestro Dios quiere nuestro sacrificio y nuestra muerte. Ninguna de esas cosas es verdad. La cruz es, ya lo dijo Pablo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles pero para los creyentes es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Comprometidos con la Vida
Con la cruz y por la cruz luchamos sin denuedo por un mundo mejor, tratamos de curar todos los males, de salvar todas las vidas, de estar cerca de los que sufren, de aliviar los dolores y de luchar por la justicia. Estamos comprometidos a que aquella cruz, la de Jesús, sea la última, que nunca más se condene injustamente –¿hay alguna condena justa?, que la violencia sectaria y fratricida se convierta en encuentro de hermanos y hermanas reconciliados en el inmenso y poderoso amor de Dios.
La cruz no es signo de muerte sino de vida, esperanza y compromiso. La cruz nos pone en guardia frente a todo lo que amenaza la dignidad de los hijos e hijas de Dios. En la resurrección de Jesús, en la cruz vacía, encontramos la esperanza y la fuerza para luchar por esos ideales. Cristo está vivo y con nosotros. No son simplemente ideales. Son la promesa de Dios que en Jesús, en su vida y en su muerte, nos mostró su amor.
Hoy seguimos mirando a la cruz. Nos duele el dolor de nuestros hermanos y hermanas, que siguen siendo ajusticiados injustamente. Nos comprometemos para que nadie, nunca, vuelva a ser asesinado en una cruz, en cualquier cruz. Y sentimos que esta historia de violencia fratricida continúe bajo las más diversas excusas. Por eso, seguimos mirando a la cruz. Porque en ella encontramos la esperanza para seguir, como Jesús, proclamando la buena nueva del reino, que es posible vivir de otra manera, en fraternidad, en paz. Y seguimos curando heridas, reconciliando, siendo misericordiosos, que no otra cosa es ser discípulos de Jesús, el que murió en la cruz, el que resucitó.
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