por Enrique Pinti
publicado en LNR del 2 de noviembre de 2008
publicado en LNR del 2 de noviembre de 2008
De a uno se agreden, se gruñen, se muerden y se miran con recelo y con cara de pocos amigos. En grupo, se unen, obedecen, se comportan y respetan los derechos de los otros.
¿Los hombres? ¡No! ¡Los perros! Cuando uno ve a los "paseadores", este fenómeno argentino que ya ha sido adoptado por otros países, no puede menos que asombrarse ante la conducta que, en general, suelen tener esos adorables cuadrúpedos presuntamente irracionales. Porque, de verdad, cuando son paseados individualmente por sus dueños, la sola proximidad de un congénere los excita hasta la exasperada exteriorización del ladrido desaforado, con exhibición de colmillos incluida, sin olvidar olfateos nada amistosos de "partes pudendas" que, en el caso de ellos, están a la vista. Esa mezcla de odio, competencia, celo, instinto sexual básico y falta de tolerancia se aplaca cuando están todos juntos, llevados por el pulso seguro de alguien que no es su dueño, ni el que los acaricia, ni les da de comer, ni les da abrigo en su casa o los deja jugar con sus hijos, sino el de un anónimo empleado que circunstancialmente se encarga de su vida por un rato, algo así como un gobernante transitorio que les propone reglas como para hacer el trámite del "desagote" más ordenado, menos caótico y hasta placentero.
Nuevamente los de cuatro patas dan ejemplo. Así como esa perrita maternal lleva a un bebé abandonado a su cucha y le da calor y cuidado como a uno más de su cría y el heroico San Bernardo rescata gente en la montaña, así como la leona defiende a sus hijos y los pingüinos van "en patota" a todos lados porque saben que "juntos son más fuertes", así, pero al revés, somos los humanos presuntamente racionales. Y en el "caso argentino" la cosa es aún más drástica. Tenemos conductas individuales fantásticas, talentos que frente a los pocos recursos materiales se potencian a niveles increíbles. En disciplinas y especialidades complejas. Somos capaces de llegar a superar a los mejores y, de hecho, somos un país con una cantidad considerable de premios internacionales y eminencias científico-artístico-culturales que iluminan el mundo con el destello de una luz brillante y digna de orgullo nacional justificado.
¿Qué nos pasa cuando tenemos que accionar en conjunto? Gruñimos, nos agredimos, nos ladramos y lanzamos tarascones furiosos con espuma de odio saliéndonos por la boca; nos regodeamos en la exhibición de "partes pudendas" que, en nuestro caso, no suelen estar a la vista pero nos las arreglamos para que sí lo estén si es que creemos que son mostrables y rendidoras; y si no, aullaremos hambrientos por las de los otros especímenes más apetitosos.
¿Fallan los paseadores? Es muy probable que parte del problema esté allí, pero eso no justifica ni explica nuestro sentido de autodestrucción y autoagresión.
Los paseadores, o sea, gobernantes transitorios a los que entregamos periódicamente nuestras "cadenas" para que nos guíen, lejos de calmarnos, unirnos y hacernos olvidar de nuestros rencores, los azuzan para dividir y, así, reinar. Es cierto. Pero, ¿y nuestro instinto de conservación?, ¿y nuestro sentimiento colectivo del bien común? Mal, gracias.
Quemamos trenes que nos pertenecen, escupimos veredas que pagamos, dejamos baños públicos de bares y restaurantes de primera como cloacas de décima, rompemos instalaciones culturales y deportivas que hemos ayudado a construir con nuestras cuotas de socios activos y segregamos al diferente con una impiedad que un animal no es capaz de desplegar. Si se los cría bien, hasta perros y gatos pueden convivir sin agredirse. Sólo los hombres, que somos capaces de lo más sublime también (quizá por un mal uso de la razón), llegamos a lo más abyecto, vil y miserable, y nos hacemos la vida imposible. Mientras ellos, con sus cuatro patas pisando la tierra, nos siguen dando el ejemplo del grupo bien guiado que obedece reglas sin dejar de ser personal, único e irreemplazable. O sea: libre para elegir la paz en lugar de la guerra, la convivencia racional en lugar de la agresión constante. ¡Qué animales!
¿Los hombres? ¡No! ¡Los perros! Cuando uno ve a los "paseadores", este fenómeno argentino que ya ha sido adoptado por otros países, no puede menos que asombrarse ante la conducta que, en general, suelen tener esos adorables cuadrúpedos presuntamente irracionales. Porque, de verdad, cuando son paseados individualmente por sus dueños, la sola proximidad de un congénere los excita hasta la exasperada exteriorización del ladrido desaforado, con exhibición de colmillos incluida, sin olvidar olfateos nada amistosos de "partes pudendas" que, en el caso de ellos, están a la vista. Esa mezcla de odio, competencia, celo, instinto sexual básico y falta de tolerancia se aplaca cuando están todos juntos, llevados por el pulso seguro de alguien que no es su dueño, ni el que los acaricia, ni les da de comer, ni les da abrigo en su casa o los deja jugar con sus hijos, sino el de un anónimo empleado que circunstancialmente se encarga de su vida por un rato, algo así como un gobernante transitorio que les propone reglas como para hacer el trámite del "desagote" más ordenado, menos caótico y hasta placentero.
Nuevamente los de cuatro patas dan ejemplo. Así como esa perrita maternal lleva a un bebé abandonado a su cucha y le da calor y cuidado como a uno más de su cría y el heroico San Bernardo rescata gente en la montaña, así como la leona defiende a sus hijos y los pingüinos van "en patota" a todos lados porque saben que "juntos son más fuertes", así, pero al revés, somos los humanos presuntamente racionales. Y en el "caso argentino" la cosa es aún más drástica. Tenemos conductas individuales fantásticas, talentos que frente a los pocos recursos materiales se potencian a niveles increíbles. En disciplinas y especialidades complejas. Somos capaces de llegar a superar a los mejores y, de hecho, somos un país con una cantidad considerable de premios internacionales y eminencias científico-artístico-culturales que iluminan el mundo con el destello de una luz brillante y digna de orgullo nacional justificado.
¿Qué nos pasa cuando tenemos que accionar en conjunto? Gruñimos, nos agredimos, nos ladramos y lanzamos tarascones furiosos con espuma de odio saliéndonos por la boca; nos regodeamos en la exhibición de "partes pudendas" que, en nuestro caso, no suelen estar a la vista pero nos las arreglamos para que sí lo estén si es que creemos que son mostrables y rendidoras; y si no, aullaremos hambrientos por las de los otros especímenes más apetitosos.
¿Fallan los paseadores? Es muy probable que parte del problema esté allí, pero eso no justifica ni explica nuestro sentido de autodestrucción y autoagresión.
Los paseadores, o sea, gobernantes transitorios a los que entregamos periódicamente nuestras "cadenas" para que nos guíen, lejos de calmarnos, unirnos y hacernos olvidar de nuestros rencores, los azuzan para dividir y, así, reinar. Es cierto. Pero, ¿y nuestro instinto de conservación?, ¿y nuestro sentimiento colectivo del bien común? Mal, gracias.
Quemamos trenes que nos pertenecen, escupimos veredas que pagamos, dejamos baños públicos de bares y restaurantes de primera como cloacas de décima, rompemos instalaciones culturales y deportivas que hemos ayudado a construir con nuestras cuotas de socios activos y segregamos al diferente con una impiedad que un animal no es capaz de desplegar. Si se los cría bien, hasta perros y gatos pueden convivir sin agredirse. Sólo los hombres, que somos capaces de lo más sublime también (quizá por un mal uso de la razón), llegamos a lo más abyecto, vil y miserable, y nos hacemos la vida imposible. Mientras ellos, con sus cuatro patas pisando la tierra, nos siguen dando el ejemplo del grupo bien guiado que obedece reglas sin dejar de ser personal, único e irreemplazable. O sea: libre para elegir la paz en lugar de la guerra, la convivencia racional en lugar de la agresión constante. ¡Qué animales!
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