Entre estos dos verbos hay un abismo. Una cosa es decir, otra hacer, y otra, más difícil todavía, la conjunción de las dos mediante la "y". Tan difícil es esta unión que el refranero la ha consagrado con un adagio popular: "Del dicho al hecho hay gran trecho". Los italianos, con su lenguaje tan imaginativo y dulce, identifican este trecho con el mar.
Hablar es práctica común en nuestro tiempo. Todo el mundo habla, discursea, echa peroratas inmensas, sentando cátedra sobre la vida y sus más diversas realidades: políticos, eclesiásticos, oradores de profesión, diputados, senadores, artesanos de la palabra. Todos hablan y cada vez más, hasta el punto de que nuestra cultura sufre ya una grave inflación de palabras.
A base de hablar y hablar estamos llegando a una situación curiosa: el lenguaje está a punto de convertirse en objeto de sí mismo: se habla por hablar. Lo importante es tener la palabra o la respuesta oportuna, la frase ocurrente, escribir el discurso de turno o la pastoral del momento. Y con tanto hablar, la palabra se devalúa por instantes -como el dinero-. Los oyentes, destinatarios de tanta palabra vana, están perdiendo la fe en la eficacia de la misma. Hemos caído, una vez más, en la eterna tentación humana: la palabrería.
También en la Religión. Recordemos los tiempos del reclinatorio en propiedad de la señora -rica, por lo general- de rosario en mano, rezado a ritmo de abanico y acompañamiento sonoro de pulseras y joyas: todo un símbolo de vana religiosidad. Quienes así frecuentaban el templo, haciendo de la religión pura palabrería, rezo y culto vacío, solían convivir en la vida de cada día con la injusticia o con una moral clasista distante del Evangelio. La religión estaba de las puertas del templo para adentro; se medía por horas de rezo y culto.
Jesús se cansó de este tipo de religiosidad. Y dirigió una parábola -la de los dos hilos. a los habladores de la religión y de la política judías: sacerdotes y ancianos o senadores.
"Un padre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El le contestó: No quiero. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le contestó: Voy, Señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: El primero. Jesús les dijo: Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios".
Quienes no se atrevían ni siquiera a hablar en público, prostitutas y publicanos; quienes, en el caso de hablar, no serian ni creídos ni escuchados, precederán a los portavoces oficiales de la religión y de la política judías, sacerdotes y senadores. ¿Por qué? Sencillamente porque aquellos, viendo la veracidad del mensaje de Jesús y libres de prejuicios teológicos o eclesiásticos, se aprestaron a ponerlo en práctica. Quien actúa, lleva la delantera en el Reino, dice Jesús.
Con sus rezos y ritos, con sus celebraciones e incienso, los observantes de la religión oficial judía pretendían encubrir su falta de fe en Dios y su vida de espaldas al prójimo. ¡Ay!, que lo que califica al hombre ante Dios no son sus hábitos devotos, su palabrería o rezaduría -"quien dice sí"- o su falta de religiosidad -"quien dice no"-sino la respuesta de la vida a la voluntad de Dios, amando de obra -y no sólo de palabra- al prójimo. De ahí que, en cristiano, el verdadero culto sea el amor al prójimo y el único sacrificio agradable a Dios, la ofrenda de uno mismo por amor.
A quienes han separado la religión de la vida, el decir del hacer, el rezar del actuar, pertenezcan a la jerarquía o al pueblo, va dirigida esta parábola evangélica. En todo caso, no olvidemos que agrada a Dios quien habla menos y hace más.
Hablar es práctica común en nuestro tiempo. Todo el mundo habla, discursea, echa peroratas inmensas, sentando cátedra sobre la vida y sus más diversas realidades: políticos, eclesiásticos, oradores de profesión, diputados, senadores, artesanos de la palabra. Todos hablan y cada vez más, hasta el punto de que nuestra cultura sufre ya una grave inflación de palabras.
A base de hablar y hablar estamos llegando a una situación curiosa: el lenguaje está a punto de convertirse en objeto de sí mismo: se habla por hablar. Lo importante es tener la palabra o la respuesta oportuna, la frase ocurrente, escribir el discurso de turno o la pastoral del momento. Y con tanto hablar, la palabra se devalúa por instantes -como el dinero-. Los oyentes, destinatarios de tanta palabra vana, están perdiendo la fe en la eficacia de la misma. Hemos caído, una vez más, en la eterna tentación humana: la palabrería.
También en la Religión. Recordemos los tiempos del reclinatorio en propiedad de la señora -rica, por lo general- de rosario en mano, rezado a ritmo de abanico y acompañamiento sonoro de pulseras y joyas: todo un símbolo de vana religiosidad. Quienes así frecuentaban el templo, haciendo de la religión pura palabrería, rezo y culto vacío, solían convivir en la vida de cada día con la injusticia o con una moral clasista distante del Evangelio. La religión estaba de las puertas del templo para adentro; se medía por horas de rezo y culto.
Jesús se cansó de este tipo de religiosidad. Y dirigió una parábola -la de los dos hilos. a los habladores de la religión y de la política judías: sacerdotes y ancianos o senadores.
"Un padre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El le contestó: No quiero. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. El le contestó: Voy, Señor. Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre? Contestaron: El primero. Jesús les dijo: Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios".
Quienes no se atrevían ni siquiera a hablar en público, prostitutas y publicanos; quienes, en el caso de hablar, no serian ni creídos ni escuchados, precederán a los portavoces oficiales de la religión y de la política judías, sacerdotes y senadores. ¿Por qué? Sencillamente porque aquellos, viendo la veracidad del mensaje de Jesús y libres de prejuicios teológicos o eclesiásticos, se aprestaron a ponerlo en práctica. Quien actúa, lleva la delantera en el Reino, dice Jesús.
Con sus rezos y ritos, con sus celebraciones e incienso, los observantes de la religión oficial judía pretendían encubrir su falta de fe en Dios y su vida de espaldas al prójimo. ¡Ay!, que lo que califica al hombre ante Dios no son sus hábitos devotos, su palabrería o rezaduría -"quien dice sí"- o su falta de religiosidad -"quien dice no"-sino la respuesta de la vida a la voluntad de Dios, amando de obra -y no sólo de palabra- al prójimo. De ahí que, en cristiano, el verdadero culto sea el amor al prójimo y el único sacrificio agradable a Dios, la ofrenda de uno mismo por amor.
A quienes han separado la religión de la vida, el decir del hacer, el rezar del actuar, pertenezcan a la jerarquía o al pueblo, va dirigida esta parábola evangélica. En todo caso, no olvidemos que agrada a Dios quien habla menos y hace más.
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