¿Cómo nos atrevemos nosotros, que somos tan roñosos, a murmurar contra Dios, porque el trata generosamente a los que han trabajado menos? ¿Cómo podemos nosotros atrevernos a exigirle nada a Dios, aun después de haber aguantado con fidelidad todo el peso de la vida, si todo es gratuito? ¿Qué idea tenemos de nuestras relaciones con Dios, cuando pretendemos tener no sólo más merecimientos que otros, sino algún mérito? ¿Quiénes somos nosotros para dictarle lecciones a Dios?
No pensemos a Dios, como si el fuera uno de nosotros. Nosotros somos ruines, tacaños, poco espléndidos, casi nada generosos. Somos calculadores, matemáticos, fríos. Nos gusta medir hasta donde tenemos que llegar y tener asegurada de antemano la cuantía del premio. Si pudiéramos usaríamos siempre ante Dios una calculadora pequeña para sumar, restar y multiplicar, sacar tantos por ciento y que tenga memoria para archivar los haberes y los debe.
Vamos con la balanza en las manos, tanto en las relaciones con Dios, como en nuestras relaciones con los demás. Medimos más de lo que nos es posible: un gramo aquí y otro en el platillo contrario. Y, cuando pesa un lado más que otro, nos lo echamos en cara: «¿quién puso más?» «¿quién hizo más por ti?», «¡quién ha dado más?», «¿quién se ha entregado más?», «¿quién ha expuesto más», «¿quién se dio antes?».
Cuando intuimos que Dio son sólo tiene otra medida, sino que no tiene medida –que da igual a los que han trabajado menos– nos sublevamos y pensamos que es una injusticia. Y llegamos a decir las mayores barbaridades: «Si Dios va a dar igual a todos, ¿para qué voy a trabajar tanto o a ser tan cumplidor o tan fiel?». Se oye decir por ahí: «Si supiera que va a dar a otros igual que a mi, yo me comportaría como ellos; resistiría hasta la “última hora” en la disipación de la “plaza pública” y me dejaría “contratar en el último instante”»,
Y protestamos. En el fondo de nosotros y hasta en público decimos: «¡Dios no es justo!», «¿Cómo me puede hacer a mí esto?». «¡Yo me merezco otra cosa!» o, al menos, «a los otros no les debería dar mi mismo pago». Creemos que hemos comprado una entrada de tal calidad que nos corresponde o una barrera o un palco oficial.
¡No tenemos remedio! Proyectamos sobre Dios nuestros pensamientos, sentimientos y modos de obrar. Y pretendemos hacerlo tan ruin como lo somos nosotros. «Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno».
Dios es otra cosa. Nuestra relación con él no se puede fundar en el «toma y daca» de las relaciones tacañas a las que estamos acostumbrados.
Dios no es justo, con eso que entendemos por justicia humana.
Dios no tiene balanza, ni sopesa las obras y sus méritos, como en una tienda de venta.
Dios no usa medida.
Dios es bueno.
Dios es generoso.
Dios no tiene límites en las relaciones, se da entero.
Dios busca el bien. Todo el bien para cualquier persona, en cualquier situación y circunstancia en la que se encuentre.
Dios se da todo él a quien se pone en disposición de recibirlo, al que se abre a él, al que es dócil a su Palabra. Se da todo, ya sea a lo largo de la vida, ya en un instante de ella. La dicha del que lleva mucho tiempo entregado a Dios consiste en que ha sido llamado antes a trabajar a la «viña», y tiene en su haber el gozo de haber vivido en comunión con él mucho más tiempo que otros, que respondieron a la llamada más tarde.
Dios es más que justo.
Dios es más que todo lo que nosotros podamos pensar.
Dios es bueno: todo es gratuito; todo es don –Dios es el don–; no hay méritos.
El que recibe a Dios, cuando y como sea, recibe siempre lo mismo: recibe a Dios, todo. «¡Vas a tener envidia, porque yo soy bueno?».
¡Ojalá nosotros fuéramos buenos!
El amor está por encima de toda justicia y de todo mérito. Dios se da todo entero a todos; no tiene medida. Con eso no nos hace ningún daño; al contrario.
No pensemos a Dios, como si el fuera uno de nosotros. Nosotros somos ruines, tacaños, poco espléndidos, casi nada generosos. Somos calculadores, matemáticos, fríos. Nos gusta medir hasta donde tenemos que llegar y tener asegurada de antemano la cuantía del premio. Si pudiéramos usaríamos siempre ante Dios una calculadora pequeña para sumar, restar y multiplicar, sacar tantos por ciento y que tenga memoria para archivar los haberes y los debe.
Vamos con la balanza en las manos, tanto en las relaciones con Dios, como en nuestras relaciones con los demás. Medimos más de lo que nos es posible: un gramo aquí y otro en el platillo contrario. Y, cuando pesa un lado más que otro, nos lo echamos en cara: «¿quién puso más?» «¿quién hizo más por ti?», «¡quién ha dado más?», «¿quién se ha entregado más?», «¿quién ha expuesto más», «¿quién se dio antes?».
Cuando intuimos que Dio son sólo tiene otra medida, sino que no tiene medida –que da igual a los que han trabajado menos– nos sublevamos y pensamos que es una injusticia. Y llegamos a decir las mayores barbaridades: «Si Dios va a dar igual a todos, ¿para qué voy a trabajar tanto o a ser tan cumplidor o tan fiel?». Se oye decir por ahí: «Si supiera que va a dar a otros igual que a mi, yo me comportaría como ellos; resistiría hasta la “última hora” en la disipación de la “plaza pública” y me dejaría “contratar en el último instante”»,
Y protestamos. En el fondo de nosotros y hasta en público decimos: «¡Dios no es justo!», «¿Cómo me puede hacer a mí esto?». «¡Yo me merezco otra cosa!» o, al menos, «a los otros no les debería dar mi mismo pago». Creemos que hemos comprado una entrada de tal calidad que nos corresponde o una barrera o un palco oficial.
¡No tenemos remedio! Proyectamos sobre Dios nuestros pensamientos, sentimientos y modos de obrar. Y pretendemos hacerlo tan ruin como lo somos nosotros. «Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno».
Dios es otra cosa. Nuestra relación con él no se puede fundar en el «toma y daca» de las relaciones tacañas a las que estamos acostumbrados.
Dios no es justo, con eso que entendemos por justicia humana.
Dios no tiene balanza, ni sopesa las obras y sus méritos, como en una tienda de venta.
Dios no usa medida.
Dios es bueno.
Dios es generoso.
Dios no tiene límites en las relaciones, se da entero.
Dios busca el bien. Todo el bien para cualquier persona, en cualquier situación y circunstancia en la que se encuentre.
Dios se da todo él a quien se pone en disposición de recibirlo, al que se abre a él, al que es dócil a su Palabra. Se da todo, ya sea a lo largo de la vida, ya en un instante de ella. La dicha del que lleva mucho tiempo entregado a Dios consiste en que ha sido llamado antes a trabajar a la «viña», y tiene en su haber el gozo de haber vivido en comunión con él mucho más tiempo que otros, que respondieron a la llamada más tarde.
Dios es más que justo.
Dios es más que todo lo que nosotros podamos pensar.
Dios es bueno: todo es gratuito; todo es don –Dios es el don–; no hay méritos.
El que recibe a Dios, cuando y como sea, recibe siempre lo mismo: recibe a Dios, todo. «¡Vas a tener envidia, porque yo soy bueno?».
¡Ojalá nosotros fuéramos buenos!
El amor está por encima de toda justicia y de todo mérito. Dios se da todo entero a todos; no tiene medida. Con eso no nos hace ningún daño; al contrario.
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