Por Fernando Torres Pérez cmf
En tiempos como los que corren todos tenemos la tendencia de agarrarnos a lo nuestro. Son momentos en que por el mundo corren vientos de crisis económicas. Grandes bancos y empresas financieras entran en crisis y en quiebra. No sólo eso. Esas quiebras suelen traer consigo paro y desempleo, pobreza y miseria. Al final, son los de siempre los que se tendrán que apretar más el cinturón –si es que es posible o si es que tienen todavía cinturón para apretarse–.
Por eso nos preocupamos de cuidar lo nuestro. El dinero, el puesto de trabajo, la pequeña propiedad, todo lo que nos da una cierta seguridad. Esgrimimos nuestros derechos frente a todos los que los nos parece que pueden ser una amenaza para nuestra seguridad. Pedimos que el Estado nos atienda, que nos dé lo que nos debe dar, lo que es nuestro derecho. Entramos en una especie de juego mortal en el que nuestro principal objetivo es salvarnos.
Pero ese “nos” no suele ser un “nos” que abarque a la humanidad entera. Es un “nos” mucho más restrictivo. Se trata del grupo formado por “yo y los de mi país”, “yo y los de mi raza”, yo y los de mi pueblo”, “yo y mis vecinos”, “yo y los míos”. Es un “nos” que se va restringiendo progresivamente en su significado según voy viendo mi seguridad amenazada. Pedimos, exigimos, demandamos que se haga justicia y que “nos” den lo nuestro, lo que se nos debe. No importa lo que suceda a los que se quedan fuera de ese “nos”. Hay un orden de prioridades. Se nos afina el discernimiento para ver las injusticias que “nos” afectan.
“Venid a trabajar a mi viña”
Pero ahí viene Jesús con la parábola que nos cuenta hoy en el Evangelio. Como siempre es una historia de apariencia inocente. El propietario de la viña es una buena persona. Es un hombre generoso. Da gusto encontrarse con personas así. Se preocupa de los desempleados. Se acerca a ellos. Les ofrece trabajo para que salgan de su situación de postración. A los que están tirados en la plaza todo el día, a los que están fuera de la vida, les levanta, les pone en pie, les ofrece un puesto en la sociedad, les da un medio para cuidar de su propia vida y de la de los suyos. El propietario de la viña es un buen hombre. No hay duda.
La sorpresa viene a la hora de pagar a los contratados. Todos fueron contratados por la misma cantidad: un denario. Pero los contratados a primera hora se había hecho a la idea de que aquel amo tan generoso y “justo” no podía tratarlos a ellos de la misma manera que a los que habían llegado al tajo apenas una hora antes de terminar la jornada, después de pasar el día tumbados en la plaza sin hacer nada. A ellos, suponían, les pagaría más.
Pero no. Les pagó lo mismo que a los otros. Y se quejaron –y nos quejamos–. “No hay derecho”, “No es justo”. Su “nos” era muy pequeño. Se refería apenas a los que había sido contratados a primera hora.
Un “nos” amplio, como el de Dios
Menos mal que el dueño de la viña era generoso de verdad y que su “nos” era el “nos” grande del Reino, el que abarca a todos, el que no deja a nadie fuera. La justicia de Dios es diferente de la nuestra. Sus caminos no son los nuestros ni sus planes son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías.
La justicia del dueño de la viña es la justicia de Dios que vela por el bien de todos sus hijos e hijas, que da oportunidades a todos, que nos ama sin condiciones. Por eso reprende a los que desean un trato de privilegio, a los que pretenden ser tratados mejor que los demás. La viña es el Reino y todos estamos invitados a trabajar en ella y a beneficiarnos de sus frutos.
Esa es la suprema libertad y el inmenso poder de Dios que se orienta sólo a nuestro bienestar. Un “nuestro” que abarca al mundo entero y que nos llama siempre a hacer más amplio nuestro “nos”. Sólo así participaremos en plenitud del Reino, de su Reino. Sólo así encontraremos la verdadera seguridad, la vida plena.
Por eso nos preocupamos de cuidar lo nuestro. El dinero, el puesto de trabajo, la pequeña propiedad, todo lo que nos da una cierta seguridad. Esgrimimos nuestros derechos frente a todos los que los nos parece que pueden ser una amenaza para nuestra seguridad. Pedimos que el Estado nos atienda, que nos dé lo que nos debe dar, lo que es nuestro derecho. Entramos en una especie de juego mortal en el que nuestro principal objetivo es salvarnos.
Pero ese “nos” no suele ser un “nos” que abarque a la humanidad entera. Es un “nos” mucho más restrictivo. Se trata del grupo formado por “yo y los de mi país”, “yo y los de mi raza”, yo y los de mi pueblo”, “yo y mis vecinos”, “yo y los míos”. Es un “nos” que se va restringiendo progresivamente en su significado según voy viendo mi seguridad amenazada. Pedimos, exigimos, demandamos que se haga justicia y que “nos” den lo nuestro, lo que se nos debe. No importa lo que suceda a los que se quedan fuera de ese “nos”. Hay un orden de prioridades. Se nos afina el discernimiento para ver las injusticias que “nos” afectan.
“Venid a trabajar a mi viña”
Pero ahí viene Jesús con la parábola que nos cuenta hoy en el Evangelio. Como siempre es una historia de apariencia inocente. El propietario de la viña es una buena persona. Es un hombre generoso. Da gusto encontrarse con personas así. Se preocupa de los desempleados. Se acerca a ellos. Les ofrece trabajo para que salgan de su situación de postración. A los que están tirados en la plaza todo el día, a los que están fuera de la vida, les levanta, les pone en pie, les ofrece un puesto en la sociedad, les da un medio para cuidar de su propia vida y de la de los suyos. El propietario de la viña es un buen hombre. No hay duda.
La sorpresa viene a la hora de pagar a los contratados. Todos fueron contratados por la misma cantidad: un denario. Pero los contratados a primera hora se había hecho a la idea de que aquel amo tan generoso y “justo” no podía tratarlos a ellos de la misma manera que a los que habían llegado al tajo apenas una hora antes de terminar la jornada, después de pasar el día tumbados en la plaza sin hacer nada. A ellos, suponían, les pagaría más.
Pero no. Les pagó lo mismo que a los otros. Y se quejaron –y nos quejamos–. “No hay derecho”, “No es justo”. Su “nos” era muy pequeño. Se refería apenas a los que había sido contratados a primera hora.
Un “nos” amplio, como el de Dios
Menos mal que el dueño de la viña era generoso de verdad y que su “nos” era el “nos” grande del Reino, el que abarca a todos, el que no deja a nadie fuera. La justicia de Dios es diferente de la nuestra. Sus caminos no son los nuestros ni sus planes son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías.
La justicia del dueño de la viña es la justicia de Dios que vela por el bien de todos sus hijos e hijas, que da oportunidades a todos, que nos ama sin condiciones. Por eso reprende a los que desean un trato de privilegio, a los que pretenden ser tratados mejor que los demás. La viña es el Reino y todos estamos invitados a trabajar en ella y a beneficiarnos de sus frutos.
Esa es la suprema libertad y el inmenso poder de Dios que se orienta sólo a nuestro bienestar. Un “nuestro” que abarca al mundo entero y que nos llama siempre a hacer más amplio nuestro “nos”. Sólo así participaremos en plenitud del Reino, de su Reino. Sólo así encontraremos la verdadera seguridad, la vida plena.
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