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miércoles, 3 de septiembre de 2008

XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: A nadie le deben nada, mas que amor

Autor: Neptalí Díaz Villán; C.Ss.R.
Publicado por Misioneros Redentoristas



Mt 18,15-20

¡AMOR! Que palabra tan grande, tan significativa, tan sublime y tan profunda, pero también tan manipulada. A nombre del amor se engaña, se estafa, se hacen quebrar empresas, se mal forman hijos, se pierden batallas… en fin, se malogran vidas. El amor del que habla Pablo, nada tiene que ver con el engaño utilizado para fundamentar actitudes egoístas, pues con mucha frecuencia el egoísmo hace sus estragos, con el ropaje del amor. Pablo habla del amor que hace crecer, que genera vida, aunque a veces no sea tan romántico e implique actitudes impopulares. Es popular dejar que los hijos hagan lo que quieran, o como dicen, que sean ellos mismos, auténticos y originales. ¿Originales? ¿Auténticos? ¡Cómo no! Ellos necesitan los espacios necesarios para que descubran el mundo, sus oportunidades y amenazas, para que adquieran responsabilidad y seguridad en el continuo despliegue de sus vidas. Pero eso no equivale a tener con ellos una laxitud que genere indisciplina porque, con el cuento de ser buena gente, buenos padres, buenos profesores, buenos líderes, podemos hacer mucho daño y malograr muchas vidas.

Cierto que el amor debe ser nuestra única norma, pero se debe tener muy claro de qué amor se trata para no confundirlo con lo que no es. El amor verdadero genera vida y conduce a la plena felicidad. El amor debe manifestarse en la ternura, en el abrazo, en la bienvenida y en la sonrisa sincera, en la lágrima de la despedida y en el beso cálido, pero también en la exigencia, en la disciplina y en la corrección firme cuando sea necesaria.

Las lecturas de hoy nos ubican en la vivencia del amor como manifestación de una fe auténtica. Seguir o no el camino de fe propuesto por Jesús es una opción personal; pero la aceptación de dicho camino de fe implica la disposición de vivirlo en comunidad. Cristianismo e intimismo, cristianismo e individualismo se repelen por naturaleza. El camino de fe propuesto por Jesús se realiza en comunidad, en Iglesia, entendida ésta como un organismo vivo compuesto de muchos miembros unidos por el amor. Por esto para quien sigue el camino de Jesús no cabe aquella respuesta de Caín: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” (Gen 4,9). Según la enseñanza de nuestra fe, sí somos guardas de nuestros hermanos.

La primera lectura de Ezequiel nos presenta la responsabilidad del profeta con respecto a su pueblo. El profeta debe ser el vigilante de sus hermanos, no porque sea un chismoso sino porque debe alertarlos y prevenirlos. Debe permanecer con los oídos bien abiertos y los ojos bien despiertos para escuchar y ver los peligros que acechan a su comunidad. Ezequiel lo vivió durante el exilio de su pueblo en Babilonia, nosotros debemos tenerlo en cuenta durante toda nuestra vida. Como padres, como hermanos, como líderes de una comunidad, como seguidores de Jesús, porque debemos ser corresponsables unos de otros: “si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su muerte” (Ez 33,8)

No se trata de imponer a los demás nuestros criterios, para que ellos hagan las cosas tal y como nosotros quisiéramos que las hicieran, porque ellos deben descubrir y realizar su propio camino y, además, porque nuestro punto de vista puede ser errado. Por momentos hay que guardar silencio, no se trata de gritar a los cuatro vientos, o de formar un escándalo por el error de una persona. Pero el excesivo silencio nos convierte en cómplices de nefastas consecuencias para las personas, las familias o las comunidades.

Cuando ya han ocurrido los fracasos, cuando ya el joven está en la droga o en el alcoholismo… cuando ya el marido obsesivo compulsivo mató a su mujer… cuando ya la empresa está quebrada… entonces es que muchas personas empiezan a decir: “Yo si sospechaba que algo raro estaba pasando”, “ah, si hubiera hecho”, “si hubiera dicho”, “si hubiera enfrentado la situación…” ¿Pero ya para qué?

Tampoco se trata de murmurar sino de ayudar a tomar conciencia del error. La murmuración destruye, la observación fraterna impulsa, promueve y construye. Para hacer a un hermano una observación fraterna no se necesita ser perfecto, se necesita mucha humildad y un amor profundo por la otra persona, por la familia o la comunidad; un amor que toma el riesgo de hacerse impopular, e inclusive de hacerse odiar. Se necesita hablar con pedagogía, respeto y creatividad, pero frentera y directamente.

Esa es una tarea nuestra como padres, como líderes de una comunidad, como discípulos de Cristo, como Iglesia profética. Es cierto que como Iglesia otrora cometimos errores al anatemizar (maldecir, condenar). Los documentos oficiales de hace unos años, sobre todo los de antes del Concilio Vaticano II, estaban llenos de anatemas, pero eso no significa que ahora tengamos que callarnos totalmente. Afortunadamente los documentos de la jerarquía eclesiástica, así como los sermones de predicadores y predicadoras, las clases en colegios y las catequesis en general, han cambiado de lenguaje; ahora son más respetuosas e iluminadoras, pero no pueden ser menos analíticas y proféticas, como manifestaron los obispos reunidos en Puebla: “no reivindicamos ningún privilegio para la Iglesia, respetamos los derechos de todos y la sinceridad de todas las convicciones en pleno respeto a la autonomía de las realidades terrestres. Sin embargo, exigimos para la Iglesia el derecho de dar testimonio de su mensaje y de usar la palabra profética de anuncio y denuncia en sentido evangélico, en la corrección de las imágenes falsas de la sociedad, incompatibles con la visión cristiana” (P 1212-1213).

Antes de hacer la corrección debe haber certeza de que el hermano realmente está cometiendo un grave error. No se trata de molestarle la existencia a las personas, porque como bien decía el teólogo moralista Sabatino Mayorano: “La gente ya la tiene suficientes problemas como para que nosotros le amarguemos más la vida con nuestros moralismos”.

Para corregir fraternalmente a una persona, el evangelio propone la siguiente pedagogía: Primero se llama a solas y se le dirige la observación. Se busca hacer que la persona piense, reflexione y descubra su error para que luego opte por un camino distinto y mejore su vida. Si se logra el objetivo, demos gracias a Dios: “Hemos salvado al hermano”.

Si no se logra el objetivo, la observación será dirigida por parte de dos o tres personas para que quien es objeto de la corrección descubra que no se trata de envidias o ganas de molestar, sino de verdaderos problemas que pueden malograr su vida, su familia o su comunidad. Si se logra el objetivo, demos gracias a Dios: “Hemos salvado al hermano”.

Si todavía no se logra el objetivo se debe recurrir a la comunidad para que la persona sienta un peso mayor, reflexione y cambie de actitud. Si se logra el objetivo, demos gracias a Dios: “Hemos salvado al hermano”. Si no se logra el objetivo la comunidad tiene el derecho y él deber de excluirlo. Esto es válido tanto para los amigos, para las empresas, para la Iglesia universal y como para la Iglesia doméstica, o sea la familia.

Vemos cómo a muchas personas se les brindan todas las posibilidades para que mejoren pero no lo hacen. Hay quienes que no quieren trabajar, no quieren estudiar, no aportan, pero exigen todo. Hay personas con vicios graves como la pereza, la infidelidad, la drogadicción o el alcoholismo, y que aún brindándosele todos los medios profesionales, afectivos y todo el apoyo, no ponen de su parte para regenerarse.

Según el Evangelio y la opinión de muchos psicólogos y psiquiatras, a estas personas hay que cerrarles las puertas, excluirlas del círculo de amigos, de la comunidad, de la familia, de la iglesia, para obligarlas a pensar y optar por un camino distinto. Excluirlas no es condenarlas, puede ser el último recurso para que recapaciten, sabiendo que las puertas las encontrarán abiertas si de verdad quieren ser mejores seres humanos.

Si se trata de personas con graves problemas mentales y sin la capacidad suficiente para reflexionar, reconocer sus errores y cambiar, según sea el diagnóstico médico especializado, se debe buscar una clínica psiquiátrica para tratarlas más de cerca y evitarle problemas a la sociedad, porque pueden ser un peligro. Y de estos locos hay muchos sueltos en nuestras calles y tal vez en nuestras casas o comunidades.

Recordemos que todos debemos tener la disposición tanto para hacer una observación fraterna a un hermano nuestro como para que nos la hagan y sigan con nosotros el mismo conducto regular. Todo esto nos debe llevar a formar una iglesia en comunión de Amor, con espacios para celebrar, orar y reconciliar. Espacios en los cuales se desaten las cadenas del pecado y de la muerte que habitan en nosotros y tengamos la oportunidad de experimentar a Cristo como salvador, que se hace presente cuando dos o más (comunidad) nos reunimos en su nombre.

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