Por P. Jürgen Daum
I. LA PALABRA DE DIOS
Ez 18,25-28: “Cuando el malvado se convierte de su maldad, salva su vida”Sal 24,4-8: “Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna”
Flp 2,1-11: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”
Mt 21,28-32: “¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?”
II. APUNTES
Para mejor comprender el sentido de la parábola que se proclama este Domingo conviene tener en cuenta el contexto.
Estaban próximos los días de la pascua judía, y el Señor Jesús había ingresado ya triunfalmente en Jerusalén (Mt 21,1-11). Poco antes, en el camino de Galilea a Judea, algunos fariseos habían salido a buscarlo para ponerlo a prueba infructuosamente, preguntándole sobre la licitud de repudiar el hombre a su mujer por cualquier causa (ver Mt 19,1-9). La animadversión de los fariseos y sumos sacerdotes hacia Jesús iba llegando a su máximo punto, y ya hablaban de quitarlo de en medio. El gran impedimento para echarle mano era el pueblo, que tenía al Señor como un gran profeta y por lo tanto estaba de su lado. Había que calcular muy bien la jugada.
En Jerusalén el Señor acude al Templo. Dada la cercanía de las fiestas pascuales los peregrinos empezaban a llenar la ciudad y el Templo. Junto con la gran afluencia de peregrinos se multiplicaron también los vendedores de animales y cambistas, ofreciendo a los peregrinos las monedas y los animales requeridos para las ofrendas y sacrificios. Sin duda con el consentimiento de los sumos sacerdotes y fariseos, éstos se habían instalado en el mismo Templo. El Señor, al entrar en el Templo, “volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Y les dijo: ‘Está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración. ¡Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de bandidos!’” (Mt 21,12-13) Muchos ciegos y cojos se acercaron a Él y los curó. Los muchachos en el templo prolongaban aquellos gritos proclamados vivamente durante su entrada triunfal en Jerusalén: “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21,15). Los sumos sacerdotes y los escribas estaban indignados y furiosos.
Aquel día el Señor salió nuevamente de la ciudad y fue a hospedarse a Betania, donde pasó la noche. A la siguiente mañana volvió a Jerusalén y se puso a enseñar en el Templo, como era propio de los rabís. Mucha gente, venida de todos los lugares de Israel, escuchaba sus enseñanzas. Entonces se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, miembros del sanedrín, para interrogarlo públicamente: “¿Con qué autoridad haces esto? ¿Y quién te ha dado tal autoridad?” (Mt 21,23). El Señor es instado por el máximo tribunal de Israel a dar razón de la autoridad con que viene actuando al realizar curaciones y prodigios, al entrar triunfalmente en Jerusalén permitiendo que se le llame “hijo de David”, al arrojar a los vendedores, al enseñar en el Templo como un maestro.
En cuanto a esto último, el poder enseñar oficialmente en el Templo requería la instrucción, preparación y finalmente la imposición de manos —signo de la transmisión de poder y autoridad— por parte de algún rabí. ¿Quién le había dado a Jesús el poder y la autoridad, si ningún rabí conocido lo había hecho? Si no tenía este “sello de autenticidad”, si no estaba autorizada por esta imposición de manos que garantizaba que su enseñanza se entroncaba con la enseñanza del mismo Moisés, entonces su enseñanza era ilícita y digna de sospecha.
La pregunta sobre el origen de su autoridad no tenía como fin una sana inquietud, de tal modo que al conocer su origen divino lo reconociesen y aceptasen de inmediato. Al contrario, en su continuo afán por desacreditarlo y con la intención ya definida de matarlo, esperaban encontrar en su respuesta alguna afirmación que les permitiese condenarlo ante el pueblo. El Señor, plenamente consciente de las intenciones de sus interrogadores, utiliza un método de discusión muy empleado por los doctores de la Ley y responde haciéndoles a su vez otra pregunta: “También yo les voy a preguntar una cosa; si me contestan a ella, yo les diré a mi vez con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del Cielo o de los hombres?”
Con esta pregunta el Señor astutamente los ponía en una posición muy complicada y delicada. Sabían que si respondían que venía “del Cielo”, es decir, de Dios, el Señor les echaría en cara su incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos incrédulos habían recibido por parte del Bautista una durísima llamada de atención. Juan no dudó en calificarlos de “raza de víboras” por su negativa a acoger su llamado a la conversión (ver Mt 3,7-10). La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar abiertamente la legitimidad de la misión de Juan, rechazando su bautismo y frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30). En cambio, “todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29). El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba negar su misión como precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba negar también todo reconocimiento al Señor Jesús.
Si los fariseos y sumos sacerdotes respondían que el bautismo de Juan venía “de los hombres”, como evidentemente pensaban, temían ser apedreados por el pueblo, que tenía al Bautista por un profeta enviado por Dios (ver Lc 20,6). Así que decidieron encubrir lo que verdaderamente pensaban respondiendo: “No lo sabemos” (Mt 21,25-27). Dado que se negaban de este modo a dar la respuesta verdadera, también el Señor se niega a responderles: “Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto” (Mt 21,27). Inútil era darles la respuesta verdadera, pues así como habían rechazado al precursor y su misión, rechazarían también al Señor, cuestionando y negando el origen divino de su autoridad y poder.
Inmediatamente, y en el contexto descrito, el Señor pronuncia una parábola que ataca justamente la pretensión que tenían los fariseos de ser “los hijos obedientes de Dios” dado que cumplían meticulosamente la Ley, mientras rechazaban a los publicanos y prostitutas, a quienes consideraban absolutamente “impuros”, dignos del rechazo total de Dios, fuente de contaminación moral para quien trataba con ellos.
Estos despreciables pecadores, sin embargo, a diferencia de los endurecidos fariseos, escribas y sumos sacerdotes, se habían convertido de su mala conducta al escuchar el anuncio de Juan. A éstos va dirigida la parábola de los dos hijos, con la que busca hacerles ver lo equivocados que están, la ceguera en la que viven, pues creyendo obedecer a Dios en realidad están frustrando “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30).
¿Quién de los dos hijos convocados por el padre de la parábola hace finalmente lo que le pide? Evidentemente no es el que dice sí, pero no va, sino el que en un primer momento se niega pero luego se arrepiente, cambia de opinión y va a trabajar a la viña. Esos son los publicanos y prostitutas que escuchando el llamado de Juan se arrepintieron y se convirtieron de su mala conducta. Así son también los más grandes pecadores que acogiendo el llamado del Señor Jesús abandonan su mala vida y hacen de su Evangelio la nueva norma de vida: éstos “ciertamente vivirán y no morirán” (ver 1ª. lectura).
El Señor Jesús proporciona finalmente a sus oyentes el significado preciso de su parábola: “Les aseguro [a ustedes, que cumplen con la Ley pero que no acuden a trabajar a la viña de Dios cuando se les llama] que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el Reino de Dios. Porque vino Juan a ustedes enseñándoles el camino de la salvación, y no le creyeron; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y ustedes, a pesar de esto, no se arrepintieron ni creyeron en él”.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Un hijo rebelde que luego recapacita y cambia de conducta; otro que vive una fractura interior: es obediente de palabra, más no de obra. Ante esta parábola inevitablemente surge la pregunta sobre mi respuesta a Dios, Padre de Jesucristo y Padre mío: ¿Con cuál de los dos hijos me identifico yo? ¿Con el primero? ¿Con el segundo? ¿O acaso tengo de ambos?
¿Cuántas veces como hijos rebeldes y contumaces le hemos dicho “no” a Dios, por ejemplo, cuando preferimos pecar, o cuando no estábamos dispuestos a hacer lo que intuíamos que nos pedía? Numerosas son las negativas que entonces le hemos ofrecido a Dios, aunque muchas veces algo disfrazadas y no tan crudamente formuladas: “No me da la gana de hacer lo que Tú me pides”, “quiero ser libre y Tú me esclavizas: quiero hacer de mi vida lo que quiera, quiero seguir mi propio camino y no quiero que Tú interfieras”, “Tú sólo debes intervenir cuando te necesito… entonces debes intervenir, debes hacer lo que yo te digo, y no yo lo que Tú me pides”; “tampoco voy a hacer lo que me pides porque yo sé mejor que Tú lo que a mí me conviene”, además, “en el fondo, no confío en Ti: en realidad, Tú eres enemigo de mi felicidad, porque me impones exigencias imposibles y me prohíbes cosas que me hacen ‘pasarla bien’”, “yo me conozco muy bien y sé mejor que Tú lo que me hará feliz”…
Por otro lado, cuántas veces le hemos dicho “sí” al Señor, pero luego no hicimos lo que nos pedía. ¿Por qué nos chocamos con esta incoherencia? En el fondo queremos hacer lo que Dios nos pide, pero quisiéramos que fuera “más fácil”, que no implique tanto esfuerzo, oposición por parte de familiares y amigos, renuncias, sacrificios, a veces opciones radicales. ¡Quisiéramos un cristianismo “light”! Y cuando nos encontramos con tantos obstáculos (externos o internos), dificultades, tentaciones, nos descubrimos tan débiles, frágiles, inconsistentes, incoherentes. Entonces nuestro “sí” inicial se convierte lentamente en un “no”, nos dejamos vencer por miedos, perezas, nos echamos atrás. Así nos convertimos en “medio-queredores”, hombres y mujeres de voluntad dividida, que decimos que queremos hacer lo que Dios nos pide pero no ponemos los medios suficientes o no perseveramos en ellos.
El Señor nos da siempre la posibilidad de “recapacitar” y de actuar como hijos obedientes. Nos alienta y estimula en este empeño de decirle “sí” a Dios y de ser coherentes en la vida cotidiana el ejemplo de María, Madre de Jesús y nuestra: Ella es la mujer del “sí” pronto, firme, radical, decidido a Dios y a sus Planes, Ella es la Mujer coherente, que inmediatamente pone por obra lo que Dios le pide y sostiene su “sí” con firmeza en medio de las pruebas más duras y difíciles. Con amor maternal nos invita a seguir su ejemplo: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5).
¿Pero cómo saber qué es lo que me pide Dios, de modo que pueda hacer lo que Él me diga? Lo primero es conocer y cumplir los 10 mandamientos, como Cristo le recuerda al joven rico (ver Mt 19,16-19; ver Catecismo de la Iglesia Católica, 2052-2557; Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 434-533). Lo segundo es hacer lo que Cristo, el Hijo de Dios vivo, nos enseña con su palabra y ejemplo (ver Mt 7,21 y siguientes). Para ello es fundamental que cada día conozcamos más y mejor al Señor Jesús, su persona, sus enseñanzas, su pensamiento, para esforzarnos en vivir como Él vivió.
Pero además de lo que nos pide a todos en general, Dios tiene un plan particular para cada uno de nosotros. Éste es un designio que brota de su amor para conmigo, de su sabiduría y del profundo conocimiento que tiene de mí. Él sabe qué camino debo seguir para ser feliz y de diversos modos me va señalando ese camino. Es responsabilidad de cada uno de nosotros descubrir ese plan, poniéndome a la escucha, buscando, indagando, rezando, preguntándole a Dios: ¿Cuál es tu plan específico para mí? ¿Cuál es mi vocación, cuál la misión particular que tú quieres que realice? ¿Qué quieres que haga hoy, en este tiempo, en mi vida?
Es necesario que en oración te pongas ante el Señor y le preguntes a Él sin miedo. Reza cada día, ponte a la escucha en el silencio del corazón, indaga los signos, consulta a personas de Dios, y lánzate confiadamente a hacer lo que Él te diga.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Jerónimo: «Después cuando vino el Salvador, el pueblo gentil, habiendo hecho penitencia, trabajó en la viña de Dios, y enmendó con su trabajo la oposición que había presentado con la palabra».
San Jerónimo: «Este segundo hijo es el pueblo judío que respondió a Moisés: “Haremos todo lo que nos mande el Señor” (Ex 24,3)».
San Jerónimo: «Creen algunos que esta parábola no se refiere a los gentiles ni a los judíos, sino simplemente a los pecadores y a los justos. Porque aquéllos se negaron a servir a su señor, obrando mal contra él y después recibieron de San Juan el bautismo de la penitencia, mientras que los fariseos, que llevaban por delante la justicia de Dios y se jactaban de cumplir la Ley, menospreciando el bautismo, no cumplieron la voluntad divina».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Cristo dice “sí” y hace lo que el Padre le pide
2824: En Cristo, y por medio de su voluntad humana, la voluntad del Padre fue cumplida perfectamente y de una vez por todas. Jesús dijo al entrar en el mundo: «He aquí que yo vengo, oh Dios, a hacer tu voluntad» (Heb 10,7; Sal 40,7). Sólo Jesús puede decir: «Yo hago siempre lo que le agrada a Él» (Jn 8,29). En la oración de su agonía, acoge totalmente esta Voluntad: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 22,42). He aquí por qué Jesús «se entregó a sí mismo por nuestros pecados según la voluntad de Dios» (Gál 1,4). «Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10).
Como Cristo también nosotros hemos de cumplir la voluntad del Padre
2825: Jesús, «aun siendo Hijo, con lo que padeció, experimentó la obediencia» (Heb 5,8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción en Él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (ver Jn 8,29):
Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un solo espíritu con Él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).
La importancia de la oración para cumplir el Plan de Dios
2826: Por la oración, podemos «discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rom 12,2; Ef 5,17) y obtener «constancia para cumplirla» (Heb 10,36). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21).
2611: La oración de fe no consiste solamente en decir «Señor, Señor», sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7,21). Jesús invita a sus discípulos a llevar a la oración esta voluntad de cooperar con el Plan divino.
VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO FIGARI (transcritas de textos publicados)
«Sólo en la medida en que el hombre libremente ajusta sus actos personales al Plan de Dios y colabora en la transformación de cuanto en las estructuras de la convivencia humana está “en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19), en esa medida camina hacia su realización y felicidad; sólo así vive responsablemente su libertad en un ambiente liberador; mientras que en la medida en que se aparta del Plan Divino encerrándose en sí mismo y en sus propios planes, se esclaviza, se aparta de su realización humana, se va marchitando, muriendo.
Es por eso que hay que contemplar el Plan de Dios. Bien dice la Palabra Divina: Si el Señor no construye la casa en vano se afanan los albañiles. Y esto vale en lo personal, así como en el ámbito social. En la vida personal como en la social no es coherente ir contra los dinamismos fundamentales y la dirección que apuntan. Por la plena cooperación del hombre al Plan Divino se realiza la gesta de la humanización.»
«María, desde su libertad poseída, se ofrece libremente al Plan de Dios. Lo hace con conciencia de que está iniciando un camino con unas exigencias que Ella no controla; lo hace sabiendo que es una senda exigente y posiblemente llena de contradicciones. Desde la experiencia de su libertad apuntando a una cada vez mayor libertad, desde el fondo de sí, María opta por adherirse plenamente al Plan de Dios, y lo asume como marco de su vida y su libre ejercicio. Es así, y desde esa perspectiva, que se dona totalmente y se califica a sí misma como la doúle Kyríou, la sierva del Señor.
Al sumarse así al Plan de Dios y su dinamismo, en un acto paradojal, parece renunciar a su libertad, pero precisamente, al adherir plena y totalmente su libertad al dinamismo del Plan de Dios, la Madre trasciende no pocas de las limitaciones que pueden afectar la libertad humana y se produce un salto cualitativo en su maduración como persona libre al conectar su libertad con la fuente y meta de todo su ser y devenir, con la misma Libertad, como hemos dicho. Al responder sublimemente a su mismidad, al acatar la racionalidad, la orientación de sus dinamismos fundamentales, al poner toda su seguridad y significación en la adhesión al Plan de Dios, al acoger sin condiciones ni cálculos mezquinos el llamado liberador, María es llevada a una dimensión más grande y profunda de la libertad, ejemplarizándose para sus hijos como paradigma de libertad, como quien, libre Ella misma, sabe y puede educar en la libertad a sus hijos.
Este proceso de María como la Mujer de la unidad y de la libertad, nos prepara para comprender sus lecciones maternales que nos invitan precisamente a seguir esa senda.»
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