Publicado por Fundacion Epsilon
Difícil, ¿verdad? Es difícil perdonar cuando se ha sufrido injustamente; cuesta perdonar cuando todavía no están cerradas las cicatrices; tampoco nos anima a perdonar el mundo en el que vivimos, en el que habitualmente se identifica perdón con debilidad...
Pero es necesario perdonar para que cese el sufrimiento, para que cierren las heridas, para reivindicar el valor de lo débil, para poder entrar en el camino de la felicidad.
EL TEMOR DE DIOS
Nos han asustado muchas veces amenazándonos con Dios:
«No hagas eso, ¡que Dios te va a castigar! » Dios ha sido muchas veces el coco de los niños grandes; con él los más grandes han dominado a quienes a ellos les interesaba mantener sometidos: si Dios estaba de su parte y, además, tenía un genio terrible, mejor era no irritar a los señores para que no se irritara el Señor. Por eso la imagen de un Dios dispuesto a torturar eternamente al que cometiera el error más insignificante se ha mantenido vigente durante siglos a pesar de que el mensaje de Jesús resultaba incompleto con esa imagen.
Si el domingo pasado reflexionábamos sobre la liberación de la Ley de la que Jesús nos hace beneficiarios, este domingo podríamos hablar de la liberación del temor de Dios. Es cierto que el Antiguo Testamento decía que «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7); pero no es menos cierto que ya se ha quedado antiguo.
DIOS PERDONA
Porque una de las novedades más radicales del mensaje de Jesús es ésta: Dios es un Padre bueno que quiere, sobre todo, la felicidad de sus hijos y ante el cual no tiene cabida el miedo, no tiene sentido «el temor de Dios»: «En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; en consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor», dice San Juan en su primera carta (1 Jn 4,18).
Jesús quiso cambiar el modelo de relación del hombre con Dios, sustituyendo la relación Señor-siervo por la de Padre-hijo: se teme a un amo; a un padre se le quiere. Y si no hemos entendido esto, no hemos entendido absolutamente nada del mensaje de Jesús.
Pero para que la relación Padre-hijo sea auténtica y sincera es necesario que sea también sincera la relación entre hermanos. Dios está dispuesto a perdonar «miles de millones»; pero lo que él no va a hacer es imponer a nadie la aceptación de su amor, que va siempre incluido en su perdón.
Y EXIGE PERDON
El evangelio de este domingo cuenta la parábola en la que Jesús habla de un señor que perdonó una enorme cantidad de dinero a uno de sus empleados; éste, cuando salía de hablar con su señor, se encontró con un compañero que le debía una cantidad insignificante; y como no pudo pagársela hizo que lo detuvieran y lo metieran en la cárcel. Cuando el señor se enteró de lo que su empleado había hecho, lo mandó llamar, le echó en cara su comportamiento y «lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda». Y Jesús añade: «Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada uno a su hermano».
El sentido de la parábola, con la que Jesús completa su respuesta a Pedro, es claro: Dios perdona sin medida; y sólo nos exige a cambio de su perdón que no tengamos medida en el perdón a los hermanos.
Siete, en la manera de hablar de los judíos, significaba totalidad. La pregunta de Pedro: «Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿ cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿ Siete veces?», ya tenía un valor prácticamente universal; la respuesta de Jesús: «Siete veces, no; setenta y siete» -o setenta veces siete, que para el caso es lo mismo, lo que quiere decir es que no hay que llevar la cuenta de las veces que se perdona al hermano, sino que hay que perdonar siempre.
Y que ésta -estar dispuesto a perdonar siempre que haga falta es una condición necesaria para que Dios perdone a quien le haya ofendido a él.
PERDONAR PARA SER FELICES
Como todo lo que dice el evangelio, esta exigencia de perdón se puede entender de dos maneras.
Si no hemos entendido el mensaje del evangelio, si aún pensamos en Dios como en un señor que se dedica a imponer caprichosamente a sus súbditos leyes que hay que cumplir sin discusión alguna, entonces soportaremos la exigencia de perdonar, y si conseguimos hacerlo alguna vez, lo haremos por temor o por egoísmo. Si aún seguimos encadenados a la mentalidad de este mundo, el perdonar nos parecerá una derrota, un signo de debilidad, una falta de valentía.
Pero si hemos llegado a comprender que lo que Dios pretende es que eliminemos de nuestro mundo todo lo que impide a los hombres alcanzar la felicidad, entonces, cuando llegue la ocasión, podremos experimentar la alegría de perdonar, estaremos en camino de encontrar, sin buscarla expresamente, la felicidad que nace de la práctica del amor -y el perdón es una muestra de amor-. Así se entiende que en el evangelio (en el que leimos el domingo pasado, que forma parte de este mismo párrafo) se diga que es el ofendido el que tiene que tomar la iniciativa y buscar al culpable para intentar hacer las paces: el que no ha roto el amor es el que debe intentar recomponerlo.
La pregunta del sabio autor del libro del Eclesiástico (28,3): « ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?», nosotros, a la luz del mensaje evangélico, la podríamos formular de esta manera: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pretender ser verdaderamente feliz? »
Pero es necesario perdonar para que cese el sufrimiento, para que cierren las heridas, para reivindicar el valor de lo débil, para poder entrar en el camino de la felicidad.
EL TEMOR DE DIOS
Nos han asustado muchas veces amenazándonos con Dios:
«No hagas eso, ¡que Dios te va a castigar! » Dios ha sido muchas veces el coco de los niños grandes; con él los más grandes han dominado a quienes a ellos les interesaba mantener sometidos: si Dios estaba de su parte y, además, tenía un genio terrible, mejor era no irritar a los señores para que no se irritara el Señor. Por eso la imagen de un Dios dispuesto a torturar eternamente al que cometiera el error más insignificante se ha mantenido vigente durante siglos a pesar de que el mensaje de Jesús resultaba incompleto con esa imagen.
Si el domingo pasado reflexionábamos sobre la liberación de la Ley de la que Jesús nos hace beneficiarios, este domingo podríamos hablar de la liberación del temor de Dios. Es cierto que el Antiguo Testamento decía que «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Prov 1,7); pero no es menos cierto que ya se ha quedado antiguo.
DIOS PERDONA
Porque una de las novedades más radicales del mensaje de Jesús es ésta: Dios es un Padre bueno que quiere, sobre todo, la felicidad de sus hijos y ante el cual no tiene cabida el miedo, no tiene sentido «el temor de Dios»: «En el amor no existe temor; al contrario, el amor acabado echa fuera el temor, porque el temor anticipa el castigo; en consecuencia, quien siente temor aún no está realizado en el amor», dice San Juan en su primera carta (1 Jn 4,18).
Jesús quiso cambiar el modelo de relación del hombre con Dios, sustituyendo la relación Señor-siervo por la de Padre-hijo: se teme a un amo; a un padre se le quiere. Y si no hemos entendido esto, no hemos entendido absolutamente nada del mensaje de Jesús.
Pero para que la relación Padre-hijo sea auténtica y sincera es necesario que sea también sincera la relación entre hermanos. Dios está dispuesto a perdonar «miles de millones»; pero lo que él no va a hacer es imponer a nadie la aceptación de su amor, que va siempre incluido en su perdón.
Y EXIGE PERDON
El evangelio de este domingo cuenta la parábola en la que Jesús habla de un señor que perdonó una enorme cantidad de dinero a uno de sus empleados; éste, cuando salía de hablar con su señor, se encontró con un compañero que le debía una cantidad insignificante; y como no pudo pagársela hizo que lo detuvieran y lo metieran en la cárcel. Cuando el señor se enteró de lo que su empleado había hecho, lo mandó llamar, le echó en cara su comportamiento y «lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda su deuda». Y Jesús añade: «Pues lo mismo os tratará mi Padre del cielo si no perdonáis de corazón, cada uno a su hermano».
El sentido de la parábola, con la que Jesús completa su respuesta a Pedro, es claro: Dios perdona sin medida; y sólo nos exige a cambio de su perdón que no tengamos medida en el perdón a los hermanos.
Siete, en la manera de hablar de los judíos, significaba totalidad. La pregunta de Pedro: «Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿ cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿ Siete veces?», ya tenía un valor prácticamente universal; la respuesta de Jesús: «Siete veces, no; setenta y siete» -o setenta veces siete, que para el caso es lo mismo, lo que quiere decir es que no hay que llevar la cuenta de las veces que se perdona al hermano, sino que hay que perdonar siempre.
Y que ésta -estar dispuesto a perdonar siempre que haga falta es una condición necesaria para que Dios perdone a quien le haya ofendido a él.
PERDONAR PARA SER FELICES
Como todo lo que dice el evangelio, esta exigencia de perdón se puede entender de dos maneras.
Si no hemos entendido el mensaje del evangelio, si aún pensamos en Dios como en un señor que se dedica a imponer caprichosamente a sus súbditos leyes que hay que cumplir sin discusión alguna, entonces soportaremos la exigencia de perdonar, y si conseguimos hacerlo alguna vez, lo haremos por temor o por egoísmo. Si aún seguimos encadenados a la mentalidad de este mundo, el perdonar nos parecerá una derrota, un signo de debilidad, una falta de valentía.
Pero si hemos llegado a comprender que lo que Dios pretende es que eliminemos de nuestro mundo todo lo que impide a los hombres alcanzar la felicidad, entonces, cuando llegue la ocasión, podremos experimentar la alegría de perdonar, estaremos en camino de encontrar, sin buscarla expresamente, la felicidad que nace de la práctica del amor -y el perdón es una muestra de amor-. Así se entiende que en el evangelio (en el que leimos el domingo pasado, que forma parte de este mismo párrafo) se diga que es el ofendido el que tiene que tomar la iniciativa y buscar al culpable para intentar hacer las paces: el que no ha roto el amor es el que debe intentar recomponerlo.
La pregunta del sabio autor del libro del Eclesiástico (28,3): « ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor?», nosotros, a la luz del mensaje evangélico, la podríamos formular de esta manera: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pretender ser verdaderamente feliz? »
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