1.- Iniciamos, prácticamente, el nuevo curso hoy. Este es el primer domingo de septiembre. Las vacaciones más numerosas tienen lugar –donde las hay—en agosto. Muchos habrá vuelto ya al trabajo y los más pequeños tendrán la vuelta a clase enseguida. Todo se normaliza. Todo vuelve a ser como siempre. Y es llamativo que en este evangelio –de Mateo—de este referido primer domingo de septiembre, que corresponde al 23 del Tiempo Ordinario, pues se hable de corrección, de corregir, de enmendar la plana al hermano. La tregua vacacional en la que apenas nadie corrige se ha esfumado. Pero examinemos esta cuestión.
Hemos pasado de corregir mucho –constantemente—a no corregir nada. En estos tiempos lo políticamente correcto es pasar por alto cualquier juicio contrario a una actitud y, a lo sumo, rodearlo de vagas cuestiones sobre un comportamiento en particular, sin que, a la postre, se entienda algo de lo que se dice y, por tanto, lo dicho sirva para algo. Antes, sin embargo, la educación era casi exclusivamente correctora: apenas se enseñaba, solo se corregía. Ahora tampoco se educa pero no se corrige. Y, en fin, ni una cosa ni otra.
2.- Se ha hablado mucho de la corrección fraterna y se han dado innumerables interpretaciones, a lo largo de la historia, cuando, en realidad, en el Evangelio de Mateo que acabamos de escuchar, se da la formula mejor, la más afectiva. Es decir, primero se aconseja a solas al que peca. Si no hace caso, se busca la autoridad representativa de dos o más hermanos de la comunidad, para que quien trasgrede comprenda que no es capricho o idea de uno solo. Si continúa la cerrazón del equivocado se ha de convocar a la comunidad y si el errado sigue en su negativa se le echa. ¿No parece esto muy duro para estos tiempos en los que todo se perdona públicamente y nada interiormente? No lo es, porque los errores han de corregirse antes de que deterioren fatalmente a quien los suscita y a la mismísima comunidad donde ocurren.
Y es que tan mentiroso y dañino es aquel que inventa falsos testimonios como aquel otro que por vergüenza o exceso de respetos humanos no señala el camino exacto a su hermano, cuando se ha apartado de él. Hay una enorme responsabilidad a la hora de tolerar la mentira, el error o la dirección torcida, porque pudiera ser que quien comete la falta no tenga una clara idea de la gravedad de la misma, si nadie se lo explica.
3.- Parece que lo que nos narra Jesús de Nazaret es todo un proceso judicial. La instrucción de un juicio o algo así. Y no es eso. Se trata de humanizar el error, darle solución e implicar a todos en la vuelta al buen camino. ¿Y cómo se está en total seguridad a la hora de corregir? Pues aplicando el ingrediente común, total y más importante de la condición de cristiano: el amor. Si no hay amor en el camino de corrección se convertirá en un ejercicio de superioridad soberbia o de práctica farisea. Es posible, además, que la naturaleza del error tenga ingredientes razonables. El “gran error” o la “gran mentira” son excesivamente gruesos como para permanecer en ellos durante mucho tiempo. Serán pues cuestiones que se acercan a la verdad, pero no lo son. Será necesario, entonces, evaluar esa posición equivocada en profundidad, en su totalidad, y desde el amor, y el sentido común –también de la ciencia—buscar un camino de coincidencia. Porque ya lo he dicho al principio: antes de corregía mucho y se enseñaba poco… Jesús añade algo más muy notable en el Evangelio que termina de dar completa comprensión al uso del amor en las relaciones entre los cristianos. Nos dice: “Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es decir, Jesús en medio de nosotros como garante del amor. Así es fácil la corrección fraterna, ¿no?
3.- La primera lectura, del Libro de Ezequiel, nos muestra un bello antecedente de lo que dice Jesús en el Evangelio. Es el propio Dios quien señala al profeta que ha de tener responsabilidad en las consecuencias del castigo que trae el error de otros. No puede el que es atalaya del pueblo de Israel, quedarse impávido ante la acusación divina. Ha de luchar para que el trasgresor rectifique. Si no fuera así, el pasivo, quien no ha aconsejado al hermano de su error será también castigado. Es posible que el pecado de omisión, el delito de pasividad, sea uno de los peores que puede cometer, ante los ojos de Dios, el género humano.
Hemos de meditar mucho sobre la corrección fraterna, sobre la necesidad de advertir a los hermanos de sus caminos equivocados. No es posible obviar nuestra responsabilidad. Y si intentamos atender a los hermanos en sus enfermedades físicas, intentando que se curen, no podemos dejar sin hacer notar sus errores que, sin duda, llevan a un camino no justo, de enfermedad del alma. Es verdad que en el pasado hubo abusos en eso de la corrección fraterna. Ya lo hemos dicho: sólo se corregía, pero apenas se enseñaba. Pero ese exceso de antes no puede traer lo contrario: no corregir nada, dejar pasar. Y no puede ser así porque todo enfermo necesita cura o todo error debe ser aclarado para que solamente triunfe la verdad. Es un buen trabajo para hoy meditar en esto. Y, sobre todo, tener presente a toda la comunidad de hermanos en esa labor: jamás debe ser un camino “secreto”. Un camino que plantee el error y su corrección como una cuestión personal de uno respecto a otro. Ya que si el consejo cordial, dicho de amigo a amigo, no sirve, el equivocado habrá de tener conciencia de que es todo el grupo quien le dice le presenta el error. Y por eso –y en esto más que en otras muchas cosas—el amor debe estar muy presente para evitar males mayores. Porque, en definitiva, si la discrepancia es total con todos, ¿para que ha de seguir el discrepante en el grupo? Pero todo eso solo puede verse desde el prisma del amor, no solo desde el marco del derecho o de la fría concreción de unas cuantas verdades.
4.- Lo dice Pablo de Tarso en el breve fragmento de la Carta a los Romanos que, también, acabamos de escuchar. El amor hace posible la ley. Da plenitud a cualquier acción humana y mucho más en aquellas donde se establece una forma de relación y de concordia. Está claro que si amas a tu hermano no le harás daño. Y por eso la sublime receta nos sirve muy especialmente para todo lo que hemos hablado hoy. Si corregimos con amor jamás podremos hacer daño.
De todos modos, y para terminar, no es malo traer a colación otra frase de Jesús: aquella que dice que no se puede hablar de la mota en ojo ajeno sin reconocer la viga que llevamos en los nuestros. El amor jamás permitiría ese tipo de equivocación hipócrita.
Hemos pasado de corregir mucho –constantemente—a no corregir nada. En estos tiempos lo políticamente correcto es pasar por alto cualquier juicio contrario a una actitud y, a lo sumo, rodearlo de vagas cuestiones sobre un comportamiento en particular, sin que, a la postre, se entienda algo de lo que se dice y, por tanto, lo dicho sirva para algo. Antes, sin embargo, la educación era casi exclusivamente correctora: apenas se enseñaba, solo se corregía. Ahora tampoco se educa pero no se corrige. Y, en fin, ni una cosa ni otra.
2.- Se ha hablado mucho de la corrección fraterna y se han dado innumerables interpretaciones, a lo largo de la historia, cuando, en realidad, en el Evangelio de Mateo que acabamos de escuchar, se da la formula mejor, la más afectiva. Es decir, primero se aconseja a solas al que peca. Si no hace caso, se busca la autoridad representativa de dos o más hermanos de la comunidad, para que quien trasgrede comprenda que no es capricho o idea de uno solo. Si continúa la cerrazón del equivocado se ha de convocar a la comunidad y si el errado sigue en su negativa se le echa. ¿No parece esto muy duro para estos tiempos en los que todo se perdona públicamente y nada interiormente? No lo es, porque los errores han de corregirse antes de que deterioren fatalmente a quien los suscita y a la mismísima comunidad donde ocurren.
Y es que tan mentiroso y dañino es aquel que inventa falsos testimonios como aquel otro que por vergüenza o exceso de respetos humanos no señala el camino exacto a su hermano, cuando se ha apartado de él. Hay una enorme responsabilidad a la hora de tolerar la mentira, el error o la dirección torcida, porque pudiera ser que quien comete la falta no tenga una clara idea de la gravedad de la misma, si nadie se lo explica.
3.- Parece que lo que nos narra Jesús de Nazaret es todo un proceso judicial. La instrucción de un juicio o algo así. Y no es eso. Se trata de humanizar el error, darle solución e implicar a todos en la vuelta al buen camino. ¿Y cómo se está en total seguridad a la hora de corregir? Pues aplicando el ingrediente común, total y más importante de la condición de cristiano: el amor. Si no hay amor en el camino de corrección se convertirá en un ejercicio de superioridad soberbia o de práctica farisea. Es posible, además, que la naturaleza del error tenga ingredientes razonables. El “gran error” o la “gran mentira” son excesivamente gruesos como para permanecer en ellos durante mucho tiempo. Serán pues cuestiones que se acercan a la verdad, pero no lo son. Será necesario, entonces, evaluar esa posición equivocada en profundidad, en su totalidad, y desde el amor, y el sentido común –también de la ciencia—buscar un camino de coincidencia. Porque ya lo he dicho al principio: antes de corregía mucho y se enseñaba poco… Jesús añade algo más muy notable en el Evangelio que termina de dar completa comprensión al uso del amor en las relaciones entre los cristianos. Nos dice: “Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Es decir, Jesús en medio de nosotros como garante del amor. Así es fácil la corrección fraterna, ¿no?
3.- La primera lectura, del Libro de Ezequiel, nos muestra un bello antecedente de lo que dice Jesús en el Evangelio. Es el propio Dios quien señala al profeta que ha de tener responsabilidad en las consecuencias del castigo que trae el error de otros. No puede el que es atalaya del pueblo de Israel, quedarse impávido ante la acusación divina. Ha de luchar para que el trasgresor rectifique. Si no fuera así, el pasivo, quien no ha aconsejado al hermano de su error será también castigado. Es posible que el pecado de omisión, el delito de pasividad, sea uno de los peores que puede cometer, ante los ojos de Dios, el género humano.
Hemos de meditar mucho sobre la corrección fraterna, sobre la necesidad de advertir a los hermanos de sus caminos equivocados. No es posible obviar nuestra responsabilidad. Y si intentamos atender a los hermanos en sus enfermedades físicas, intentando que se curen, no podemos dejar sin hacer notar sus errores que, sin duda, llevan a un camino no justo, de enfermedad del alma. Es verdad que en el pasado hubo abusos en eso de la corrección fraterna. Ya lo hemos dicho: sólo se corregía, pero apenas se enseñaba. Pero ese exceso de antes no puede traer lo contrario: no corregir nada, dejar pasar. Y no puede ser así porque todo enfermo necesita cura o todo error debe ser aclarado para que solamente triunfe la verdad. Es un buen trabajo para hoy meditar en esto. Y, sobre todo, tener presente a toda la comunidad de hermanos en esa labor: jamás debe ser un camino “secreto”. Un camino que plantee el error y su corrección como una cuestión personal de uno respecto a otro. Ya que si el consejo cordial, dicho de amigo a amigo, no sirve, el equivocado habrá de tener conciencia de que es todo el grupo quien le dice le presenta el error. Y por eso –y en esto más que en otras muchas cosas—el amor debe estar muy presente para evitar males mayores. Porque, en definitiva, si la discrepancia es total con todos, ¿para que ha de seguir el discrepante en el grupo? Pero todo eso solo puede verse desde el prisma del amor, no solo desde el marco del derecho o de la fría concreción de unas cuantas verdades.
4.- Lo dice Pablo de Tarso en el breve fragmento de la Carta a los Romanos que, también, acabamos de escuchar. El amor hace posible la ley. Da plenitud a cualquier acción humana y mucho más en aquellas donde se establece una forma de relación y de concordia. Está claro que si amas a tu hermano no le harás daño. Y por eso la sublime receta nos sirve muy especialmente para todo lo que hemos hablado hoy. Si corregimos con amor jamás podremos hacer daño.
De todos modos, y para terminar, no es malo traer a colación otra frase de Jesús: aquella que dice que no se puede hablar de la mota en ojo ajeno sin reconocer la viga que llevamos en los nuestros. El amor jamás permitiría ese tipo de equivocación hipócrita.
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